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03.19

McVey dejó la silla, abrió la cama y se dejó caer encima. Ya era el día siguiente. Apenas recordaba el jueves. McVey pensó que no le pagaban suficiente para este tipo de faenas. La verdad es que nunca les pagaban suficiente a los policías. Tal vez la cabeza congelada los conduciría a algún lado, tal vez no, no más de lo que habían avanzado con el asunto Osborn. Osborn era un tipo simpático, metido en problemas y enamorado. Qué casualidad, salir de viaje de negocios y terminar enrollado con la amiga del Primer Ministro.

McVey estaba a punto de apagar la luz y meterse bajo las sábanas cuando vio sus zapatos llenos de lodo seco bajo la mesa donde los había dejado. Suspiró, salió de la cama, los llevó al baño y los dejó en el suelo.

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3.24

McVey se metió bajo las sábanas, se dio media vuelta, apagó la luz y apoyó la cabeza contra la almohada.

Si Judy aún estuviese viva, lo habría acompañado en este viaje. El único lugar al que habían viajado juntos, sin tener en cuenta los viajes a Big Bear para pescar, había sido Hawai. Dos semanas en 1975. Jamás habrían podido pagar unas vacaciones en Europa. Y bien, esta vez se las habrían pagado. No habría sido en primera clase, pero daba igual, lo habría pagado Interpol.

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3.26

– ¡El lodo! -exclamó McVey de pronto y volvió a sentarse. Encendió la luz, echó a un lado las sábanas y fue al baño. Se inclinó, cogió uno de sus zapatos y lo miró. Cogió el otro e hizo lo mismo. El lodo seco que cubría los zapatos era gris, casi negro. El lodo que había visto en el calzado de Osborn era rojo.

Capítulo 29

Michéle Kanarack miró el reloj cuando el tren salía de la estación de Lyón hacia Marsella. Eran las seis cincuenta y cuatro de la mañana. No había traído maleta, sólo un bolso de mano. Había cogido un taxi en el apartamento quince minutos después de haber visto el Citroen de Agnés Demblon esperando fuera. En la estación, compró un billete de segunda clase a Marsella y luego se sentó en un banco. Iba a esperar cerca de nueve horas, pero no le importaba.

No quería nada de Henri, ni siquiera ese hijo concebido en el amor hacía menos de ocho semanas. Lo repentino de los acontecimientos era abrumador. Y tanto más cuanto todo había parecido surgir de la nada.

Después de abandonar la estación, el tren cobró velocidad y París se transformó en una nebulosa. Veinticuatro horas antes, su mundo había parecido cálido y vivo. Cada día que pasaba, el embarazo la colmaba con más y más felicidad, y entonces Henri había llamado para decir que viajaba a Rouen con el señor Lebec para mirar una nueva panadería, tal vez, pensó ella, con la posibilidad de un trabajo administrativo. Y luego, de un manotazo, todo había desaparecido. Todo. La habían engañado y le habían mentido. No sólo eso, es que era tonta. Debería haber comprendido el poder que esa puta de Agnés Demblon tenía sobre su marido. Tal vez siempre lo había sabido y se había negado a aceptarlo. Sólo ella era la culpable de todo. ¿Qué mujer dejaría que a su marido lo recogiera y llevara al trabajo, día tras día, una mujer soltera, por muy poco atractiva que fuera? Sin embargo, cuántas veces Henri le había asegurado: «Agnés es una vieja amiga, mi amor, una solterona. ¿Qué interés podría tener yo por ella?»

«Mi amor.» La manera en que lo decía la ponía enferma. Tal como se sentía en ese momento, los habría matado a los dos sin la menor contemplación. Fuera, la ciudad se transformaba en campos. Un tren pasó rugiendo en dirección contraria. Michéle Kanarack jamás volvería a París. Henri y todo lo que él significaba se había acabado. Definitivamente. Su hermana tendría que entenderlo y no intentar convencerla de que volviera.

– Vuelve a usar tu nombre de soltera. – ¿Eso es lo que había dicho?

