Suponiendo que tenía razón acerca de la policía, Vera salió a la calle por la escalera de servicio detrás del edificio y llamó al portero desde un teléfono público en la esquina.
Philipe no sólo confirmó sus sospechas sino que, además, le leyó la tarjeta de Lebrun. Vera le advirtió que no dijera nada si la policía volvía y cruzó el Quai des Celestins, dobló por la rué de l'Hotel de Ville y entró en la estación de metro de Pont Marie. Viajó hasta la estación siguiente en Sully Morland, salió y cogió un taxi de vuelta a su piso en el Quai de Bethune. No había tardado más de treinta minutos.
– Por favor, pasen, señores -dijo al abrir la puerta y encender la luz del pasillo.
McVey cerró la puerta y entró. A la izquierda, en la penumbra, vio lo que parecía un comedor. Por el pasillo a la derecha había la puerta abierta de otra habitación frente a otra puerta abierta. Hacia donde miraba, McVey veía muebles antiguos y alfombras orientales, incluyendo la larga alfombra del pasillo.
El salón era casi el doble de largo que ancho. Un enorme cartel art déco enmarcado en pan de oro -un Mucha, si McVey recordaba su historia del arte- cubría la mayor parte de la pared al otro lado. Era evidente que se trataba de un «original». A un lado, frente a un largo sofá de lino blanco había una antigua silla mecedora completamente restaurada. El diseño curvo de los brazos y patas estaba pintado a mano del mismo color que el cojín como si lo hubieran sacado directamente del escenario de Alicia en el país de las maravillas. Pero no era un simple adorno o un juguete, era un objet d'art, otra pieza original.
Más allá, con la excepción de media docena de antigüedades colocadas con sumo cuidado y de lujosas alfombras orientales, la sala era deliberadamente sencilla. El papel de las paredes, un brocado plateado y dorado, no estaba manchado por el polvo que en una ciudad como París siempre terminaba destiñéndolo todo. El techo y el revestimiento de madera eran de color crema y estaban recién pintados. Toda la sala, así como el resto del piso, observó McVey, estaban cuidados día a día.
Mirando por uno de los dos grandes ventanales que daban al Sena, McVey divisó el Ford blanco de Lebrun al otro lado de la calle. Eso significaba que otra persona, desde ese mismo punto, también lo habría visto. Y se habría percatado de que, después de estacionarse y apagar los faros, no había bajado nadie. Hasta que Vera llegara en taxi y entrara en el edificio.
Vera encendió varias lámparas y luego se volvió para atender a las visitas.
– ¿Puedo ofrecerles algo de beber? -preguntó en francés.
– Yo quisiera ir directo al grano, señorita Monneray, si no le importa -dijo McVey.
– Desde luego -dijo Vera-, por favor, siéntense.
Lebrun se sentó en el sillón de lino blanco pero McVey permaneció de pie.
– ¿Es suyo este piso? -preguntó.
– Pertenece a mi familia.
– Pero usted vive aquí sola.
– Sí.
– Hoy ha estado con Paul Osborn. Lo recogió en coche a unos treinta kilómetros de aquí, en un campo de golf cerca de Vernon.
Vera estaba sentada en la mecedora y McVey la miraba. Si la policía se había enterado de todo eso, McVey sabía que era lo bastante lista para no negarlo.
– Sí -respondió ella, en voz baja.
Vera Monneray tenía veintiséis años. Era una muchacha bella, bien situada socialmente y estaba a punto de recibir el título de médico. ¿Por qué arriesgaría una' carrera por la que tanto había luchado para proteger a Osborn? A menos que estuviera sucediendo algo de lo que McVey no supiera nada o a menos que estuviera realmente enamorada.
– Anteriormente, cuando le preguntó la policía, usted negó haber visto al doctor Osborn.
– Sí.
– ¿Por qué?
Vera miró de McVey a Lebrun y nuevamente a McVey.
– Seré sincera con usted y le diré que estaba asustada. No sabía qué hacer.
– Estuvo aquí en el apartamento, ¿verdad? -preguntó McVey.
