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– Son unos amigos de Taos -explicó con una sonrisa, y luego miró a Lybarger pensando que tal vez su silencio se debía a la emoción de su repentina libertad.

Lybarger estaba inclinado hacia delante estirando con su peso el cinturón de seguridad, mirándola como si acabara de despertar de un largo sueño y se encontrara absolutamente perdido.

– ¿Se siente bien? -preguntó Joanna, que de pronto temió que en ese momento estuviera sufriendo otro infarto porque entonces debería dar media vuelta y volver inmediatamente al asilo.

– Sí -contestó él, con voz queda.

Joanna lo observó un momento, luego se tranquilizó y sonrió.

– ¿Por qué no se relaja y descansa, señor Lybarger? Tenemos una larga tarde por delante.

Lybarger respondió reclinándose hacia atrás pero luego se volvió a mirarla. En su rostro aún se adivinaba el desconcierto.

– ¿Le sucede algo, señor Lybarger?

– ¿Dónde está mi familia? -preguntó él.

– ¿Dónde está mi familia? -volvió a preguntar Lybarger.

– Estoy segura de que estarán esperándolo -dijo Joanna, y se reclinó en su almohadilla en el asiento de primera clase y luego cerró los ojos. Volaban desde hacía menos de tres horas y según recordaba, el señor Lybarger le había hecho la misma pregunta once veces. No estaba segura si el hecho de que el viejo preguntara sin cesar se debía a un efecto perdurable del infarto o si de pronto se sentía fuera de lugar lejos del Rancho del Piñón. Tal vez la familia por la que insistía en preguntar fuera el personal que lo había acompañado durante tanto tiempo o puede que se tratara de la auténtica inquietud de que nadie lo esperara en Zúrich a su llegada. La verdad era que durante todo el tiempo que ella se había ocupado de él, ni una sola vez, por lo que ella sabía, habían venido a visitarlo. La única excepción era el doctor Salettl, un médico austríaco que había viajado a verlo seis veces desde Salzburgo. Joanna no sabía si la familia lo estaría esperando en el aeropuerto de Zúrich. Suponía que sí. Sin embargo, exceptuando a Salettl, el único contacto personal que había tenido con alguien que representara los intereses legales de Lybarger era su abogado que la había llamado a casa para solicitarle que acompañara a Lybarger a Suiza.

Aquello había sido algo totalmente inesperado y la había cogido desprevenida. Joanna apenas había viajado fuera de Nuevo México, incluso en Estados Unidos. La oferta de viajar en primera clase ida y vuelta, más cinco mil dólares de honorarios, era demasiado generosa como para renunciar a ella. Pagaría el préstamo del Volvo y aunque la estancia no iba a suponer mucho tiempo, sería una experiencia que de otro modo no tendría jamás. Además le alegraba poder viajar. Joanna se enorgullecía de cuidar especialmente de todos sus pacientes y el señor Lybarger no era ninguna excepción.

Al comenzar la rehabilitación, apenas podía sostenerse en pie y lo único que pedía era escuchar cintas en el walkman o mirar la televisión. Ahora, aunque seguía escuchando los casetes y miraba la tele vorazmente, era capaz de caminar fácilmente casi un kilómetro con bastón, solo y sin ayuda.

Saliendo de su ensueño, Joanna vio que la cabina estaba a oscuras y que la mayoría de los pasajeros dormían aunque aún no había terminado la película. Por primera vez en mucho rato Elton Lybarger estaba callado y Joanna pensó que dormía. Y luego vio que no. Tenía los audífonos puestos y seguía absorto en la película. Las películas, la televisión, los casetes desde el trash hasta los clásicos, los deportes o la política, la ópera y el rock and roll, Lybarger demostraba un apetito insaciable de aprender o de sentirse entretenido o ambas cosas a la vez. Lo que tanto lo intrigaba quedaba más allá de la comprensión de Joanna que lo atribuía a una especie de escapismo. Escapismo de qué o hacia qué, era algo de lo que no tenía idea.

