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Ahora volvía a surgir el mismo monstruoso porqué. Entonces se dio cuenta. Había sido un error, no había otra explicación. Tenía que haber sido un error. Volvió a apretarle el cuello a Kanarack.

– ¿Me estás diciendo que te cargaste al hombre que no debías? Confundiste a mi padre con otra persona…

Kanarack negó con un gesto de cabeza.

– No, era él. Los demás también.

Osborn se lo quedó mirando. ¡Aquello era una locura! ¡Imposible!

– ¡Hostia! -aulló-. ¿Por qué?

Kanarack miraba el torrente de agua a su alrededor. Se le hacía más fácil respirar y volvía a sentir los brazos y las piernas. Osborn sostenía la jeringa en la mano. Tal vez aún tenía una oportunidad. De pronto Osborn miró hacia un lado como si algo le hubiera distraído. Kanarack siguió su mirada. Un hombre alto de impermeable y sombrero bajaba por la rampa hacia ellos. Llevaba algo en la mano. Lo levantó.

Una fracción de segundo más tarde restalló un ruido parecido al de diez pájaros carpinteros picando al unísono. De pronto, el agua en torno a ellos comenzó a hervir. Osborn sintió que algo le golpeaba en el muslo y cayó hacia atrás. El agua seguía borboteando. Intentó levantarse y vio que el hombre del sombrero se adentraba en el agua con aquella cosa en la mano que seguía restallando.

Osborn se volvió, se hundió en el agua y nadó. Arriba, en la superficie, restallaban leves ruidos como perdigones. Bajo el agua, la escasa luz desapareció y Osborn nadó sin tener idea hacia dónde se dirigía. Golpeó contra algo que pareció enganchársele al cuerpo. Luego lo llevó la corriente y con aquello colgándole de la ropa, lo arrastró río abajo. Estaban a punto de reventarle los pulmones pero la fuerza de la corriente lo impulsaba hacia el lecho del río. Volvió a sentir aquella cosa que golpeaba contra él y se dio cuenta de que se le había enganchado. Intentó doblarse y librarse de ella. Era algo abultado como un tronco recubierto de musgo y parecía adherido a él. Sintió que los pulmones le reventaban hacia dentro.

Tenía que tragar aire. Fuera lo que fuese que se le había adherido, debía ignorarlo y hacer todo lo posible para salir a la superficie. Lanzó un fuerte golpe con los pies, se impulsó con los brazos y nadó hacia arriba.

Un instante después alcanzó el aire y comenzó a tragarlo desesperadamente a pulmón abierto. Al mismo tiempo se dio cuenta de que flotaba a una velocidad considerable. Miró a su alrededor y alcanzó a divisar la orilla distante del río. Volviéndose aún más vio los faros de los coches que circulaban por el camino del río y se dio cuenta de que se encontraba en medio del cauce, llevado por la recia corriente del Sena.

Aquello que se le había enganchado se soltó cuando él llegaba a la superficie, o al menos lo pensó porque ya no lo sentía. Fluía libre con la corriente cuando de pronto volvió a tocarlo. Se volvió y vio un objeto oscuro con una protuberancia musgosa en el extremo más cercano. Intentaba alejarlo cuando del agua emergió una mano, una mano humana que se le colgó del brazo. Osborn dejó escapar un chillido de terror e intentó desprenderse. Pero la mano lo tenía firmemente asido. Vio que lo que había confundido con musgo era el pelo de una cabeza. En la distancia resonó el rugido de un trueno. De pronto, la lluvia cayó torrencialmente. Osborn se estiró y mientras intentaba desesperadamente liberarse de los dedos que lo apretaban, aquella cosa salió a flote y se arrastró a su lado. El lanzó un grito e intentó separarla pero no se desprendió. Luego, a la luz de un relámpago vio que estaba mirando una sanguinolenta cuenca de ojo salvajemente desgarrado. La otra cuenca estaba completamente vacía, sólo un amasijo de carne donde el rostro había recibido el disparo. Un momento más tarde, aquella cosa se retorció hacia arriba y emitió un potente rugido. Luego la mano se quedó lacia y se desprendió de su brazo y lo que quedaba de Henri Kanarack se perdió en la corriente.

