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Vera sonrió.

– Hablas mucho cuando estás jodido. Sobre todo de hombres. Henri Kanarack, Jean Packard, tu padre.

En la distancia escucharon la sirena de una ambulancia y la sonrisa se le borró del rostro.

– He ido a la policía -dijo.

– ¿A la policía?

– Anoche. Estaba preocupada. Buscaron en tu habitación del hotel y encontraron la sucinilcolina. No saben qué es ni para qué sirve.

– Pero tú sí lo sabes…

– Ahora lo sé, sí.

– Me resultaba muy difícil contártelo, ¿no crees? -A Osborn le pesaban los párpados y comenzaba a perder el sentido-. ¿La policía? -preguntó, con voz débil.

Vera se levantó, fue al otro lado de la habitación y encendió una pequeña lámpara en un rincón y apagó la del techo.

– No saben que estás aquí -dijo-. Al menos, no lo creo. Cuando encuentren el coche de Kanarack con tus huellas vendrán a preguntarme si te he visto o si he hablado contigo.

– ¿Qué les dirás?

Vera veía que Osborn intentaba mantener el control de la situación y que quería saber si había cometido un error al llamarla o si podía confiar en ella. Pero estaba demasiado agotado. Los párpados se le cerraron y se volvió a hundir lentamente en la almohada.

Ella se inclinó sobre él y le rozó la frente con los labios.

– Nadie lo sabrá -dijo-. Lo prometo.

Osborn no la oyó. Ahora caía, dando tumbos. No estaba en sus cabales. Jamás la verdad había sido tan rotunda ni tan horripilante. Él había querido ser médico porque deseaba mitigar el sufrimiento y el dolor a sabiendas de que jamás podría sanar su propio dolor. La gente no veía más que la imagen de un médico atento y preocupado. Jamás habían visto la otra cara de su personalidad porque no existía. No había nada y jamás habría nada hasta que murieran los demonios que la habitaban. Henri Kanarack sabía cosas que podrían haberlos matado pero no había sucedido así. De pronto su caída se interrumpió y abrió los ojos. Era otoño en New Hampshire y él estaba en el bosque con su padre. Los dos reían y saltaban sobre las piedras para cruzar una laguna. El cielo era azul, las hojas brillaban y el aire estaba seco y puro.

En aquel entonces tenía ocho años.

Capítulo 42

– ¡Hola, McVey! -saludó Benny Grossman. Con la misma rapidez le dijo que lo llamaría inmediatamente y colgó. Era el sábado por la mañana en Nueva York y media tarde en Londres.

En la diminuta habitación del hotel de la calle de la Media Luna que Interpol le había ofrecido tan generosamente, McVey se sirvió una medida de dos dedos de whisky Famous Grouse en un vaso sin hielo -en el hotel no tenían hielo- y esperó que Benny volviera a llamar.

Había pasado la mañana con Ian Noble, con el doctor Michaels, el joven patólogo de la Oficina Central y el doctor Stephen Richman, el especialista en micropatología que había descubierto el frío extremo a que se había sometido la cabeza cercenada de John Doe.

Después de una minuciosa búsqueda ordenada por Scotland Yard, ninguna de las dos empresas de suspensión criogénica de Gran Bretaña, Cryonetic Sepulture, en Edimburgo, o Cryo-Mastaba of Camberwell, en Londres, había denunciado la desaparición de una cabeza o de todo el cuerpo de uno de sus «huéspedes». Así, a menos que existiera una empresa de suspensión criónica sin licencia o que alguien anduviese por Londres con una criocápsula portátil llena de cuerpos o trozos de cuerpos congelados a menos de trescientos grados Fahrenheit, tenían que descartar la idea de que John Doe hubiera solicitado que le congelaran la cabeza por voluntad propia.

McVey, Noble y el doctor Michaels desayunaron y se dirigieron al despacho y laboratorio de Richman en Gower Mews. Richman ya había examinado el cadáver de John Cordell, el cuerpo decapitado hallado en un pequeño piso frente al terreno de juego de la Catedral de Salisbury. Las radiografías del cadáver de Cordell revelaban dos tornillos en la juntura de una fisura del grosor de un cabello en la parte inferior de la pelvis. Era probable que se hubieran extraído los tornillos una vez sellada la fisura si el paciente hubiera vivido suficiente tiempo.

