Pocos minutos después, el taxi paró frente al Louvre. Osborn pagó al chofer y se apeó en medio de una ligera niebla. Cuando el taxi se alejó, tuvo la reacción inmediata de buscar el coche oscuro. Pero si la policía lo estaba vigilando, no debía por ningún motivo darles a entender que lo sabía. Se llevó las manos distraídamente a los bolsillos, esperó que pasaran los coches, cruzó la calle Rívoli y entró en el museo.
Una vez dentro, estuvo unos veinte minutos contemplando las obras de Giotto, Raphael, el Tiziano y Fra Angélico antes de salir de la sala en busca de un lavabo. Cinco minutos más tarde se unió a un grupo de turistas americanos que estaban a punto de subir a un autocar con destino a Versalles y salió con ellos por la entrada principal. En la esquina, se separó del grupo, caminó media manzana y entró en el metro.
Antes de una hora estaba de regreso en el hotel, esperando que le trajeran el Peugeot del garage. Si la policía lo seguía, ¿cómo iban a suponer que ya no estaba en el museo? Sin embargo, tuvo la precaución de mirar por el retrovisor al partir. Para asegurarse, giró por una calle y, dos manzanas más allá, volvió a girar. Por lo que observaba, estaba solo.
Veinte minutos más tarde, estacionó el Peugeot en una calle pequeña a una manzana y media del cine, lo cerró y se alejó. Cogió el metro para volver al hotel, espero a que el chico que había traído su coche del garage saliera de la puerta principal para ir a buscar otro coche y sólo entonces entró y subió a su habitación.
Al entrar, miró el reloj en la mesilla de noche. Era exactamente la una y cuarto. Se sacó el impermeable y miró hacia el teléfono. A primera hora de la mañana, había tenido el impulso de llamar a la panadería para asegurarse de que nada había salido mal y de que Kanarack estaba en el trabajo como era habitual. Luego pensó que si sucedía algo y las cosas iban mal, podían seguirle la pista a la llamada hasta su habitación. Colgó de inmediato. Mirando el teléfono ahora, tuvo el mismo deseo de averiguar, pero decidió abstenerse.
Era preferible confiar en el destino que lo había llevado hasta allá y suponer que Kanarack estaría allí el viernes como habría estado el jueves y probablemente todos los días en los últimos años, trabajando tranquilamente y pasando lo más desapercibido posible.
Y ahora, Osborn se sacó el impermeable, las botas y el yérsey oscuro que había llevado en el Louvre y se puso un par de vaqueros gastados, y un viejo yérsey sobre una camisa de franela a cuadros L.L. Bean. Y mientras ataba cuidadosamente sus zapatillas deportivas y se metía en el bolsillo de la chaqueta la gorra azul adquirida aquella misma mañana y finalmente se disponía a preparar las herramientas del día, llenando tres jeringas con la sucinilcolina, mientras hacía todo esto, contando con el reloj, contando los minutos que faltaban para salir hacia el cine del Boulevard des Italiens, Henri Kanarack estaba estacionando el Citroen blanco de Agnés Demblon a menos de media manzana de su hotel.
Capítulo 32
El pelo bien peinado y la barba bien rasurada, Henri Kanarack vestía un mono azul de una empresa de reparación de aire acondicionado. No tuvo trabas al pasar la entrada de servicio ni al coger el ascensor de servicio hasta la planta de reparaciones. Jean Packard le había dado el nombre de Paul Osborn y del hotel donde se hospedaba. No sabía el número de habitación porque era seguro que también habría soltado ese dato. Los hoteles no daban el número de habitación de los clientes, sobre todo los de cinco estrellas como el de Osborn, con una clientela adinerada e internacional, protegida de los extraños que actuaban con motivaciones personales o políticas.
