Una repentina salva de aplausos estalló cuando dos camareros entraron por un lado de la sala trayendo un pastel enorme rebosante de velas que colocaron ante Elton Lybarger. Pascal Von Holden apoyó la mano en el brazo de Joanna.
– ¿Se puede quedar? -preguntó.
Joanna desvió la mirada del jolgorio en torno a la mesa de Lybarger y se volvió.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó.
Von Holden sonrió y las arrugas de su rostro bronceado se hicieron blancas.
– Quiero decir, ¿se puede quedar aquí en Suiza para continuar su trabajo con el señor Lybarger?
Joanna deslizó una mano nerviosa por el pelo que acababa de lavarse.
– ¿Yo, quedarme aquí?
Von Holden asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto tiempo?
– Una semana, tal vez dos. Hasta que el señor Lybarger se encuentre físicamente más cómodo en su casa.
Joanna estaba totalmente desconcertada. Durante toda la noche había estado mirando su reloj preguntándose en qué momento volvería a su habitación para guardar los regalos y chucherías que le había ayudado a comprar Von Holden para sus amigos durante el paseo por Zúrich aquella tarde. ¿A qué hora se dormiría? ¿De cuánto tiempo dispondría para levantarse y salir al aeropuerto para coger su vuelo al día siguiente?
– Mi… Mi perro -balbuceó. No se le había ocurrido quedarse en Suiza. La idea de pasar unos días fuera del nido que se había construido le parecía abrumadora.
Von Holden sonrió.
– Cuidaremos de su perro mientras esté ausente, desde luego. Mientras permanezca aquí, tendrá sus propias dependencias en casa del señor Lybarger.
Joanna no sabía qué pensar, qué responder o cómo reaccionar. Hubo una ronda de aplausos en la mesa de Lybarger cuando éste apagó las velas. Una vez más, salida de la nada, apareció la orquesta de fanfarria y tocaron Porque es un muchacho excelente.
Sirvieron café y digestivos, acompañado de unos dados de chocolate suizo. La señora rolliza ayudó a Lybarger a cortar el pastel y los camareros llevaron los platos a las mesas.
Joanna probó el café y bebió un sorbo de un excelente coñac. El licor le calentó el cuerpo y se sintió bien.
– Sin usted se sentirá incómodo, inseguro, Joanna. Quédese, por favor. -La sonrisa de Von Holden era generosa y sincera. Además, por la manera en que le había pedido que se quedara, parecía que fuera él y no Lybarger quien la necesitaba. Bebió otro poco de coñac y sintió que se sonrojaba.
– Bueno, de acuerdo -oyó que decía-. Si es tan importante para el señor Lybarger, por supuesto que me quedaré.
La orquesta había comenzado a tocar un vals vienes y la joven pareja de alemanes se levantó a bailar. Joanna vio que se levantaban también otros.
– ¿Joanna?
Se volvió y vio a Von Holden de pie detrás de su silla.
– ¿Me permite? -preguntó.
Una gran sonrisa se le dibujó en el rostro.
– Sí, ¿por qué no? -dijo. Se incorporó y él le retiró la silla. Un momento después pasaron junto a Elton Lybarger y se unieron a los demás en la pista de baile. Siguiendo los divertidos compases de la orquesta, Von Holden la cogió en sus brazos y bailaron.
Capítulo 46
– Siempre les digo a los chicos que no duele. Sólo un pequeño tirón bajo la piel -dijo Osborn mientras Vera introducía en una jeringa los 5 ml de la dosis de antitétanos-. Ellos saben que miento y yo sé que miento. No sé por qué se lo digo.
Vera sonrió.
– Se lo dices porque es tu trabajo. -Sacó la aguja, la quebró, envolvió la jeringa en papel higiénico, hizo lo mismo con el frasco y lo metió todo en el bolsillo de la chaqueta-. La herida está limpia y curándose bien. Mañana empezaremos con tus ejercicios.
– ¿Y luego, qué? No puedo quedarme aquí el resto de mi vida -dijo Osborn, malhumorado.
– Tal vez termines deseándolo -dijo ella, y dejó caer un periódico sobre la cama. Era la última edición de Le Fígaro-. Mira la segunda página.
