Capítulo 28
Clic.
McVey sabía, sin mirar, que eran las tres de la madrugada y diecisiete minutos, porque la última vez que había mirado el reloj eran las tres y once. Se suponía que los relojes digitales no metían ruido, pero si uno se ponía a escuchar, no era así. Y McVey había estado escuchando y contando los «clics» mientras pensaba.
Había regresado al hotel después de la visita a Osborn y de su paseo en la lluvia frente a la torre Eiffel a las once menos diez. El pequeño restaurante del hotel estaba cerrado y no había servicio de habitaciones. Ése era el famoso viaje con todos los gastos pagados que ofrecía Interpol. Un hotel apenas habitable, con alfombras gastadas, camas duras, y comida si se llegaba entre las seis y las nueve de la mañana y las seis y las nueve de la noche.
Lo único que podía hacer era volver a la lluvia a encontrar un restaurante abierto, o utilizar el «bar» de la habitación, la pequeña nevera encastrada entre lo que servía de armario y el baño, que se inundaba cada vez que McVey se duchaba.
McVey no tenía intención de salir a la lluvia, de modo que era el «bar» o nada. Lo abrió con una pequeña llave incluida en el llavero del hotel y encontró queso, galletas saladas y un triángulo de chocolate suizo. Encontró una botella de blanco que resultó ser un excelente Sancerre.
Luego, al abrir el cajón de la mesa para ver la lista de precios del «bar», descubrió por qué el Sancerre era tan bueno. La botella de medio litro costaba ciento cincuenta francos, unos treinta dólares. Una miseria para un degustador profesional, y una fortuna para un poli.
Hacia las once y media, algo menos irritado, se desvistió, y cuando estaba a punto de entrar en la ducha sonó el teléfono. El comandante Noble llamaba desde su casa en Chelsea.
– Espere un momento, por favor, McVey -dijo Noble-. También está en la línea el doctor Michaels, el patólogo de nuestra oficina central, y voy a ver qué debo hacer para hablar en conferencia sin que nos desconectemos todos.
McVey se enrolló una toalla y se sentó en la mesa con chapa de fórmica frente a su cama.
– ¿McVey? ¿Está ahí todavía?
– Sí.
– ¿Doctor Michaels?
McVey oyó la voz del joven médico cuando se estableció el contacto.
– Aquí -dijo.
– Muy bien. Doctor Michaels, cuéntele a nuestro amigo McVey lo que acaba de contarme a mí.
– Es acerca de la cabeza que encontramos.
– ¿La han identificado? -preguntó McVey, animado.
– Todavía no -advirtió Noble-. Tal vez lo que nos diga el doctor Michaels nos explique por qué está siendo tan difícil la identificación. Siga usted, doctor Michaels.
– Sí, claro. -Michaels carraspeó-. Como usted recordará, inspector McVey, había muy poca sangre en la cabeza. De hecho, casi no había nada. De modo que fue muy difícil precisar el momento de la coagulación para establecer la hora de la muerte. Sin embargo, pensé que con un poco más de información, debería poder definir un margen razonable sobre la hora en que el tipo fue asesinado. Pues bien, resulta que me fue imposible.
– No entiendo -dijo McVey.
– Cuando usted se fue, tomé la temperatura de la cabeza y seleccioné algunas muestras de tejidos que envié a analizar al laboratorio.
– ¿Y…? -McVey bostezó. Ya era tarde, y comenzaba a pensar más en el sueño que en el crimen.
– La cabeza había sido congelada. Y luego descongelada, antes de que la dejaran en el callejón.
– ¿Está seguro?
– Sí, señor.
– No diría que no lo haya visto antes -dijo McVey-. Pero normalmente se puede saber de inmediato porque los tejidos del interior del cerebro tardan mucho en descongelarse. El interior de la cabeza está más frío que las capas del exterior del cráneo.
– No fue eso lo que sucedió en este caso. La cabeza estaba completamente descongelada.
– Acabe lo que tenga que decirnos, doctor Michaels -urgió Noble.
– Cuando las muestras de tejido nos demostraron que la cabeza había sido congelada, me llamó la atención el hecho de que la piel del rostro se movía bajo la presión de mis dedos como lo haría en condiciones normales, como si no hubiese sido congelada.
