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– ¿Sabes qué es esto? -Barras levantó la mirada. Maitrot salía del cuarto de baño con un frasquito entre el pulgar y el índice. A pesar de que no había pruebas de que se hubiera cometido un delito, era la habitación de Paul Osborn y había suficiente desorden para despertar las sospechas de los inspectores. Barras y Maitrot se habían puesto guantes de hule para no borrar las huellas dactilares y para no alterar la escena de los hechos con su mera presencia.

Barras cogió la botella de manos de Maitrot y la observó minuciosamente.

– Cloruro de sucinilcolina -leyó en la etiqueta. Se la devolvió a su colega negando con la cabeza-. No tengo idea de lo que es. Pero es una receta de París. Localiza la procedencia -dijo.

En ese momento, un policía uniformado entró en la habitación acompañando al conserje del hotel. Vera estaba junto a él.

– Señores, ésta es la dama que ha llamado por teléfono.

Paul Osborn no sabía nada más que de oscuridad y humedad. Estaba tendido boca abajo sobre la arena. Al volver en sí no sabía ni del lugar ni la hora. Escuchó el rugido de las aguas y se alegró de haber escapado a la corriente. Exhausto, sintió que el sueño lo vencía sumiéndolo en una oscuridad aún más negra que la que lo rodeaba y de pronto se dio cuenta de que era la muerte, que si no hacía algo rápidamente, moriría.

Levantó la cabeza y lanzó un grito pidiendo ayuda. Pero no había más que silencio y el fluir de la corriente. ¿Quién lo iba a escuchar, de todos modos, en la oscuridad cerrada de la noche, perdido quién sabe dónde? Pero el miedo de morir y el esfuerzo del grito habían estimulado su ritmo cardíaco y se le despertaron los sentidos. Sintió el dolor por primera vez, una pulsación dolorosa en el dorso del muslo izquierdo. Se dobló para tocársela y palpó la sangre tibia y pegajosa.

– Maldita sea -gruñó entre dientes.

Se levantó sobre los codos e intentó situar dónde estaba. El suelo era blando, una mezcla de musgo y arena suelta. Estiró la mano izquierda y tocó el agua. Se volvió hacia la derecha y sintió que con el rostro rozaba algo parecido a un árbol caído. Había llegado a la orilla de alguna manera, gracias a su propia fuerza o arrojado por la corriente. Inmediatamente después recordó al hombre del embarcadero. El hombre alto del sombrero que, indudablemente, les había disparado a ambos. De pronto se le ocurrió que tal vez aquel hombre lo había seguido y esperaba oculto a que el tiempo acabara lo que él había empezado. Osborn no sabía cuan graves eran sus heridas, cuánta sangre había perdido ni si lograría levantarse. Pero tenía que intentarlo. No podía quedarse donde estaba aunque el hombre alto estuviera en las cercanías, porque era seguro que se desangraría hasta morir.

Se arrastró y buscó un asidero en el árbol caído. Con una mano se acercó. Un dolor cortante lo recorrió y dejó escapar un grito sin darse cuenta. Mientras se recuperaba no se movió, con todos los sentidos alerta. Si el hombre alto se encontraba en las cercanías, el grito lo conduciría directamente hasta él. Aguantó la respiración pero sólo oyó el fluir del río.

Se desabrochó el cinturón y se lo sacó, se lo colocó en el muslo izquierdo por encima de la herida y lo cerró. Buscó un palo, lo introdujo en el cinturón y le dio vueltas hasta que el cuero se tensó como un torniquete. Transcurrió casi un minuto hasta que empezó a sentir que perdía sensibilidad y el dolor disminuía. Sujetó el torniquete con la mano izquierda y se arrastró hasta el árbol con la derecha. Debatiéndose logró colocar su pierna sana debajo y se levantó al cabo de un momento. Volvió a detenerse para escuchar. Sólo oyó el agua que fluía río abajo.

