– A mí no me ha dicho nada.
– Mi ponencia versaba sobre las lesiones de los ligamentos cruzados anteriores. Tiene que ver con la rodilla. -Osborn tenía la boca seca. Pidió un vaso de agua. Maitrot no lo entendió o decidió ignorarlo.
– ¿Qué edad tiene?
– Eso ya lo sabe.
Maitrot miró al techo.
– Treinta y ocho.
– ¿Casado?
– No.
– ¿Homosexual?
– Inspector, estoy divorciado. ¿Le parece eso suficiente?
– ¿Desde cuándo es cirujano?
Osborn no dijo nada. Maitrot repitió la pregunta, mientras el humo del cigarrillo se elevaba en espiral hacia un ventilador en el techo.
– Seis años.
– ¿Piensa usted que es relativamente bueno como cirujano?
– No entiendo por qué me hace estas preguntas. No tienen nada que ver con las razones por las que me han detenido. Llamen a mi despacho para verificar todo lo que he dicho. -Osborn estaba agotado y comenzaba a perder los estribos. Pero al mismo tiempo sabía que si quería salir de allí, tendría que cuidar sus palabras.
»Mire -dijo, con toda la calma y respeto que le era posible-, he cooperado con ustedes. He hecho todo lo que me han pedido. Huellas dactilares, fotos, he contestado a las preguntas. Ahora, por favor, quisiera que me dejasen en libertad o reclamaré al cónsul de Estados Unidos.
– Ha agredido usted a un ciudadano francés.
– ¿Cómo sabe usted que es un ciudadano francés? -inquirió Osborn, sin pensarlo.
Maitrot no hizo caso de su reacción.
– ¿Por qué lo ha hecho?
– ¿Por qué? -dijo Osborn, con mirada incrédula. No había día en que, en algún momento, no oyera, una vez más, el cuchillo de carnicero hundiéndose en el vientre de su padre. Que no oyera la horrible sorpresa de su respiración entrecortada. Que no viera el terror en sus ojos cuando levantaba la mirada para preguntar ¿qué ha pasado? y, sin embargo, sabiendo perfectamente lo que había ocurrido. Que no viera las rodillas flaquearle antes de que se desplomara lentamente en la acera. Que no escuchara el grito escalofriante de un extraño. Que no hubiera visto a su padre girarse e intentar levantarse, sabiendo que estaba muriendo, pidiéndole a su hijo, sin hablar, que le cogiera la mano y que no tuviera miedo, diciéndole, con su silencio, que siempre lo amaría.
– Sí -dijo Maitrot, y aplastó un cigarrillo en el cenicero de la mesa a la que estaban sentados-. ¿Por qué lo ha hecho?
Osborn se incorporó en su silla y contó la misma mentira.
– Llegué al aeropuerto Charles de Gaulle desde Londres. -Debía tener cuidado y no dar una versión diferente de lo que había dicho en los interrogatorios anteriores-. El tipo me asaltó en un lavabo e intentó llevarse mi cartera.
– Usted tiene un aspecto muy sano. ¿Era un hombre grande?
– No especialmente. Sólo quería mi cartera.
– ¿Y la consiguió?
– No. Se escapó.
– ¿No lo denunció a las autoridades del aeropuerto?
– No.
– ¿Por qué?
– No me robó nada, y yo no hablo muy bien francés, como se habrá dado cuenta.
Maitrot encendió otro cigarrillo y lanzó la cerilla consumida al cenicero.
– Y luego, por mera casualidad, se lo encontró en la misma cervecería donde se había detenido a tomar una copa.
– Sí.
– ¿Qué pretendía hacer? ¿Cogerlo hasta que llegara la policía?
– Para ser franco, inspector, no tengo idea de qué diablos pensaba hacer. Me volví loco. Perdí la cabeza.
