Kanarack fijó la mirada en un botón del tapizado del techo del Citroen. Pensó en la posibilidad de algo ajeno a tener que soportar una vez más lo que acababa de experimentar. Una segunda vez sería imposible.
– Me llamo Paul Osborn. El 12 de abril de 1966, caminaba por una calle de Boston, Massachusetts, con mi padre, George Osborn. Yo tenía diez años y nos dirigíamos a comprar un guante de béisbol, cuando de pronto salió un hombre del tumulto y le clavó a mi padre un cuchillo en el vientre. El hombre escapó. Pero mi padre cayó en la acera y murió. Quiero que me digas por qué aquel hombre le hizo aquello a mi padre.
«Dios mío -pensó Kanarack-. Se trata de eso. ¡No son ellos! Lo podía haber despachado todo tan sencillamente, y ya habría acabado.»
– Estoy esperando -dijo la voz del asiento delantero. De pronto Kanarack sintió que el coche disminuía la marcha. Fuera alcanzó a ver árboles. El coche giró y se sacudió al pisar un bache. Luego volvió a acelerar y Kanarack vio desfilar rápidamente más árboles. Siguieron un minuto y el coche frenó bruscamente. Osborn dio marcha atrás. El Citroen retrocedió, se inclinó bruscamente y continuó hacia abajo. En unos segundos recuperó la horizontal y se detuvo.
A la ausencia de movimiento siguió un ruido metálico. El freno de mano. La puerta se abrió de un golpe y Kanarack vio a Osborn que sostenía una aguja hipodérmica en la mano.
– Te he hecho una pregunta pero no me has contestado -dijo.
A Kanarack aún le quemaban los pulmones. El menor movimiento de respiración era una agonía.
– Déjame que te ayude a entender -dijo Osborn, y se apartó. Kanarack no se movió.
– ¡Quiero que mires hacia allá! -Osborn cogió a Kanarack por el pelo y estiró de la cabeza bruscamente haciéndolo girar a la izquierda. Osborn intentaba controlar su furia pero no lo estaba logrando del todo. Lentamente, Kanarack desplazó la mirada esforzándose por ver en la creciente oscuridad. A no más de diez metros divisó el río.
– Si piensas que lo que has vivido es un infierno -advirtió Osborn lentamente-, imagínate cómo puede ser ahí adentro con los brazos y piernas paralizados. Lograrás flotar durante, digamos, diez o quince segundos. Y en cualquier caso, tus pulmones apenas te sirven para respirar. ¿Qué pasará cuando te hundas?
De pronto, Kanarack volvió a pensar en Jean Packard. El detective tenía la información que él quería averiguar, y para conseguirla había hecho todo lo necesario. Ahora había alguien tan desesperado como él para obtener información. Al igual que Jean Packard, a él no le quedaba más alternativa que ceder.
– Me… contrataron -dijo, y su voz era apenas un susurro ronco.
Por un momento, Osborn no estaba seguro de haber escuchado bien. O eso o Kanarack se estaba burlando de él. Apretó con más fuerza el pelo y pegó un tirón hasta doblarle la cabeza. Kanarack dejó escapar un grito. El esfuerzo le provocó un espasmo en los pulmones. Lo recorrió un intenso dolor y volvió a gritar.
– Intentémoslo una vez más -dijo Osborn, acercando el rostro a Kanarack.
– ¡Me pagaron para hacerlo!… Por dinero -tosió Kanarack. El aire que espiraba le abrasaba la garganta seca.
– ¿Te contrataron? -Osborn no cabía en sí de asombro. No era eso lo que habría esperado. Siempre había considerado que la muerte de su padre era producto de la acción fortuita de un enajenado. A falta de otros móviles, lo mismo había pensado la policía. Aquello era el acto de un hombre, decían, que seguramente odiaba a su padre, a su madre, hermanos o hermanas. Osborn siempre había pensado en aquel acto como la expresión de una ira insostenible y acumulada durante largos años, desatada de pronto al azar e irreflexivamente. Su padre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Pero ahora Kanarack le estaba contando algo totalmente diferente, algo que no tenía sentido. Su padre diseñaba instrumentos. Un hombre común y corriente, tranquilo, que no le debía un céntimo a nadie y que jamás había alzado la voz en toda su vida. Era difícilmente el tipo de hombre a quien alguien vendiera para matar. De pronto se le ocurrió que Kanarack le mentía.
