– ¡Sí! -se alegró el inspector.
– Non -replicó el hombre.
– ¿No?
– No.
De regreso en el hotel, McVey llamó a Lebrun y le comunicó que estaba preparando su equipaje para volver a Londres, y que tenía el sentimiento cada vez más acuciante de que Osborn quizá no era tan legal como había pensado al principio, y que tal vez valiera la pena vigilarlo hasta el día siguiente, cuando debía recoger su pasaporte y volver a Los Ángeles.
– Ah, me olvidaba -dijo-. Tiene las llaves de un Peugeot.
Treinta minutos más tarde, a las ocho y cinco de la mañana, un coche de policía camuflado se estacionó en la acera frente al hotel de Paul Osborn en la avenida Kléber. En el interior, un inspector de civil se desabrochó el cinturón y se sentó a observar. Si Osborn salía -ya fuera a pie o a esperar que le trajeran el coche-, el inspector lo vería. Gracias a una llamada de teléfono y excusándose por haberse equivocado de número, había confirmado que Osborn aún estaba en su habitación. Una búsqueda de las empresas de alquiler de coches había proporcionado el año, color y placa del Peugeot que Osborn había alquilado.
A las ocho y diez, un segundo coche camuflado recogía a McVey en su hotel para llevarlo al aeropuerto. Era una cortesía del inspector Lebrun y de la Prefectura Central de Policía de París. Quince minutos más tarde, aún estaban en medio del tráfico. McVey, que a esas alturas conocía bien la ciudad, se dio cuenta de que su chofer no había elegido la vía más rápida para llegar al aeropuerto. Tenía razón. Cinco minutos más tarde entraron en el garage del cuartel de policía.
A las ocho y cuarenta y cinco, siempre con el mismo traje gris arrugado que lamentablemente comenzaba a ser su distintivo, McVey estaba sentado frente a Lebrun en su mesa de trabajo estudiando la ampliación de quince por veinte centímetros de una huella dactilar. Era un dedo entero y la imagen clara, recogida de una mancha en el trozo del vaso roto que el equipo técnico de Homicidios había encontrado en el piso de Jean Packard. Habían enviado el vaso al laboratorio de huellas dactilares de Interpol en Lyón, donde un experto en informática pudo extraer de la mancha una huella perfectamente identificable. La huella había pasado por un escáner, ampliada, fotografiada y devuelta a Lebrun en París.
– ¿Conoce usted al doctor Hugo Klass? -preguntó Lebrun, y encendió un cigarrillo y volvió a mirar la pantalla en blanco del ordenador.
– Especialista alemán en cuestiones de huellas dactilares -dijo McVey, y devolvió la foto a la carpeta y la cerró-. ¿Por qué?
– Usted tenía la intención de preguntar acerca de la precisión de esta huella, ¿no es así?
McVey asintió.
– Klass trabaja ahora fuera de la oficina de Interpol. Con el experto informático, trabajaron a partir de la mancha original hasta encontrar un patrón más o menos legible. A continuación, Rudolf Halder, de Interpol en Viena, realizó una prueba de verificación con un nuevo instrumento óptico de comparación que él y Klass han desarrollado en equipo. Un misil inteligente no podría ser más preciso.
Lebrun volvió a mirar la pantalla que permanecía en blanco. Esperaba una respuesta de una información que había solicitado a la base de datos del archivo criminal de Interpol en Lyón. Su primera solicitud le había sido devuelta como «no se encuentra en archivo», Europa. La segunda volvió con un «no se encuentra en archivo», América del Norte. Un tercer intento de «búsqueda automática» y el ordenador empezó a buscar «datos anteriores».
McVey se inclinó y cogió una taza de café. A pesar de que intentaba tenazmente actuar como un poli moderno y de utilizar el amplio espectro de tecnologías punta que tenía a su disposición, seguía sin poder desprenderse de la vieja escuela. Para McVey, el trabajo se cubría cuando se tenía al hombre y las pruebas para respaldarlo. Luego, se iba tras él, poco a poco, hasta que se derrotaba. De todos modos, sabía que tarde o temprano tendría que acostumbrarse y tomarse las cosas con más calma.
