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– De acuerdo -dijo él, con voz queda, volviéndose hacia ella. Al encontrarse sus miradas, él conservaba aún un gran amor y todo el respeto por ella-. Ya entiendo. -Dejó la copa y se levantó. Volvió a mirarla, como queriendo fijar la imagen para siempre en su recuerdo. Durante un rato largo, permaneció inmóvil. Finalmente, dio media vuelta y desapareció.

Capítulo 27

Osborn se sentó en el borde de la cama y oyó a Jake Berger quejarse del humo que le hacía llorar los ojos y le tapaba la nariz, y de los treinta grados de calor que estaban convirtiendo a Los Ángeles en una olla a presión de contaminación que rozaba los límites de alerta en grado uno. Berger no paraba de hablar desde el teléfono del coche, en algún punto entre Beverly Hills y el opulento barrio de Century City. No parecía importarle mucho que Osborn se encontrara a diez mil kilómetros en París y que tuviera sus propios problemas. Hablaba más como un niño mimado que como uno de los mejores abogados de Los Angeles, el mismo que anteriormente le había dado a Osborn las señas de Kolb International y de Jean Packard.

– Jake, por favor, escúchame… -interrumpió Osborn finalmente, y le contó lo que acababa de suceder: el asesinato de Jean Packard, la visita inesperada de McVey, su trabajo con Interpol, los asuntos personales. No dijo que había mentido en lo referente a contratar a Jean Packard para averiguar la existencia del amigo de Vera, así como no había explicado los motivos para contratar a un detective privado cuando había llamado por primera vez.

– ¿Estás seguro que era McVey? -preguntó Berger.

– ¿Lo conoces?

– ¿Que si conozco a McVey? ¿Crees que hay un solo abogado que alguna vez haya defendido a un sospechoso de asesinato en la ciudad de Los Angeles que no conozca a McVey? Es un tío duro y eficiente, y tenaz como un toro. Una vez que le hinca el diente a algo no lo deja ir hasta que ha terminado. Que ahora esté en París no tiene nada de sorprendente, porque lo han solicitado desde hace años los departamentos de Homicidios con casos raros en todo el mundo. La pregunta es, ¿por qué está interesado en Paul Osborn?

– No lo sé. Apareció de pronto y empezó a hacer preguntas.

– Paul -dijo Berger, sin vacilar-. McVey, Interpol. No te está interrogando por un asunto cualquiera. Necesito una respuesta concreta. ¿Qué está pasando?

– No lo sé -dijo Osborn. No había huella de vacilación en su voz. Durante un momento, Berger guardó silencio, y luego le dijo a Osborn que no hablara con nadie más, y que si McVey volvía, que lo llamara a Los Ángeles. Entretanto, intentaría ponerse en contacto con alguien en París para que le devolvieran su pasaporte y pudiese salir de allí.

– No -dijo Osborn, bruscamente-. No hagas nada. Yo sólo quería saber qué pasaba con McVey. Gracias por tu tiempo.

Sucinilcolina. Osborn leyó en el frasquillo a la luz del baño, y luego lo metió en su neceser con un paquete sellado de jeringas, cerró el neceser y lo guardó entre un montón de camisas de la maleta que aún no había deshecho.

Se lavó los dientes, tragó dos píldoras para dormir, ajustó la doble cerradura de la puerta, fue hasta la cama y retiró las sábanas. Se sentó y se dio cuenta de lo cansado que estaba. Le dolían todos los músculos del cuerpo por exceso de tensión.

Era evidente que la visita de McVey lo había hecho flaquear, y que su llamada a Berger había sido como un grito de socorro. Pero después de haberlo contado todo, de pronto se dio cuenta de que había llamado a la persona equivocada, al profesional equivocado, a alguien capaz de dar consejos legales pero no espirituales. La verdad es que había estado pidiéndole a Berger que lo sacara de París y de sus problemas, tal como antes había intentado pedirle a Jean Packard que matara a Kanarack. En lugar de Berger, debería haber llamado a su psicólogo en Santa Mónica para pedirle consejos que lidiar con su crisis emocional. Pero no podía llamar sin confesar su intención de cometer un asesinato. Y si lo hacía, el psicólogo estaba obligado por la ley a informar a la policía. Después de descartar eso, la única persona con que podía hablar era Vera, pero no podía hacerlo sin incriminarla.

En realidad, daba igual con quien hablara porque la decisión final era y sería sólo suya. O se olvidaba de Kanarack o lo mataba.

La aparición de McVey había complicado las cosas. Ingenioso y experimentado en su oficio, McVey no había mencionado a Kanarack ni una sola vez, pero ¿cómo podía estar seguro Osborn de que el inspector no sabía nada? ¿Cómo podía estar seguro de que si llevaba a cabo su plan la policía no estaría vigilándolo?

Se inclinó y apagó la luz del lado de la cama y se quedó tendido en la oscuridad. Fuera, la lluvia chocaba suavemente contra la ventana. Las luces de la avenida Kléber iluminaban los hilillos de agua que se deslizaban por el vidrio y los proyectaban, ampliados, en el techo de la habitación. Cerró los ojos y pensó en Vera y en cómo se habían amado aquella tarde. La veía, desnuda sobre él, con la cabeza echada hacia atrás y la espalda arqueada, tocándole los tobillos con su largo pelo. El único movimiento era la lenta y sensual acometida de ella con su pelvis deslizándose sobre él. Era como una escultura, una presencia medular de todo lo femenino. Niña, mujer, madre. A la vez sólida y líquida, infinitamente fuerte y sin embargo tan frágil que casi se desvanecía.

La verdad era que la amaba y pensaba en ella de un modo que jamás había experimentado. Sólo tenía sentido si se le abordaba desde muy adentro, lleno del deseo y el apetito y el sentido de lo fantástico que puede llegar a tener el amor consagrado de dos seres. Y supo sin dudarlo que ambos morirían en ese momento, que en el mismo instante se reunirían en la vastedad del espacio, y después de asumir la forma que fuera necesaria, seguirían adelante, entrelazados para siempre.

Si esa visión era romántica o infantil, o si era espiritual, daba lo mismo, porque era la verdad de Osborn. Y él sabía que, a su manera, Vera sentía lo mismo. Lo había demostrado aquella tarde cuando lo había llevado a su piso y habían hecho lo que habían hecho. Y eso había proyectado una luz sobre todo lo demás.

Si él y Vera habían de continuar juntos, él no podía tolerar que ese demonio interior actuara como lo había hecho con todas sus relaciones afectivas desde que era niño. Destruirlas. Esta vez había que destruir al demonio. Inexorablemente y para siempre, por muy difícil o peligroso que fuera, sin que importaran los riesgos.

Cuando finalmente las píldoras surtieron efecto y el sueño comenzó a apoderarse de él, el demonio de Paul Osborn se materializó ante sus ojos. Tenía el lomo curvado, era amenazante y llevaba un abrigo sucio y polvoriento. A pesar de que estaba a oscuras, lo vio levantar la cabeza. Tenía los ojos hundidos, la mirada fija, y las orejas se separaban, angulosas, del rostro. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado y Osborn no lograba distinguir la cara, aunque instintivamente sabía que la mandíbula era cuadrada y que una cicatriz la cruzaba desde el pómulo hasta el labio superior.

Y no había duda alguna.

Estaba viendo a Henri Kanarack.