Los análisis metalúrgicos que Richman había realizado sobre los tornillos revelaban unas fracturas microscópicas del grosor de un hilo de telaraña, lo cual confirmaba a todas luces que el cuerpo de Cordell también había sido sometido a una congelación extrema a temperaturas que se aproximaban al cero absoluto, al igual que la cabeza de John Doe.

– ¿Por qué? -preguntó McVey.

– Sin duda todo eso forma parte de la pregunta -dijo Richman, y abrió la puerta del diminuto laboratorio. Allí dentro habían observado las diapositivas comparadas de los tornillos en el cadáver de Cordell y las fallas de la placa metálica en la cabeza de John Doe. Richman los condujo por un pasillo de paredes amarillas verdosas hasta su despacho.

Stephen Richman bordeaba los sesenta, era de mediana estatura pero tenía la corpulencia que se adquiere con el trabajo físico a temprana edad.

– Perdonen el desorden -dijo al abrir la puerta de su despacho-. No estaba preparado para acoger una partida de póquer.

Su lugar de trabajo era algo más espacioso que un armario, la mitad de la habitación de McVey en el hotel. Sobre montones de libros, periódicos, correspondencia, cajas de cartón y pilas de casetes de vídeos, se equilibraban docenas de frascos donde flotaban órganos de quién sabe cuántas especies, hasta tres o cuatro por frasco. Entre toda aquella amalgama de objetos había una ventana, la mesa de trabajo y la silla de Richman. Otras dos sillas estaban sepultadas bajo pilas de libros y carpetas que Richman no tardó en poner a un lado para hacer sitio a sus visitas. McVey dijo que permanecería de pie pero Richman dijo que por ningún motivo y desapareció en busca de una tercera silla. Quince largos minutos más tarde reapareció tirando de una silla de secretaria a la que le faltaba una rueda, rescatada de un almacén en el sótano.

– La pregunta, inspector McVey -dijo Richman, cuando todos estuvieron sentados respondiendo a la pregunta hecha por McVey casi media hora antes como si la hubiera formulado entonces-, no es tanto «por qué» sino «cómo».

– ¿Qué quiere decir? -inquirió McVey.

– Quiere decir que estamos hablando de tejidos humanos -respondió Michaels, como dándolo por sentado-. Los experimentos con temperaturas que se aproximan al cero absoluto se llevan a cabo fundamentalmente con sales y algunos metales como el cobre. -De pronto se percató de que estaba cometiendo una falta de cortesía-. Perdón, doctor Richman -se excusó-. No tenía la intención de…

– No tiene importancia, doctor -sonrió Richman, y luego miró a McVey y al comandante Noble-. Lo que deben comprender es que todo esto se presta a mucha mixtificación en la ciencia. Sin embargo, lo esencial es que la tercera ley de termodinámica dice básicamente que la ciencia no puede alcanzar jamás el cero absoluto porque, entre otras cosas, daría lugar a un estado de orden perfecto. Un orden atómico.

Noble tenía una expresión vacía, al igual que McVey.

– Todos los átomos están compuestos de electrones que giran en torno a un núcleo compuesto de protones y neutrones. Lo que sucede cuando las sustancias se enfrían es que disminuye el movimiento normal de estos átomos y de sus partes. A menor temperatura, menor movimiento. Ahora bien, si concentramos críticamente un imán externo sobre estos átomos que se mueven a poca velocidad, crearíamos un campo magnético donde se podrían manipular los átomos y sus partes y hacer prácticamente lo que quisiéramos. En términos teóricos, si se alcanza el cero absoluto, podríamos hacer no prácticamente, sino exactamente lo que quisiéramos porque se habría detenido toda actividad.

– Eso nos lleva otra vez a la pregunta de McVey -dijo Noble-. ¿Por qué? ¿Por qué congelar cuerpos decapitados y una cabeza hasta ese grado, suponiendo que se pudiera alcanzar esa temperatura?