Ahora, deseaba que su marido fuera como su padre. Si las noticias eran malas, eran malas. Se querían, estaban casados y esperaban el nacimiento de un hijo. La oscuridad del exterior hacía aún más dolorosa la comprensión de su distancia.
Al otro lado de la habitación, se detuvo la lavadora al llegar al final del ciclo. Henri se levantó inmediatamente, abrió la escotilla y sacó su ropa de trabajo. La miró y lanzó una imprecación, cruzó la habitación y abrió violentamente la puerta de un armario. Empezó a meter la ropa aún mojada en una bolsa de basura y la selló con cinta plástica.
– ¿Qué haces? -preguntó Michéle.
El levantó bruscamente la mirada.
– Quiero que te vayas de aquí -dijo-. Que te vayas a casa de tu hermana en Marsella. Vuelve a usar tu nombre de soltera y cuéntales a todos que te he dejado, que soy un asqueroso, y que no tienes idea de adonde he ido.
– ¿Qué dices? -preguntó Michéle, con una mirada de estupor en el rostro.
– Haz lo que te digo. Quiero que te vayas, ahora. Esta misma noche.
– Henri, por favor dime qué sucede, por favor.
Como respuesta, Kanarack tiró la bolsa de basura al suelo y entró en la habitación.
– Henri, por favor, déjame ayudar… -imploró Michéle, y de pronto se dio cuenta de que Kanarack hablaba en serio. Entró en la habitación detrás de él, casi muerta de miedo, y se paró en la puerta mientras él sacaba dos viejas maletas de debajo de la cama. Las empujó hacia ella.
– Llévate éstas -dijo-. Podrás meter suficientes cosas dentro.
– ¡No! ¡Soy tu mujer! ¿Qué diablos pasa? ¿Cómo puedes decir estas cosas sin darme una explicación?
Kanarack la miró un rato largo. Quería decir algo pero no sabía cómo. Y luego, fuera, sonó el claxon de un coche, una vez, dos veces. Michéle entrecerró los ojos. Lo empujó a un lado al dirigirse a la ventana. Abajo, en la calle, vio el Citroen blanco de Agnés Demblon con el motor en marcha, y los humos del escape ascendiendo en el aire de la noche.
Henri la miró.
– Te quiero -dijo-. Ahora, vete a Marsella. Te enviaré dinero.
Michéle se apartó de él.
– No fuiste a Rouen. ¡Estabas con ella!
Kanarack no dijo nada.
– Vete a la mierda, cabrón. ¡Vete con tu maldita Agnés Demblon!
– Tú eres la que debe irse -dijo él.
– ¿Por qué? ¿Tal vez piensa ella trasladarse aquí?
– Si eso es lo que quieres oír, vale. Sí, ella se viene a vivir aquí.
– ¡Entonces, vete al infierno, y que te pudras! ¡Vete al infierno, grandísimo hijo de puta! ¡Me cago en tu maldito nombre!
Capítulo 26
– Ya entiendo -dijo Francois Christian, pausadamente y sin emoción en la voz. Sostenía una copa de coñac en la mano, y mientras la agitaba levemente, miraba el fuego.
Vera no dijo nada. Ya era bastante difícil dejarlo. Le debía muchas cosas y no quería insultarlo a él ni a ninguno de los dos saliendo de allí como si fuera una puta, porque no lo era.
Faltaban unos minutos para las diez. Acababan de terminar de cenar y estaban sentados en el gran salón de un lujoso piso de la calle Paul Valéry, entre la avenida Foch y la avenida Víctor Hugo. Vera sabía que Francois tenía también una casa en el campo donde vivían su mujer y sus tres hijos. También sospechaba que tenía más de un piso en París, pero nunca había preguntado. Tampoco había preguntado si era su única amante, porque sospechaba que no lo era.
Bebió un sorbo de café y lo miró. Él permanecía inmóvil. Su pelo aún era oscuro, estaba minuciosamente cortado, y tenía un toque entrecano en las sienes. Con su traje oscuro a rayas, puños blancos y tiesos que asomaban de la mangas de su chaqueta con precisión de sastre, tenía el aspecto del aristócrata que era. El anillo de bodas en su mano izquierda despidió un brillo a la luz del fuego cuando él bebió un trago, absorto, sin dejar de mirar las llamas. ¿Cuántas veces la habían acariciado esas manos? ¿Cuántas veces la habían tocado de un modo que sólo él sabía tocar?
