– Venía pensando en eso en el avión desde Londres. Resulta que Interpol solicita y consigue información clasificada horas antes de que se le haya informado al inspector responsable de la investigación que hay una huella dactilar que podría conducir, eventualmente, a la misma información. Eso sólo si el investigador sabe lo que se trae entre manos.
»Aunque parezca un poco raro, bueno, uno tiene que decir, vale, tal vez son los procedimientos internos. Puede que estén simplemente verificando que su sistema de comunicaciones funciona. Tal vez quieran saber si el investigador es bueno. O quizás hay alguien jugando con un nuevo programa informático. Nunca se sabe. Si sólo fuera eso, uno dice vale, dejémoslo correr.
»El problema es que, un día después, aparece este mismo tipo, alguien que se supone lleva más de veinte años muerto, lo saca usted del Sena y resulta que está acribillado con una Heckler & Koch automática. Dudo sinceramente de que haya sido obra de un ama de casa enfurecida.
– Amigo mío -dijo Lebrun, incrédulo-, usted me está diciendo que alguien en la oficina de Interpol descubrió que Merriman estaba vivo, averiguó dónde estaba en París y extendió una orden para matarlo.
– Yo estoy diciendo que quince horas antes de que usted supiera algo de la huella dactilar, alguien en Interpol tenía conocimiento de ella. Conducía a un nombre y luego a una pista solvente. Puede que con el sistema informático de Interpol, puede que con otro, pero a partir del sistema con que se encontró a Albert Merriman y se le identificó con un tipo que se llamaba Henri Kanarack, vivo y en París, y con que se entregó esa información, lo que sucedió luego fue condenadamente rápido. Porque a Merriman se lo cargaron pocas horas después de identificarlo.
– ¿Pero por qué matar a un hombre que ya estaba legalmente muerto? ¿Y por qué tanta prisa?
– Es su país, Lebrun. Dígamelo usted a mí. -McVey lanzó instintivamente una mirada hacia el apartamento de Vera Monneray. Aún estaba a oscuras.
– Es probable que fuera para que no habláramos con él cuando lo encontráramos.
– Eso es lo que diría yo.
– Pero ¿después de veinte años? ¿Qué es lo que temían? ¿Es que sabía algo referente a gente comprometida?
– Lebrun -confesó McVey-, tal vez estoy loco pero déjeme decírselo igual. Todo esto ha sucedido, digamos, en París. Puede que sea una coincidencia que tenga algo que ver con un hombre a quien ya le seguíamos la pista, puede que no. Pero supongamos que ésta no era la primera vez. Supongamos que quienquiera que sea el implicado tiene una lista maestra de todos los tíos que se han esfumado y cada vez que Lyón, funcionando como una especie de cuartel de investigación sobre problemas criminales poco comunes, recibe una nueva huella dactilar o un pelo de la nariz o cualquier tipo de referencia relacionada, lleva a cabo automáticamente una búsqueda informática. Si sale un nombre que se encuentra registrado en esa lista, se envía la señal y su alcance es a nivel mundial, porque así trabaja Interpol.
– Usted está sugiriendo la existencia de una organización. Alguien que tenga un topo en las oficinas de Interpol en Lyón.
– He dicho que puede que yo esté loco…
– Y sugiere que Osborn forma parte de esa organización, o le pagan.
– No me haga eso, Lebrun -dijo McVey, sonriendo-. Puedo teorizar hasta reventar pero no establezco conexiones sin pruebas. Y hasta ahora no hay pruebas.
– Pero estaría bien empezar por Osborn.
– Por eso estamos aquí.
– También podríamos empezar averiguando quién ha pedido el archivo de Merriman en Lyón -dijo Lebrun, con una leve sonrisa en los labios.
McVey estaba observando un coche que acababa de entrar en el Quai de Bethune y que se dirigía hacia ellos. Los faros amarillos cortaban la oscuridad de la lluvia, que volvía a caer.
Los inspectores se reclinaron hacia atrás cuando un taxi disminuyó la marcha y se detuvo frente al número 18. Al cabo de un momento se abrió la puerta del edificio y salió el portero con un paraguas. Se abrió la puerta del pasajero y bajó Vera. Protegiéndose bajo el paraguas, entraron ella y el portero.