– ¡Dime la verdad, embustero hijo de puta! -chilló Osborn, y en un arranque de furia arrastró a Kanarack del coche tirándole del pelo. Kanarack lanzó un grito de agonía. Sintió que se le desgarraba la garganta y se le inflamaban los pulmones. Un momento después estaban en el río con el agua hasta las rodillas. Osborn tenía la jeringa en la mano. De pronto hundió a Kanarack en el agua. Lo sostuvo adentro, contó hasta diez y lo sacó.
– ¡Dime la verdad, maldita sea!
Tosiendo y luchando por respirar, Kanarack estaba horrorizado. ¿Por qué no lo creía aquel tipo? Que lo matara, por favor, pero no de esa manera.
– Yo soy… -susurró, ronco-. Tu padre…, otros tres… además…, en Wyoming… Nueva Jersey…, otro en California. Todos para la misma gente. Y luego… intentaron… matarme.
– ¿Quiénes son todos ésos? ¿De qué cono estás hablando?
– No me creerás. -Kanarack apenas respiraba intentando escupir el agua del río.
La corriente creaba remolinos a su alrededor y la lluvia caía en olas, y en la oscuridad total era casi imposible ver. Osborn apretó a Kanarack por el cuello y le puso la jeringa ante los ojos.
– Inténtalo -dijo.
Kanarack sacudió la cabeza.
– ¡Dímelo! -chilló Osborn, y volvió a hundirlo en el agua. Lo sacó, le rasgó el mono y le colocó la jeringa contra el bíceps.
– Por última vez -susurró Osborn-, dime la verdad.
– ¡Por favor, no! -Rogó Kanarack-. Por favor…
De pronto, Osborn relajó la presión. Había visto algo en la mirada de Kanarack que le decía que el tipo no mentía, que nadie mentiría en una situación como ésa.
– Dime un nombre -dijo Osborn-. ¿Quién te dio el contacto, quién te encargó el trabajo?
– Scholl… Erwin Scholl. Erwin, con E -dijo Kanarack, y recordó el rostro de Scholl. Un hombre alto y atlético en traje de tenis. En 1966, a Kanarack lo habían enviado a una casona en Long Island, recomendado para la faena por un coronel jubilado del ejército de Estados Unidos. Scholl se había mostrado amable. El acuerdo se saldó con un apretón de manos. Cada misión le reportaría veinticinco mil dólares en efectivo. Le daban el cincuenta por ciento para empezar y el resto se lo daría Scholl al terminar. Cumplida la tarea, había vuelto donde Scholl a cobrar. Este le pagó lo que le debía y, después de agradecerle ceremoniosamente, lo acompañó a la salida. Y luego, tan sólo unos minutos después, cuando Kanarack volvía a la ciudad, una limusina le había preparado una encerrona. Se bajaron dos tipos con armas automáticas. Pero Kanarack los liquidó a ambos con una escopeta y se dio a la fuga. Más tarde habían intentado acertarle en tres ocasiones sucesivas: en su piso, en un restaurante y en la calle. El los había eludido cada vez pero ellos siempre parecían saber dónde estaba o estaría, lo que significaba que sólo era una cuestión de tiempo que lo cercaran. Fue entonces cuando, con la ayuda de Agnés Demblon, elaboró su plan. Mató a su socio y quemó el cadáver en su propio coche para simular un ajuste de cuentas con la Mafia. Luego desapareció.
– ¿Erwin Scholl, de dónde? -preguntó Osborn, que seguía sosteniendo a Kanarack a pocos centímetros del agua pidiéndole que confirmara lo que había dicho.
– Long Island… una casa grande en la playa de Westhampton -dijo Kanarack.
– ¡Hostia, hijo de puta!
Osborn tenía lágrimas en los ojos. Se sentía totalmente desconcertado. Kanarack no era ningún salvaje enajenado que hubiera asesinado a su padre por mera perversión. Era un asesino profesional que cumplía con su trabajo. De pronto su crimen se había despersonalizado. Las emociones humanas no habían tenido nada que ver. No se trataba más que de una transacción comercial.