Lo abrigó con la manta y se relajó en su asiento. Lo único que le preocupaba era haber dejado en una perrera a Henry, su San Bernardo de sólo un mes. Dado que vivía sola, no tenía a nadie que pudiera cuidar de él y pedir a los amigos que se encargaran de un cachorro de cuarenta kilos desbordante de energía era algo más allá de lo aceptable. De todos modos, sólo estaría ausente cinco días y Henry podría prescindir de ella.

Capítulo 38

St.ritmemim

Vera había intentado comunicarse con Paul Osborn desde las tres de la tarde. Había llamado cuatro veces sin obtener respuesta. Por quinta vez llamó a recepción y preguntó si por algún motivo el señor Osborn se había marchado del hotel. La respuesta fue no. ¿Tal vez alguien lo había visto durante el día? El recepcionista la comunicó con el conserje del hotel, y ella volvió a preguntar lo mismo. Un ayudante del conserje dijo que había visto al señor Osborn aquella tarde pasar de la recepción hacia los ascensores y que seguramente se dirigía a su habitación. Cierta inquietud que Vera había relegado conscientemente a segundo plano se hizo patente ahora como temor.

– He llamado a su habitación varias veces y no me responden. ¿Podrían mandar a alguien para asegurarse de que está bien? -preguntó. No quería pensar en la sucinilcolina ni en los experimentos que Osborn estaba llevando a cabo.- Estaba segura de que como médico Osborn era muy competente, conocía perfectamente su trabajo y sabía por qué lo hacía. Pero cualquiera podía cometer un error y la sucinilcolina era una droga con la que no se podía jugar. Una sobredosis por accidente bastaría para ahogarse.

Vera colgó y miró el reloj. Eran las siete menos cuarto de la tarde.

Diez minutos más tarde sonó el teléfono. El conserje del hotel le comunicó que el señor Osborn no estaba en su habitación. El empleado vaciló un momento y luego preguntó si se trataba de un pariente. A Vera se le aceleró el pulso.

– Soy una amiga. ¿Qué sucede? -preguntó.

– Parece ser que… -dijo el conserje titubeando buscando la palabra adecuada-, parece ser que ha habido algunas «dificultades» en la habitación del señor Osborn. Hay muebles que han sufrido ciertos percances.

– ¿Percances? ¿Dificultades? ¿De qué está hablando?

– Señorita, si fuera tan amable de darme su nombre. Ya hemos llamado a la policía. Puede que quieran hablar con usted.

Los inspectores Barras y Maitrot de la Prefectura Central de Policía de París habían recibido la llamada de la administración del hotel en la que se informaba que había ciertos signos de desorden en la habitación de un cliente, un médico americano registrado con el nombre de Paul Osborn. Ninguno de los dos supo qué pensar. La cadena del lado interior de la puerta estaba destrozada, al parecer por alguien que había forzado la entrada. La habitación estaba enteramente patas arriba. La gran cama doble se había desplazado a un lado y había una mesa en el suelo. Una botella de Johnny Walker etiqueta negra, al lado, estaba milagrosamente intacta. Una lámpara junto a la cama colgaba a unos centímetros del suelo. Había caído de la mesa pero el cable la había detenido justo antes de estrellarse contra el suelo.

La ropa de Osborn aún estaba en la habitación, al igual que su neceser de aseo y su maletín con documentos profesionales, sus cheques de viaje y su billete de avión, y un bloc de notas del hotel con varios números de teléfono. En el suelo, debajo de la televisión, había una edición del periódico del día abierto en la página de espectáculos. Había un cine del Boulevard des Italiens marcado con un círculo.

Barras cogió el bloc de notas del hotel y se sentó a mirar los números de teléfono.

Reconoció uno de ellos de inmediato, el suyo, en las oficinas de la prefectura. Otro número correspondía a una agencia de alquiler de coches. Habría que buscar los otros cuatro números. Uno de ellos correspondía a Kolb International. Otro, a un cine de arte y ensayo en el Boulevard des Italiens, el mismo que había marcado en el periódico. El tercer número era de un piso en la isla Saint Louis y tenía como abonado a Vera Monneray, el mismo nombre y número que había dado el conserje del hotel. El último número correspondía a una pequeña panadería situada en los aledaños de la estación del Norte.