Su padre, Alexandre Baptiste Monneray, había sido oficial de alta graduación de la Marina. Durante los primeros años de su vida, Vera, junto a su madre y a su hermano pequeño, habían viajado por el mundo siguiendo al padre en los destinos que le asignaban. Cuando ella cumplió dieciséis años, su padre se jubiló y comenzó a trabajar como consultor independiente en cuestiones de defensa, y se instalaron definitivamente en una casona del sur de Francia.
Allí, Francois Christian, en aquel entonces subsecretario del Ministerio de Defensa, se convirtió, entre otros, en un asiduo visitante. Y allí había comenzado su relación. Fue Francois quien le hablaba de las artes, de la vida y el amor. Y, en una ocasión muy especial, hablaron sobre sus estudios. Cuando ella le dijo que quería estudiar medicina, él se mostró desconcertado.
Ella alegó que era verdad. No sólo deseaba ser médica, estaba decidida a serlo, aunque no fuera más que por una promesa hecha a su padre a los seis años durante una comida dominical, cuando sus padres discutían de las carreras adecuadas para las jovencitas. Así, de la nada, ella había anunciado su decisión de ser médica. Su padre le había preguntado si hablaba en serio y ella dijo que sí. Incluso recordaba la ligera sonrisa con que miró él a su madre al dar su venia a la opción de Vera. Una sonrisa que ella había tomado como un desafío. Ninguno de los dos la creía capaz de hacerlo, ni de proponérselo. Fue el momento en que ella decidió demostrarles que se equivocaban. Y en el momento de su resolución, algo había surgido en ella, una luz blanca que invadió su alrededor y conservó su fulgor. Y aunque Vera sabía que nadie más podía verla, se sentía cálida y consolada, y dueña de una fuerza más poderosa de lo que jamás había conocido. Entonces lo había interpretado como la confirmación de que la promesa hecha a su padre tenía visos de realidad, y que su destino estaba sellado.
Y aquella tarde, mientras le contaba esta historia a Francois Christian, apareció el mismo fulgor, y se lo dijo a él, que estaba allí. Sonriendo, como si entendiera cabalmente, él le había sostenido su mano en las suyas y le había dado ánimos para que siguiera la huella de sus sueños.
A los veinte años, Vera se licenció en la Universidad de París y fue aceptada inmediatamente en la Facultad de Medicina de Montpelier, ocasión que su padre aprovechó para ceder y darle todo su estímulo. Un año más tarde, después de pasar las fiestas de Navidad con su abuela en Caláis, Vera se detuvo en París para visitar a unos amigos. Sin ningún motivo especial, tuvo de súbito la idea de visitar a Francois Christian, a quien no había visto en casi tres años.
No era más que una travesura, desde luego, sin otro motivo que saludarlo. Pero Francois era ahora el líder del Partido Democrático de Francia y una de las principales figuras políticas. Vera no supo cómo llegar hasta él a través de una red de colaboradores, y decidió presentarse directamente en su despacho para verlo. Para sorpresa suya, la hicieron pasar casi inmediatamente.
Desde el momento en que entró en la habitación y él se levantó para saludarla, Vera había sentido que algo extraordinario estaba sucediendo. Él pidió té y se sentaron junto a la ventana que daba al jardín de su despacho. Francois la había conocido a los dieciséis años, y ahora Vera tenía casi veintidós. En menos de seis años, una adolescente respondona se había convertido en una joven de extraordinaria belleza, inteligente y sumamente atractiva. Si ella no estaba del todo convencida de aquello, la actitud de él se lo confirmó, y, sin poder evitarlo, no le quitó los ojos de encima, algo que también le sucedió a él con ella. Esa misma noche Francois la había llevado a ese piso. Cenaron y luego él la desvistió sobre el sofá junto al fuego, donde ahora estaba sentado. Hacer el amor con él había sido la cosa más natural del mundo. Y seguía siéndolo, incluso después de que lo hubieran nombrado Primer Ministro para los próximos cuatro años. Y luego, Paul Osborn había entrado en su existencia, y en lo que parecía sólo un momento, todo había cambiado.