Eso es lo que haría. No bien hubiese encontrado un empleo y consiguiera un abogado. Se echó hacia atrás, cerró los ojos y escuchó el ruido del tren deslizándose por la vía rápida hacia el sur de Francia. Era el 7 de octubre. Exactamente dentro de un mes y dos días, ella y Henri habrían cumplido ocho años de casados.

En París, Henri Kanarack estaba enroscado como un feto, durmiendo en un sillón en el salón de Agnés Demblon. A las cuatro cuarenta y cinco había llevado a Agnés al trabajo y luego había regresado a su piso con el Citroen. Su propio piso, en el 175 de la avenida Verdier, estaba vacío. Si alguien entraba, no encontraría a nadie en casa, ni encontraría ninguna pista que indicara dónde podían haber ido. Las bolsas de plástico de basura verdes con su ropa de trabajo, su ropa interior, zapatos y calcetines habían desaparecido en la caldera del sótano en cuestión de segundos.

Hasta la última prenda de ropa que llevaba puesta en el momento de matar a Jean Packard se había esfumado por los filtros hacia el aire y ahora estaba suspendida en partículas microscópicas sobre el barrio de Montrouge.

A quince kilómetros de allí, al otro lado del Sena, Agnés Demblon estaba sentada a su mesa de trabajo en la panadería, ocupada con las facturas que siempre enviaba el 7 de cada mes. Ya le había advertido al señor Lebec y a sus empleados que Henri Kanarack se había ausentado de la ciudad debido a problemas familiares, y que no se presentaría a trabajar al menos durante una semana.

A las seis y media ya había colocado unas notas escritas a mano sobre la mesa del teléfono y en el mostrador de la tienda, pidiendo que cualquier pregunta sobre Henri Kanarack fuera dirigida a ella.

A casi la misma hora, McVey recorría minuciosamente el parque del Campo de Marte frente a la torre Eiffel. La luz bajo la lluvia fina revelaba los mismos jardines rectangulares que había visto la noche anterior. Más allá, McVey vio otras zonas del camino en trabajos de remodelación. Más allá había los senderos, aún no removidos, paralelos unos a otros, intersectando con las líneas a intervalos de cincuenta metros. Caminó por todo el largo del parque por un lado, cruzó y volvió por el lado opuesto, estudiando el suelo al caminar. Sólo vio la tierra grisácea que nuevamente le ensuciaba los zapatos. Volvió sobre sus pasos para ver si había algo más. Vio venir hacia él a uno de los vigilantes. El hombre no hablaba inglés y el francés de McVey era imperdonable. Pero lo intentó de todas maneras.

– Tierra roja. ¿Me entiende? Tierra roja. ¿Hay tierra roja por aquí? -preguntó McVey y señaló el suelo.

– Tie-rroja -contestó el hombre.

– No. ¡Roja! El color ro-jo -deletreó Mc Vey.

– Ro-jo -repitió el hombre, y miró a McVey como si estuviera loco.

Era demasiado temprano para aquello. Buscaría a Lebrun y lo traería para hacer las preguntas.

– Perdón -dijo, con el mejor acento que tenía, y estaba a punto de irse cuando vio el pañuelo rojo que colgaba del bolsillo trasero del hombre-. Rojo -dijo, señalándolo.

El hombre entendió, se sacó el pañuelo y se lo ofreció a McVey.

– No, no -dijo éste, y lo rechazó-. ¡El color!

– ¡Ah! -Al hombre se le iluminó la cara-. La couleur!

– La couleur -repitió McVey, triunfante.

– -Rouge -dijo el hombre.

– Rouge -repitió McVey, intentando imitar el sonido de la «r» como el parisino. Luego se inclinó, cogió un puñado del lodo gris en la mano-. ¿Rouge? -preguntó.

– Le terrain}

McVey asintió.

– Rouge terrairñ -preguntó, y con un gesto del brazo abarcó los terrenos del parque.

El hombre lo miró.

– Rouge terran -dijo, y señaló con el brazo como McVey.