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– París-Francia -dijo McVey, y apartó el auricular cuando Benny lanzó un largo silbido. Luego hablaron de cosas concretas. McVey quería saber qué le podía decir acerca de un tal Albert Merriman que la había supuestamente palmado en un ajuste de cuentas en Nueva York, en 1967. Dado que Benny tenía once años en 1967, jamás había oído nada sobre ese Albert Merriman, pero dijo que lo averiguaría y que volvería a llamar a McVey.

– Yo te llamaré -dijo McVey, que no tenía idea de dónde estaría cuando Benny diera con la información.

Cuatro horas más tarde, McVey volvió a llamar.

Entretanto, Benny había revisado los archivos de la policía de Nueva York y había recopilado un sólido paquete de informaciones sobre Albert Merriman. En 1963, se le había dado de baja en el ejército de Estados Unidos, y dos años más tarde se había asociado a un viejo amigo, Willie Leonard, un atracador de bancos que acababa de salir de la prisión de alta seguridad de Atlanta. Merriman y Leonard hicieron de las suyas y se les buscaba por atracos a bancos, asesinato, intento de asesinato y extorsión en una media docena de Estados. También se rumoreaba que habían dado unos cuantos golpes para las familias del crimen organizado en Nueva Jersey y Nueva Inglaterra.

El 22 de diciembre de 1967, en el interior de un coche en el Bronx, se encontró un cuerpo que fue identificado como el de Albert Merriman, acribillado a disparos y carbonizado más allá de todo posible reconocimiento.

– Parece una historia de la Mafia -dijo Benny.

– ¿Qué pasó con Willie Leonard? -preguntó McVey.

– Aún se le busca -dijo Benny.

– ¿Cómo fue identificado el cadáver de Merriman?

– No lo dice el informe. Tal vez no lo sepas, chico, pero no se suele conservar mucha información sobre los muertos. No hay dinero para pagar los sótanos de archivo.

– ¿Se sabe algo sobre quién reclamó el cadáver?

– Eso sí lo dice. Espera un momento, -McVey oía el roce de los papeles mientras Grossman buscaba en sus notas-. Aquí está. Al parecer, el tipo no tenía familia. El cuerpo fue reclamado por una mujer que aparece aquí como una amiga del instituto, Agnés Demblon.

– ¿Dirección?

– Nooo.

McVey escribió el nombre de Agnés Demblon en el anverso de su tarjeta de embarque y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Alguna idea de dónde está enterrado Merriman?

– No.

– Y bien, te apuesto diez a uno que si encuentras la tumba, descubrirás que el difunto es Willie Leonard.

McVey oyó en la distancia que llamaban a embarcar para su vuelo. Asombrado, le agradeció a Benny, le dijo que volviera a su juego de bridge y se dispuso a colgar.

– ¡McVey!

– ¿Si?

– Este archivo de Merriman no ha sido tocado en veintiséis años.

– ¿Y qué?

– Soy la segunda persona que lo ha pedido en las últimas veinticuatro horas.

– ¿Qué dices?

– Ayer lo pidieron de Interpol, Washington. Un sargento de Archivos e Información sacó la carpeta y les envió todo por fax.

McVey le dijo a Grossman que Interpol trabajaba con París, y que suponía que ésa era la razón. En ese momento, anunciaron por última vez el vuelo de McVey. Le dijo a Grossman que se tenía que ir y colgó.

Pocos minutos después, McVey se abrochaba el cinturón de seguridad y el avión de Air Europe se alejaba del edificio hacia la pista de despegue. Volvió a mirar el nombre de Agnés Demblon en su tarjeta de embarque y dejó escapar un suspiro. Luego se relajó, sintiendo los tumbos del avión que rodaba hacia la cabecera de la pista.

Miró por la ventana y vio capas de nubes cubriendo la campiña francesa. La lluvia le hizo pensar en el lodo de los zapatos de Osborn. Y luego ya estaban por encima de las nubes.

Una azafata le preguntó si quería un periódico, y cuando lo recibió, no lo abrió. Pero le llamó la atención la fecha.