Se incorporó, dio unos pasos hasta situarse detrás de Lebrun y observó la pantalla.
En ese momento, apareció un archivo de Interpol, Washington. Siete segundos más tarde, se leyó: Merriman, Albert John, buscado por asesinato, intento de asesinato, robo a mano armada, extorsión… Florida, Nueva Jersey, Rhode Island, Massachusetts.
– Un tipo simpático -dijo McVey. Luego la pantalla volvió a quedar en blanco, con la excepción de una sola línea: Fallecido, Nueva York, 22 de diciembre, 1967.
– ¿Fallecido? -preguntó Lebrun.
– Su ordenador de última generación tiene un muerto matando a gente en París. ¿Cómo le va a explicar eso a la prensa? -preguntó McVey, inexpresivo.
Lebrun se lo tomó como una afrenta.
– Es evidente que Merriman ha falseado su muerte y se ha procurado una nueva identidad.
McVey volvió a sonreír.
– O eso o Klass y Halder no son los genios que parecen ser.
– ¿Le molestan los europeos, McVey? -preguntó Lebrun, serio.
– Sólo cuando hablan una lengua que no conozco -dijo McVey, y se alejó, se detuvo mirando el techo y volvió sobre sus pasos-. Suponga que Klass y Halder tienen razón y es Merriman. ¿Por qué habría de salir de su escondite después de tantos años para cargarse a un detective privado?
– Porque algo lo obligó. Probablemente algo en lo que estaba trabajando el tal Jean Packard.
En la pantalla apareció la orden: Descripción física-Foto-Huellas dactilares-S/N.
Lebrun pulsó la S en su teclado.
La pantalla quedó en blanco, y luego apareció una segunda orden: Sólo fax-S/N.
Lebrun volvió a pulsar el Sí. Dos minutos más tarde, apareció una foto de la ficha policial, la descripción física y las huellas de Albert Merriman. En la foto aparecía Henri Kanarack, casi treinta años más joven.
Lebrun la miró y se la pasó a McVey.
– No lo conozco -dijo el inspector.
Lebrun se sacudió una ceniza de la manga, levantó el auricular del teléfono y le dijo a alguien que volvieran al piso de Jean Packard y a su despacho en Kolb International y lo revisaran todo más minuciosamente que la primera vez.
– También sugeriría que un técnico de la policía vea si pueden elaborar un esbozo del aspecto que tendría Merriman si aún viviera hoy -dijo McVey. Cogió un viejo bolso de cuero marrón que le servía de maleta y de equipo de homicidios portátil y le agradeció a Lebrun el café-. Ya sabéis dónde encontrarme en Londres -dijo-, en caso de que nuestro amigo Osborn hiciera algo que no debiera antes de volver a Los Ángeles. -Se dirigió a la puerta.
– McVey -dijo Lebrun-. Albert Merriman murió en Nueva York.
McVey se detuvo y se volvió lentamente, justo a tiempo para ver una sonrisa pintada en el rostro de Lebrun.
– Por el gremio, McVey, por favor, haga la llamada.
– Por el gremio.
Lebrun asintió y se incorporó para dejarle su silla a McVey.
Capítulo 30
Unos pasos más allá del edificio de la rué de la Cité, donde McVey intentaba comunicarse con el Cuerpo de Policía de Nueva York para informarse sobre Albert Merriman, Vera Monneray caminaba por la Porte de la Tournelle, mirando absorta el tráfico junto al Sena. Había sido una decisión correcta terminar su relación con Francois Christian. Sabía que la ruptura le había dolido, aunque se lo había comunicado con toda la gentileza y el respeto que tenía por él. No había dejado, se dijo, a uno de los miembros más importantes del gobierno francés por un cirujano ortopédico de Los Ángeles. La verdad en sí era que ni ella ni Frangois podrían haber continuado como estaban y, al mismo tiempo, seguir desarrollándose. Y la vida sin ese desarrollo significaba marchitarse hasta finalmente morir.
Lo que había hecho no era más que un acto de supervivencia personal, algo que Francois habría hecho con ella en el futuro, cuando terminara por reconocer que su verdadero amor pertenecía a su mujer y sus hijos.