Buscó a tientas en la oscuridad y encontró una rama seca del grueso de su muñeca, y la quebró. Sintió un peso en el bolsillo de la chaqueta. Se apoyó en el árbol, hurgó en él y sus dedos se cerraron sobre el acero de la pistola automática que le había quitado a Henri Kanarack. Se había olvidado de ella y le sorprendió que no la hubiera perdido en su periplo por las aguas. No tenía la menor idea de si funcionaba o no. De todos modos, el solo hecho de sostenerla le ofrecía una ventaja sobre muchas personas. Tal vez podía incluso ganar algo de tiempo frente al hombre alto. Cogió la rama y, sirviéndose de ella como muleta y bastón a la vez, comenzó a caminar en la oscuridad alejándose del río.

Capítulo 39

Sábado, 8 de octubre 3.15

Agnés Demblon estaba sentada en el salón de su piso, fumando el segundo paquete de Gitanes desde la medianoche con la mirada fija en el teléfono. Aún llevaba el mismo traje arrugado con que había ido al trabajo el viernes durante todo el día. No había comido ni se había lavado los dientes. A esa hora, Henri tendría que haber llegado o al menos haber llamado por teléfono. Ya debería haber tenido noticias suyas, pero no era así. Algo había funcionado mal, estaba segura, pero no sabía qué era. Aunque el americano fuera un profesional, Kanarack lo habría despachado con la misma eficiencia que había demostrado con Jean Packard.

¿Cuántos años habían pasado desde la primera vez que Kanarack le había tirado del pelo y le había levantado el vestido? Estaban en medio del patio de la escuela de la calle Dos en Bridgeport, Connecticut. Cuando aquello sucedió, Agnés cursaba primero de básica y Henri Kanarack – ¡no, Albert Merriman!- el cuarto. Él había sido el protagonista del incidente y después de lanzar una risotada se había marchado a paso lento con sus amigos a hostigar a un chico gordo, a propinarle un puñetazo y hacerle llorar. Esa misma tarde Agnés se vengó. Lo siguió a casa desde la escuela y se le acercó por detrás cuando se detuvo a observar algo. Empinándose todo lo que podía, sostuvo una enorme piedra con ambas manos y la dejó caer sobre su cabeza. Kanarack se cayó y ella recordaba que sangraba mucho y que había llegado a pensar que lo había matado. De pronto, él la cogió por un tobillo y ella echó a correr. Aquel episodio fue el comienzo de una relación que habría de durar más de cuarenta años. Era curioso que gente con rasgos parecidos se buscara siempre desde el principio.

Agnés se levantó y apagó un Gitane en el cenicero repleto de colillas. Eran las tres y media de la mañana. Los sábados, la panadería estaba abierta hasta el mediodía.

En menos de dos horas tendría que ir al trabajo. Luego recordó que Henri se había llevado su coche. Tenía que coger el metro si es que estaba abierto a esa hora. No lo sabía. Había pasado tanto tiempo desde la última vez.

Pensando que tal vez tendría que llamar un taxi entró en su habitación, se sacó la ropa y se puso la bata. Puso la alarma a las cinco menos cuarto y se acostó en la cama. Se cubrió con la manta, apagó la luz y se relajó. Si lograba dormir setenta y cinco minutos era mejor que nada.

En la acera de enfrente Bernhard Oven, el hombre alto, sentado al volante de un Ford verde miró su reloj. Eran las tres treinta y siete de la madrugada.

En el asiento tenía a su lado un pequeño aparato rectangular similar al mando a distancia de un televisor con algo parecido a un cronómetro digital en el ángulo superior izquierdo. Oven lo cogió y lo fijó en tres minutos y treinta y tres segundos. Puso en marcha el motor del coche y pulsó una tecla roja en el ángulo inferior derecho del artilugio negro. El reloj se activó y comenzó una cuenta atrás en décimas de segundos hacia el 0.0.00.