Kanarack cogió una caja de herramientas del taller mecánico, caminó por el pasillo de servicio hasta las escaleras de emergencia, por donde subió hasta el vestíbulo. Cruzó la puerta y echó un vistazo a su alrededor. La sala de recepción era pequeña, recubierta de madera y bronce, y la mayor parte de la decoración eran antigüedades. A la izquierda quedaba la entrada al bar y, directamente enfrente, una pequeña tienda de regalos y el comedor. A la derecha, los ascensores. Enfrente de éstos, el mostrador de recepción, tras el cual un empleado de traje oscuro hablaba con un ejecutivo africano extraordinariamente alto que acababa de registrarse. Para conseguir el número de la habitación de Osborn, Kanarack tenía que pasar al otro lado del mostrador. Cruzó la sala, se acercó al empleado y cuando éste levantó la mirada, Kanarack tomó la iniciativa.
– Reparación de la calefacción. Hay un problema con el sistema eléctrico, y estamos intentando localizarlo -dijo.
– No sé nada de eso -dijo el empleado, desdeñoso. Esa actitud arrogante de superioridad era algo que Kanarack había odiado en los parisinos desde su llegada, sobre todo cuando se trataba de empleados con salarios algo superiores al suyo, gente que lograba a duras penas llegar a fin de mes.
– No quiere saber nada. Pues bueno. El problema no es mío -dijo Kanarack con un elocuente gesto de los hombros, indiferente.
En lugar de discutir, el empleado lo despachó de inmediato.
– Haga lo que tenga que hacer -dijo, y siguió conversando con el africano.
– Vale -dijo Kanarack, y pasó al otro lado del mostrador para examinar un panel de interruptores justo por encima de la lista de registros del hotel. Al inclinarse a mirarla, sintió la presión del calibre 45 metida en el cinturón bajo el ancho mono. El silenciador corto le rozaba la parte superior del muslo. El cargador estaba lleno, y llevaba otro de recambio en el bolsillo.
– Permiso -dijo, cogiendo el registro y poniéndolo a un lado. Sonó el teléfono del mostrador y el empleado lo cogió. Kanarack aprovechó para revisar los nombres. En la O, encontró lo que buscaba. La habitación de Paul Osborn era la 714. Volvió a dejar el registro en su lugar, recogió la caja de herramientas y salió del mostrador.
– Gracias -volvió a decir.
McVey miró la niebla a través de la ventana, cansado e irritado. El aeropuerto Charles de Gaulle estaba cerrado y todos los vuelos habían sido cancelados. A McVey le habría gustado saber si el tiempo se despejaría o no. Si el aeropuerto permanecía cerrado, era preferible coger una habitación en un hotel de las cercanías y dormir. Si lo abrían y había una posibilidad de que anunciaran su vuelo, haría lo mismo que el resto de los pasajeros durante las dos últimas horas, es decir, esperar. Antes de salir del despacho de Lebrun, había llamado a Benny Grossman a la oficina central del Cuerpo de policía de Nueva York, en Manhattan. Benny sólo tenía treinta y cinco años, pero era uno de los inspectores más capaces que conocía. Habían trabajado juntos dos veces. En una ocasión, Benny había viajado a Los Ángeles en busca de un asesino fugado de Nueva York. La segunda vez, la policía de Nueva York le había pedido a McVey su ayuda para resolver un caso enigmático. McVey tampoco había llegado al fondo del asunto, pero después de llevar a cabo la investigación, habían tomado unas copas juntos y se habían divertido. McVey también había ido a comer a casa de Benny con ocasión de la Pascua judía. Benny acababa de entrar cuando McVey llamaba y cogió la llamada de inmediato.
– ¡Oy, McVey! -exclamó Benny, su saludo habitual cuando hablaba con el inspector. Después de algunas minucias, fue al grano-. Dime, Boolabah, ¿en qué te puedo ayudar?
McVey no sabía si Benny intentaba hablar como los clásicos policías de Hollywood o si era ésa su manera de ir al grano con todo el mundo.
– Benny, cariño -siguió la broma McVey, pensando que si Benny hacía el papel de agente frustrado, él podía seguirle la corriente. Le explicó que no estaba ni en Manhattan ni en Los Ángeles, sino en las oficinas de la Prefectura de policía de París.
– ¿París? ¿Quieres decir París-Tejas o París-Francia?