Osborn se levantó y miró hacia otro lado mientras Maitrot anotaba algo en la carpeta. ¿Qué iba a decirle? ¿Que el hombre contra el que se había lanzado había apuñalado mortalmente a su padre en Boston, Massachusetts, en Estados Unidos de América, el 12 de abril de 1966? ¿Que él lo había visto cometer el crimen y que no había vuelto a verlo hasta hacía unas cuantas horas? ¿Que la policía de Boston había oído con gran interés el cuento de terror del chico y que luego se había pasado años intentando dar con el asesino hasta que finalmente reconocieron que no podían hacer nada más? Sí, los procedimientos habían sido correctos. La escena del crimen y el análisis técnico, la autopsia, las entrevistas. Aquel chico, sin embargo, no había visto nunca a aquel hombre en su vida, y la madre no lograba identificarlo a partir de la descripción de su hijo. Dado que el arma del crimen no tenía huellas dactilares, y que el arma misma no era más que un vulgar cuchillo de supermercado, la policía tuvo que fiarse de lo único que tenían, a saber, las declaraciones de otros dos testigos presenciales: Katherine Barnes, una vendedora de edad mediana que trabajaba en Jordan Marsh, y Leroy Green, un guardia de la Biblioteca Pública de Boston. Ambos testigos se encontraban en la acera en el momento del ataque y los dos habían contado versiones que presentaban ligeras variaciones con respecto a la del chico. Sin embargo, al final la policía tenía exactamente los mismos elementos que al principio. Nada. Finalmente, Kevin O'Neil, el joven y diligente inspector de Homicidios que había entablado amistad con Paul, fue asesinado por un sospechoso contra el que había declarado en un juicio, y el caso George Osborn dejó de ser una investigación asumida personalmente por un inspector y se convertía en un caso más sin resolver, enterrado en los archivos con otros cientos de casos similares. Ahora, tres décadas más tarde, Katherine Barnes, senil y retirada en un hogar de ancianos en Maine, tenía cerca de ochenta años, y Leroy Green había muerto. A todos los efectos, Paul Osborn era el último testigo vivo. Y ningún fiscal, treinta años después de los hechos, iba a esperar que un jurado condenara a un hombre basándose en la declaración del hijo de la víctima, que en aquel entonces sólo tenía diez años y que sólo había visto al sospechoso en el lapso de dos o tres segundos. La verdad lisa y llana era que el asesino había escapado. Esa noche, en una comisaría de París, aquella verdad seguía vigente, porque aunque Osborn llegara a convencer a la policía para que le siguiera la pista y lo detuviera, jamás sería llevado a juicio. Ni en Francia, ni en Estados Unidos, ni ahora ni en un millón de años. ¿Para qué decírselo a la policía? No serviría de nada y sólo complicaría las cosas si después, gracias a un golpe de fortuna, Osborn volvía a encontrarlo.
– Hoy estaba en Londres. Esta mañana.
De pronto, Osborn se percató de que Maitrot seguía hablándole.
– Sí.
– Dijo que había llegado usted a París procedente de Ginebra.
– Vía Londres.
– ¿Para qué había ido a Londres?
– Turismo. Pero caí enfermo. Un bicho de ésos que duran veinticuatro horas.
– ¿Dónde se hospedó?
Osborn se reclinó en el asiento. ¿Qué esperaban de él? Que lo encerraran o que lo soltaran. ¿Qué les importaba a ellos lo que había hecho en Londres?
– Le he preguntado dónde se hospedaba en Londres. -Maitrot lo miraba fijo.
Osborn había estado en Londres con una mujer, también médica, residente de un hospital en París y, según descubriría más tarde, amante de un importante político francés. En aquella ocasión, ella le había dicho que debían ser discretos y le rogó que no preguntara por qué. El accedió, buscó y eligió un hotel celoso con la intimidad de sus clientes. Se registró a su nombre.
– El Connaught -dijo Osborn, esperando que el hotel hiciera honor a su reputación.
– ¿Estaba solo?
– Bueno, basta -dijo Osborn. Se separó con un gesto brusco de la mesa y se levantó-. Quiero ver al cónsul de Estados Unidos. -Al otro lado de la ventana, vio que un agente uniformado, metralleta al hombro, se volvía y lo miraba fijo a los ojos.
– ¿Por qué no se relaja, doctor Osborn?… Por favor. Póngase cómodo -dijo Maitrot, tranquilo, y luego se inclinó para anotar algo en la carpeta.
Osborn se echó hacia atrás y miró deliberadamente a un lado, esperando que Maitrot no insistiera en lo de Londres y siguiera con otro tema. Un reloj de pared marcaba casi las once. En Los Ángeles serían las tres de la tarde. O tal vez las dos. En aquella época del año, los-husos horarios parecía que cambiaban constantemente, dependiendo de dónde se encontrara uno. ¿A quién diablos conocía allí que pudiese llamar en una situación como ésta? Jamás en su vida lo habían detenido. Y luego pensó que sí, que una vez lo habían detenido. A los quince años, en el instituto, lo habían detenido el día de Navidad por lanzar bolas de nieve por la ventana de un aula. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho, había dicho la verdad. Porque no tenía otra cosa que hacer.