– ¿Vamos? -preguntó Lebrun a McVey, y se contestó a sí mismo-. Creo que sí.
Cuando iba a abrir, McVey lo cogió por el brazo.
– Mon ami, hay más de una Heckler & Koch en este mundo y más de un tipo que sepa usarla. Yo que usted tendría mucho cuidado cuando investigue en Lyón.
– Albert Merriman era un criminal en la mierda de un asunto asqueroso. ¿Usted cree que se arriesgarían a matar a un policía?
– ¿Por qué no vuelve a mirar lo que queda de Albert Merriman? Cuente los orificios de salida y los de entrada y observe la trayectoria de las balas. Luego vuelva a preguntárselo.
Capítulo 48
Vera esperaba el ascensor cuando entraron McVey y Lebrun. Los vio cruzar el salón de la entrada.
– Usted debe de ser el inspector Lebrun -dijo, mirando el cigarrillo del policía-. La mayoría de los americanos han dejado de fumar. El portero me dio su tarjeta. ¿En qué puedo ayudarles?
– Oui, mademoiselle -dijo Lebrun, se inclinó y apagó el cigarrillo con un gesto extraño en un cenicero de piedra al lado del ascensor.
– Parlez vous anglais? -preguntó McVey. Era tarde, más allá de medianoche. Era evidente que Vera sabía quiénes eran y por qué estaban allí.
– Sí -dijo Vera, y lo miró a los ojos.
Lebrun presentó a McVey como un policía americano que trabajaba con la Prefectura de París.
– ¿Cómo está usted?-dijo Vera.
– El doctor Paul Osborn. Creo qué lo conoce -dijo McVey, sin hacer caso de las formalidades.
– Sí.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
Vera miró de McVey a Lebrun y nuevamente a McVey.
– Sería preferible hablar en mi apartamento -dijo.
El ascensor era pequeño y antiguo con revestimientos de cobre pulido. Era como una diminuta habitación con las paredes tapizadas de espejos. McVey observó a Vera inclinarse y pulsar un botón. Se cerraron las puertas y, tras un zumbido sordo, la maquinaria se puso en marcha y los tres subieron en silencio. A McVey no le impresionaba que Vera fuera una persona de tanta alcurnia, tan bella o que se mostrara imperturbable. Al fin y al cabo, era la amante de uno de los políticos más importantes de Francia. Eso, en sí mismo, debía de ser toda una escuela de autocontrol. Pero lo de invitarlos a su apartamento demostraba que tenía agallas. Les estaba dando a entender que no tenía nada que esconder, fuera cierto o no. Una cosa era segura: si Paul Osborn había estado allí, ahora ya no estaría.
El ascensor subió una planta. En la segunda, Vera abrió la puerta y luego caminó delante de ellos hasta la puerta de su apartamento.
Eran las doce y cuarto de la noche. A las once treinta y cinco había dejado a Paul Osborn en la cama extenuado y encendió una pequeña placa eléctrica para mantenerlo abrigado. Luego salió de la habitación oculta bajo los aleros del tejado en la parte superior del edificio. Una escalera angosta e inclinada dentro de un cuarto de tuberías conducía a un cuarto trastero que se abría sobre una entrada en la cuarta planta.
Vera acababa de salir del cuarto trastero y se volvía para cerrarlo cuando pensó en la policía. Si ya habían venido a verla, era probable que volvieran, sobre todo si no habían descubierto nada sobre Osborn. Querrían volver a interrogarla, preguntarle si entre tanto había sabido algo y la sondearían para ver si habían pasado algo por alto o si pretendía encubrir a alguien.
La primera vez les había dicho que salía en ese momento. ¿Qué pasaría si ahora estaban fuera esperando que volviera ella? ¿Qué pasaría si no la veían volver y luego la encontraban durmiendo en su apartamento? Si aquello sucedía, lo primero que harían sería registrar el edificio. Era verdad que el desván estaba bien oculto pero no tanto como para que los policías más viejos, cuyos padres o tíos habían luchado en la resistencia contra los nazis, no recordaran esos escondites y buscaran más allá de lo visible.