Viernes, 7 de octubre. Aquella misma mañana le habían notificado a Lebrun de Interpol, Lyón, que habían identificado la huella dactilar. Y el propio Lebrun la había buscado en presencia de McVey. Sin embargo, el jueves, la policía de Nueva York había recibido una solicitud de los antecedentes de Merriman desde Interpol Washington. Eso significaba que Interpol en Lyón había examinado la huella, descubierto a Merriman y pedido la información veinticuatro horas antes. Tal vez eran los procedimientos de Interpol, pero parecía algo raro que Lyón tuviera toda una carpeta con informaciones antes que el agente que les había respondido a ellos. En cualquier caso, ¿por qué creía él que importara mucho? Los métodos internos de Interpol era algo que no le incumbía. Por otro lado, si en el futuro volvía a ocurrirle lo mismo, y si Interpol estaba solicitando información en los círculos indebidos sin que él lo supiera, aquello podía resultar algo engorroso. Pero antes de mencionárselo a Cadoux, el responsable de la misión en Interpol, Lyón, y antes de decírselo a Lebrun, era necesario que tuviera las cosas claras. Decidió que lo más simple consistía en saber a qué hora había solicitado Interpol en Washington la información de la policía de Nueva York. Para eso, tendría que llamar a Benny Grossman al llegar a Londres.

De pronto sintió los rayos de sol en el rostro y vio que habían pasado por encima del banco de nubes y que ahora sobrevolaban el Canal de la Mancha. Era la primera vez que veía el sol en casi una semana. Miró su reloj. Eran las dos y cuarenta minutos de la tarde.

Capítulo 33

Quince minutos más tarde, a las tres menos cinco, Paul Osborn apagó el televisor de la habitación y deslizó las tres jeringas llenas de sucinilcolina en el bolsillo derecho de su chaqueta. Acababa de ponerse la chaqueta y se dirigía a la puerta cuando sonó el teléfono. Dio un salto con el corazón acelerado. Su reacción le hizo darse cuenta de que estaba aún más tenso de lo que pensaba y no le agradó la idea.

El teléfono seguía sonando. Miró su reloj. Faltaban tres minutos para las tres. ¿Quién intentaba ponerse en contacto con él? ¿La policía? No, ya había llamado al inspector Barras y éste le había asegurado que su pasaporte estaría en el mostrador de Air France cuando se presentara a su vuelo el día siguiente por la tarde. Barras había sido amable e incluso había bromeado sobre el mal tiempo, de modo que no era la policía, a menos que estuvieran jugando con él o que McVey quisiera hacer más preguntas. En ese momento, a Osborn no le interesaba hablar con McVey ni con nadie más.

El teléfono dejó de sonar. Habían colgado. Tal vez era un número equivocado. También podía ser Vera. Sí, Vera. Había pensado en llamarla más tarde, cuando todo hubiera terminado, pero no antes porque ella podía notar algo en su voz o insistir en venir a verlo por uno u otro motivo.

Volvió a mirar su reloj. Eran casi las tres y cinco en esos momentos West Side Story comenzaba a las cuatro y él tenía que estar allí hacia las cuatro menos cuarto a más tardar, para hacerse notar por el vendedor en la taquilla. Además tenía que ir a pie y salir por la entrada lateral del hotel, no fuera caso que alguien estuviese vigilando. Caminando se despejaría y se sentiría más tranquilo.

Apagó la luz y se palpó el bolsillo para asegurarse que tenía las jeringas. Cuando fue hacia la puerta, ésta se abrió de un golpe y le dio en plena cara. El impacto lo lanzó hacia un rincón entre la puerta del baño y la habitación. Antes de que se pudiera reponer, entró un hombre vestido con mono azul y cerró la puerta. Era Henri Kanarack. Llevaba una pistola en la mano.

– Una palabra y te mato -dijo en inglés.

A Osborn lo había cogido totalmente por sorpresa. Visto más de cerca, Kanarack era más oscuro y más fuerte de lo que recordaba. Tenía una mirada fiera y le apuntaba entre ceja y ceja con la pistola como si fuera una extensión de su mano. Osborn supo que no vacilaría en cumplir con su amenaza.