McVey ya empezaba a conocer los vericuetos del aeropuerto. A la velocidad a que se sucedían los acontecimientos, apenas se había marchado de París y ya tenía que regresar veinticuatro horas después.
Al llegar a la ciudad, el agente de Lebrun cruzó el Sena y tomó la dirección de la Porte d'Orleans. Con su acento inglés algo torpe le comunicó a McVey que el inspector Lebrun se encontraba en la escena de un crimen y que quería que se reunieran allí.
La lluvia volvía a caer cuando avanzaban a lo largo de media manzana ocupada por camiones de bomberos y por una apretada masa de curiosos apartados por los gendarmes. Se detuvieron frente a los restos humeantes de un edificio de apartamentos. El agente bajó del coche y condujo a McVey por un entramado de mangueras de alta presión, entre bomberos sudorosos que seguían lanzando chorros de agua sobre los rescoldos vivos.
El edificio estaba totalmente destruido. El techo y el último piso habían volado por los aires. Las escaleras metálicas de incendio, retorcidas, derretidas y arqueadas en todos los sentidos como trozos inconclusos de autopistas en el aire, colgaban peligrosamente de las plantas superiores, sujetas a secciones de la obra que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento. Entre una y otra planta, a través de los marcos quemados de las ventanas, se divisaban las vigas calcinadas que habían sostenido las paredes y los techos de los apartamentos.
Por encima de todo, a pesar de la lluvia que no paraba de caer, flotaba un hedor inconfundible a carne quemada.
Dejando atrás un montón de escombros, el agente llevó a McVey hasta la parte trasera del edificio donde Lebrun, junto a los inspectores Barras y Maitrot, bajo los faros portátiles, conversaban con un hombre corpulento que vestía chaqueta de bombero.
– ¡Ah, McVey! -Exclamó Lebrun cuando lo vio aparecer bajo la luz-. Ya conoce a los inspectores Barras y Maitrot. Le presento al capitán Chevalier, del parque de bomberos de la Porte d'Orleans.
– Capitán Chevalier. -McVey y el jefe de bomberos se estrecharon las manos.
– ¿Ha sido premeditado? -preguntó McVey, volviendo a mirar las ruinas.
– Sí -afirmó Chevalier, y dio una breve explicación en francés.
– El incendio ha sido intenso y muy rápido y activado por un ingenio sumamente sofisticado, probablemente una carga incendiaria de origen militar -tradujo Lebrun-. No tuvieron ninguna oportunidad. Veintidós personas. Todas han muerto.
Pasó un rato largo antes de que McVey hablara.
– ¿Tienen alguna idea de por qué lo han hecho? -preguntó finalmente.
– Sí -dijo Lebrun, tajante, sin querer ocultar su ira-. Una de las víctimas era el propietario del coche que conducía Albert Merriman cuando su amigo Osborn lo encontró.
– Lebrun -dijo McVey, con voz queda, pero firme-. En primer lugar, Osborn no es amigo mío. En segundo lugar, si me permite una especulación, le diré que el coche de Merriman pertenecía a una mujer.
– Es una especulación acertada -dijo Barras, en inglés.
– Se llamaba Agnés Demblon.
Lebrun abrió los ojos.
– McVey, usted me asombra realmente.
– ¿Qué saben de Osborn? -preguntó McVey, sin hacer caso del cumplido.
– Encontramos el Peugeot de alquiler aparcado en una calle de París a más de un kilómetro de su hotel. Tenía tres multas de estacionamiento, de modo que no se movió desde ayer a primera hora de la tarde.
– ¿No hay noticias de él desde entonces?
– Hemos lanzado un aviso a todas las unidades y la policía provincial está rastreando el campo entre el lugar donde apareció Merriman y donde se encontró su coche.
A unos metros, dos fornidos bomberos sacaron los restos calcinados de una cuna de recién nacido a través de una puerta abierta y la dejaron caer en el suelo junto a los restos chamuscados de un somier. McVey los observó y luego se volvió hacia Lebrun.
– Vamos al lugar donde encontraron el coche de Merriman -dijo.