– ¿Qué está insinuando?
– Le mandé la cabeza al doctor Stephen Richards, un especialista de micropatología en el Royal College of Pathology para que me explicara algo sobre la congelación. Me llamó en cuanto descubrió lo que había sucedido.
– ¿Y qué había sucedido? -McVey comenzaba a impacientarse.
– Nuestro amigo tiene una placa metálica en el cráneo. Es, sin duda, el resultado de una operación en el cerebro realizada hace años. Los tejidos del cerebro no habrían mostrado nada, pero la placa sí. La cabeza había sido congelada, no únicamente solidificada, a una temperatura cercana al cero absoluto.
– Soy un poco lento a estas horas de la noche, doctor. No le entiendo.
– El cero absoluto es un grado de frío inalcanzable en los procesos de congelación. Esencialmente, es una temperatura hipotética caracterizada por la ausencia de calor. Para aproximarse a ella se requieren técnicas de laboratorio sumamente sofisticadas que emplean helio líquido o enfriamiento magnético.
– ¿Cuan frío es este cero absoluto? -preguntó McVey, que nunca había oído hablar de eso.
– ¿En términos técnicos?
– En los términos que sean.
– Doscientos setenta y tres, coma, uno, cinco grados Celsius bajo cero, o cuatrocientos cincuenta y nueve, coma, seis, siete grados Fahrenheit bajo cero.
– ¡Jooder! ¡Esos son casi quinientos grados bajo cero!
– Exactamente.
– ¿Y qué sucede entonces, suponiendo que se alcance el cero absoluto?
– Lo he estado mirando, McVey -intervino Noble-. Significa que se llega a un punto en que cesaría todo movimiento linear del conjunto de las moléculas de una sustancia.
– Todos los átomos de su estructura se habrían detenido absolutamente -añadió Michaels.
Clic.
Esta vez McVey miró el reloj. Marcaba las tres y dieciocho minutos, viernes, 7 de octubre.
Ni el comandante Noble ni el doctor Michaels tenían idea alguna de por qué alguien iba a congelar una cabeza hasta tal grado y a deshacerse luego de ella. McVey tampoco lo entendía. Existía la posibilidad de que proviniese de una empresa especializada en congelación criogénica, donde se aceptan los cuerpos de los recién fallecidos y se los congela a bajas temperaturas con la esperanza de que en el futuro, cuando existiera una cura para los males de los que hubieran fallecido, se pudiera descongelar los cuerpos, operarlos y devolverlos a la vida. Para los científicos de todo el mundo, aquello no era más que un sueño, pero la gente lo pagaba y algunas empresas legalmente establecidas proporcionaban el servicio.
Había dos empresas de esas características en Gran Bretaña. Una en Londres y la otra en Edimburgo, y Scotland Yard las investigaría por la mañana a primera hora. Tal vez John Doe no había sido asesinado, y puede que le hubieran cortado la cabeza después de muerto, y se quisiera conservar legalmente para un futuro lejano. Puede que fuera la inversión del muerto, que hubiera destinado sus ahorros de toda la vida a la congelación criogénica de su cabeza. Otros hacían cosas más descabelladas.
McVey había colgado diciendo que volvería a Londres al día siguiente, y pidió que hicieran radiografías de los siete cuerpos encontrados para verificar que no aparecían operaciones en que se les hubiera implantado una placa metálica. Huesos de la cadera, tornillos que afirmaran huesos rotos, metales que pudieran ser analizados, como la placa en la cabeza de John Doe. Y si alguno tenía una placa metálica, debían mandar inmediatamente el cadáver al doctor Richards del Royal College para descubrir si también había sido congelado.
Tal vez ésa era la pista que buscaban, el tipo de elementos incidentales que normalmente un inspector tenía delante de su nariz pero que permanecía invisible durante una, dos, tres, hasta diez revisiones. El tipo de detalle que siempre cambiaba el curso de las investigaciones de homicidios más difíciles, eso siempre que el poli encargado de investigar perseverara el tiempo suficiente para revisar las cosas una vez más.