Cuando Henri Kanarack o Albert Merriman, como era su verdadero nombre, había seguido la mirada de Osborn, vio al hombre alto de impermeable y abrigo que bajaba por la rampa hacia ellos. Le pareció que había algo de familiar en él, como si lo hubiese visto antes. De pronto recordó que era el hombre que había visto entrar en Le Bois la noche después de matar a Jean Packard. Recordó que había permanecido en la entrada barriendo el local con la mirada. Luego recordó que sus ojos se habían fijado en él y que ambas miradas se encontraban. Recordó su alivio al ver que el hombre no era Osborn y que tampoco era policía. Había pensado que el hombre no era nadie.

Se había equivocado.

Capítulo 37

Viernes, 7 de octubre Nuevo México

A la 1.55 de la tarde, las 9.55 de la noche hora de París, Elton Lybarger se sentó en un sillón del salón envuelto con una bata y observó las sombras proyectadas por los imponentes montes de Sangre de Cristo que comenzaban a avanzar palmo a palmo por el valle, trescientos metros más abajo. Vestía mocasines Bass, pantalones beis y un yérsey de cuello alto. Sobre las rodillas sujetaba un walkman Sony con pequeños auriculares amarillos. Tenía cincuenta y seis años y escuchaba en el walkman los discursos selectos de Ronald Reagan.

Elton Lybarger había llegado al exclusivista asilo de ancianos de Rancho del Piñón desde San Francisco el tres de mayo, siete meses después de sufrir un grave infarto en un viaje de negocios a Estados Unidos proveniente de su Suiza natal. El ataque lo había dejado parcialmente paralizado e incapacitado para hablar. Ahora, casi un año más tarde, podía caminar con un bastón y vocalizar aunque lentamente, sin arrastrar la lengua.

A casi diez kilómetros, un Volvo plateado salió de la luz cegadora del desierto y entró en la densa sombra de la carretera de Paseo del Norte flanqueado por coniferas que conducía del valle al Rancho del Piñón. Al volante iba Joanna Marsh, una fisioterapeuta normal y corriente de treinta y dos años, un tanto regordeta, que durante los últimos cinco meses había recorrido el trayecto de dos horas desde su casa en Taos, ida y vuelta, cinco días a la semana. Aquélla sería su última visita a Elton Lybarger al Rancho del Piñón. Hoy viajarían hasta Sante Fe donde un helicóptero de alquiler los recogería para conducirlos a Albuquerque. Volarían a Chicago y allí harían el trasbordo con el vuelo 38 de American Airlines a Zúrich. Aquella noche, Elton Lybarger regresaba a casa con Joanna Marsh.

Se intercambiaron los adioses, se cerró la puerta del coche y con un saludo al guardia de seguridad a la entrada, Joanna condujo el Volvo a través de las puertas del Rancho del Piñón y salió al Paseo del Norte.

Miró a su lado y vio a Lybarger sonriendo con la mirada perdida en los campos. Durante todo el tiempo que lo había conocido, Joanna jamás lo había visto sonreír.

– ¿Sabe adonde vamos, señor Lybarger? -preguntó. Lybarger asintió con un gesto de cabeza.

– ¿Adonde? -preguntó ella, provocadora.

Lybarger no dijo nada y siguió mirando el paisaje mientras bajaban por la pronunciada y serpenteante pendiente que cortaba como un cuchillo el tupido bosque de coniferas.

– Venga, señor Lybarger, ¿adonde vamos? -Joanna no estaba segura si lo habría oído la primera vez o si había oído y no había entendido cabalmente. Aunque se había recuperado bastante bien del infarto, había ocasiones en que aún parecía no conectar con lo que le decían.

Lybarger se reacomodó en el asiento, se inclinó hacia delante y se afirmó en el tablero para mantener el equilibrio cuando el Volvo giraba en las vueltas del camino. Pero no respondió.

Al fondo del cañón, Joanna giró para entrar en la autopista 3 de Nuevo México en dirección a Taos. Fijó el piloto automático a cien kilómetros por hora y saludó a un grupo de ciclistas que pasaban vestidos con brillantes colores deportivos.