Las luces amarillas del Ford blanco de Lebrun cortaban la oscuridad. De pronto giraron y cogieron el camino que bordeaba el Sena hacia el parque donde la policía había encontrado el Citroen de Agnés Demblon.
– Se hacía llamar Henri Kanarack. Trabajaba en una panadería próxima a la estación del Norte desde hace unos quince años. Agnés Demblon era la contable -dijo Lebrun, y encendió un cigarrillo con el encendedor del coche-. Es evidente que había algo entre ellos. Pero tendremos que adivinar de qué se trataba porque resulta que Kanarack estaba casado con una francesa, una tal Michéle Chalfour.
– ¿Cree que el incendio lo provocó ella?
– No lo descartaré hasta que hablemos con ella. Pero si no era más que un ama de casa y al parecer así es, dudo que haya tenido acceso a ese tipo de material incendiario.
Los inspectores Barras y Maitrot revisaron el piso de Henri Kanarack en la avenida Verdier, en Montrouge, y no consiguieron encontrar nada. Estaba prácticamente vacío. Quedaban unas cuantas prendas de Michéle, un montón de catálogos de ropa de recién nacido, media docena de facturas sin pagar y algo de comida en la alacena y en la nevera. No había nada más. Era evidente que los Kanarack se habían marchado apresuradamente.
A esas alturas, lo único que sabían con certeza era que Henri Kanarack/Albert Merriman estaba en la morgue. El paradero de Michéle Kanarack era totalmente desconocido. Una búsqueda en hoteles, hospitales, asilos, morgues y comisarías no había arrojado ningún resultado. Tampoco había sido más fructífera la búsqueda de Michéle por su apellido de soltera. La mujer de Kanarack no tenía licencia de conducir ni pasaporte, ni siquiera un carnet de biblioteca bajo ninguno de los dos apellidos. Tampoco había fotos de ella en el piso ni en la cartera de Merriman/Kanarack. Como resultado, lo único que tenían era un nombre. Sin embargo, Lebrun ordenó hacer circular una orden de búsqueda por toda Francia. Tal vez la policía local diera con algo.
– ¿Cómo mataron a Merriman? -preguntó Mc-Vey, mientras registraba mentalmente el paisaje al salir de la autopista y entrar en el camino de tierra que bordeaba el parque.
– Una Heckler & Koch MP-5K, automática. Probablemente con silenciador.
McVey entrecerró los ojos. Una Heckler & Koch MP-5K era un arma asesina, una metralleta ligera con un cargador de treinta balas de nueve milímetros. Solían usarla los terroristas y era una de las armas preferidas de los narcotraficantes.
– ¿La encontraron?
Lebrun apagó el cigarrillo y disminuyó la velocidad para que el Ford sorteara una sucesión de charcos.
– No, me lo han dicho los forenses y los de balística. Un equipo de buzos ha estado buscando durante toda la tarde pero no encontraron nada. Hay una corriente muy fuerte a lo largo de esta zona. Eso fue lo que arrastró a Merriman tan lejos y tan rápido.
Lebrun detuvo el coche al borde de los árboles.
– A partir de aquí, caminaremos -anunció, y sacó una potente linterna de debajo del asiento.
La lluvia había cesado y entre las nubes asomaba la luna. Los dos policías bajaron del coche y se dirigieron hacia la rampa de tierra que llegaba hasta el río.
Caminando, McVey miró por encima de su hombro. Alcanzaba a divisar las luces del tráfico del sábado por la noche fluyendo junto al Sena.
– Cuidado por donde camina. Está resbaladizo aquí -dijo Lebrun al llegar al desembarcadero más abajo. Con un movimiento de la linterna le mostró a McVey las huellas que había dejado el coche de Agnés Demblon al ser retirado por la grúa.
– Ha llovido demasiado -dijo Lebrun-. Si hubiera habido huellas de pies en este sector, se habrían borrado antes de que nosotros llegáramos.
– ¿Me permite? -preguntó McVey, y estiró la mano para que Lebrun le pasara la linterna. Proyectó la luz hacia el agua y calculó la velocidad de la corriente cerca de la orilla. Luego iluminó el suelo y se agachó para estudiarlo.