Osborn lo abrió y observó dos fotos ampliadas y de textura granulosa. Una de ellas era la suya en la foto de fichaje de la policía de París. En la segunda, la policía transportaba un cadáver cubierto con una manta por una inclinada pendiente junto al río. Entre ambas había un texto en francés: «Médico americano sospechoso del asesinato de Albert Merriman.»
Vale, o sea que habían encontrado el Citroen y sus huellas. Ya sabía que sucedería. No había por qué sorprenderse. Pero…
– ¿Albert Merriman? ¿De dónde habrán sacado eso?
– Era el verdadero nombre de Henri Kanarack. ¿Sabías que era americano?
– Podía haberlo imaginado, por su acento.
– Era un asesino profesional.
– Eso me dijo -dijo Osborn, y de pronto vio a Kanarack mirándolo en medio de la corriente, aterrorizado por la idea de que Osborn le administrara otra dosis de sucinilcolina. Oyó el grito de pánico que había lanzado Kanarack como si estuviera en la habitación junto a él en ese momento.
– Me pagaron…
Osborn volvió a sentir el impacto de la incredulidad. Su padre fríamente asesinado por una historia de negocios.
– Erwin Scholl -había dicho Kanarack.
– ¡No! -gritó Osborn.
Vera lo miró, sorprendida. Osborn tenía la mandíbula tensa y la mirada perdida en el vacío. -Paul…
Osborn se volvió y deslizó las piernas hacia el borde de la cama. Algo inseguro logró ponerse de pie vacilante, blanco como una hoja de papel, con la mirada totalmente ausente. El sudor se le acumuló en la frente y el pecho se le agitaba ruidosamente a cada aliento. Empezaba a sentir el efecto de todo lo sucedido. Estaba a punto de desmoronarse y lo sabía pero no podía hacer nada para remediarlo.
– Paul… -murmuró Vera, y se acercó a él-. No pasa nada, no pasa nada-Volvió rápidamente la cabeza para mirarla y entrecerró los ojos. Vera estaba loca. Su razonamiento provenía del mundo exterior donde nadie entendía.
– ¡Ya lo creo que pasa! -exclamó, la voz enronquecida por la ira. Era la ira de un niño afligido-. Crees que puedo lograrlo, ¿no? Pues bien, resulta que no puedo.
– ¿Que no puedes lograr qué? -preguntó Vera, con voz calmada.
– ¡Ya sabes lo que quiero decir!
– No, no lo sé…
– ¡Y una mierda que no lo sabes!
– No…
– ¿Quieres que te lo diga?
– ¿Decirme qué?
– Que… que -balbuceó-, ¡que no podré encontrar a Erwin Scholl! Vale, ¡no podré encontrarlo! ¡Se acabó! ¡No pienso empezar todo desde el principio! ¡Así que no vuelvas a preguntar! ¿Me has entendido, Vera? ¡No me lo preguntes, porque no quiero! ¡Y no quiero porque no puedo!
De pronto vio que su pantalón colgaba del respaldo de una silla junto a la mesa de la ventana y quiso cogerlo. Dio un paso adelante pero la pierna herida no respondió y alcanzó a lanzar un grito. Vio que el techo giraba y luego cayó de espaldas contra el suelo. Durante un momento permaneció inmóvil. Luego oyó que alguien sollozaba y se le nubló la vista. Oyó que alguien decía: «sólo quiero ir a casa, por favor». Aquello lo confundió porque era su propia voz, aunque era una voz mucho más joven, ahogada por las lágrimas. Desesperado volvió la cabeza buscando a Vera, pero no vio más que una luz borrosa y gris.
– ¡Vera… Vera! -Gritó, aterrado de pronto con la idea de que le pasaba algo en los ojos-. ¡Vera!
En algún lugar no muy lejos oyó unos golpes sordos, un ruido que no reconoció. Luego sintió que una mano le acariciaba el pelo y se percató de que estaba apoyado contra el pecho de Vera y que el ruido sordo era el latido de su corazón. Al cabo de un rato sintió su propia respiración. Vio que ella estaba en el suelo junto a él desde hacía un rato, que lo sostenía y lo mecía suavemente en sus brazos. De todos modos no lograba tener una visión clara y no sabía por qué. Luego se dio cuenta de que lloraba.