– No -dijo Vera, tranquila-. No estuvo. -Sería una mentira que les sería difícil demostrar. Si decía la verdad, querrían saber adonde había ido y cómo había llegado allí.
– Entonces no le importará que echemos un vistazo -dijo Lebrun.
– No, en absoluto -dijo ella. Lo había limpiado y guardado todo en la habitación de invitados. Había doblado las sábanas y las toallas con sangre que había usado al extraer la bala de la pierna de Osborn y las había ocultado en el desván. Después de esterilizar los instrumentos, los había guardado en su bolso.
Lebrun se levantó y salió del salón. Se detuvo en el pasillo a encender un cigarrillo.
– ¿Por qué tenía miedo? -preguntó McVey, que se había sentado en una silla de respaldo plano frente a Vera.
– El doctor Osborn estaba herido. Había pasado la mayor parte de la noche en el río.
– Mató a un hombre que se llama Albert Merriman. ¿Lo sabía?
– No, no lo mató.
– ¿Eso fue lo que le dijo?
– Inspector, le he dicho que estaba herido. No era porque hubiera estado en el río sino porque le dispararon. Le disparó el mismo hombre que mató a Albert Merriman. A él le dieron en el muslo.
– ¿Ah, sí? -dijo McVey.
Vera lo miró un momento, luego se incorporó y fue hacia una mesa junto a la puerta. Lebrun, que volvía de su inspección, le lanzó una mirada a McVey y negó con un gesto de cabeza. Vera abrió un cajón, sacó algo, lo cerró y volvió al salón.
– Le extraje esto -dijo, y le dejó a McVey en la mano la bala que le había sacado a Osborn.
McVey la hizo rodar en la palma de la mano y la cogió entre el pulgar y el índice.
– Punta blanda. Podría ser de nueve milímetros -dijo a Lebrun.
Lebrun no dijo nada, sólo asintió levemente. Le quería decir a McVey que podía tratarse del mismo tipo de proyectil que habían encontrado en Merriman.
McVey volvió a mirar a Vera.
– ¿Dónde lo operó?
«Di lo primero que se te venga a la cabeza -pensó ella-. No titubees, y dilo con pocas palabras.»
– Al lado del camino, volviendo a París.
– ¿Qué camino?
– No recuerdo. Estaba sangrando y casi deliraba.
– ¿Dónde está ahora?
– No lo sé.
– Tampoco lo sabe… Parece no saber más de lo que dice.
Vera lo miró pero no se amedrentó.
– Quería traerlo aquí. La verdad es que quería llevarlo a un hospital. Pero él no quiso. Tenía miedo de que la persona que había intentado matarlo volviera a por él si sabía que estaba vivo. Es fácil localizar un hospital y si se quedaba aquí, tenía miedo de que me hicieran daño a mí. Por eso insistió en hacer lo que hicimos. La herida no era profunda y fue una operación relativamente sencilla. Como médico, sabía que…
– ¿Qué usó en lugar de agua? ¿Sabe? Para mantenerlo todo limpio.
– Agua embotellada. Casi siempre llevo agua en el coche. Mucha gente lo hace hoy en día. Incluso en Estados Unidos.
McVey la miró pero no dijo nada. Lebrun hizo lo mismo. Estaban esperando que siguiera.
– Lo dejé en la estación Montparnasse hacia las cuatro de la tarde. No debería haberlo hecho, pero él insistió.
– ¿Adonde iba? -preguntó McVey.
Vera negó con la cabeza.
– Tampoco lo sabe.
– Lo siento. Ya le dije que él tenía miedo de que me pasara algo. No quería implicarme más de lo que ya me había implicado.
– ¿Podía caminar?
– Tenía un bastón, un bastón viejo que había en el coche. No era gran cosa pero le ayudaba a aliviar la presión sobre la pierna. Es un hombre sano. Ese tipo de heridas sana rápidamente.
Vera vio que McVey se levantaba, cruzaba la habitación y se acercaba a mirar por la ventana.