Aunque lo lamentaría más tarde, supuso que si la policía francesa aún tenía que encontrar a la mujer, el hombre alto tendría el mismo problema. McVey decidió utilizar el tiempo del que disponía y se quedó donde estaba.
Volvió cuidadosamente sobre sus pasos hacia la rampa a través de los árboles. El suelo estaba cubierto por una gruesa y húmeda capa de agujas de pino. Al pisarlas, McVey vio que se apartaban como una alfombra de modo que era necesario algo bastante más pesado que un hombre para estampar cualquier tipo de huella.
Llegó hasta la rampa y se volvió. No había encontrado nada. Caminó unos diez metros hacia el este desde donde estaba y volvió a cruzar. Esta vez tampoco encontró nada.
Caminó hacia el oeste hasta situarse a medio camino entre el trayecto de la primera y la segunda inspección y volvió a cruzar. Al cabo de no más de diez metros, lo vio. Un mondadientes plano, quebrado por la mitad, casi camuflado por las agujas de pino. Sacó el pañuelo y lo recogió. Al observarlo a la luz, vio que la sección de la rotura era de un color más claro que el exterior, lo cual significaba que se había quebrado recientemente. Lo envolvió en el pañuelo y se dirigió al coche.
Caminó lento escudriñando el terreno. Casi al llegar al final de la arboleda, algo le llamó la atención. Se detuvo y se agachó a mirar.
Las agujas de pino frente a él tenían un tono más claro que las de su alrededor. Bajo la lluvia habrían tenido el mismo color pero secas por el sol de la mañana daban la impresión de que hubieran sido esparcidas deliberadamente. McVey cogió una rama caída y la separó suavemente. Al principio no vio nada, y se sintió decepcionado. Y al avanzar descubrió algo que se parecía a la huella de un neumático. Se levantó y la siguió, y al llegar al final de los árboles encontró unas estrías visiblemente marcadas en la tierra arenosa. Un coche había penetrado bajo los árboles y había aparcado. Posteriormente, al retroceder, el conductor había visto las huellas. Se había bajado y con las agujas de pino recién caídas las había cubierto aunque olvidando el punto donde había aparcado. Más allá de los árboles, la lluvia había borrado el resto de las huellas. Pero bajo los árboles, las ramas caídas habían protegido el suelo dejando en la tierra una impresión leve pero distinguible. No más de diez centímetros de largo y un centímetro de profundidad, lo cual no era gran cosa. Para un equipo técnico de la policía sería suficiente.
Capítulo 51
– ¡Scholl!
Osborn acababa de orinar y, al tirar de la cadena, el nombre irrumpió en su memoria.
Con una mueca de dolor al apoyarse sobre la pierna herida se volvió aparatosamente y se inclinó para alcanzar el bastón que le había dejado Vera y que ahora colgaba junto al lavabo. Se apoyó en la otra pierna y volvió hacia la habitación. Cada paso le costaba un gran esfuerzo y tuvo que moverse lentamente aunque sabía que el dolor se debía más a la rigidez y al golpe sufrido por el músculo que a la herida, lo cual significaba que estaba sanando.
Al salir del cubículo del aseo, la habitación le pareció más pequeña que desde la cama. Con la cortina negra que tapaba la única ventana, el cuarto no sólo estaba a oscuras sino también impregnado de olor a medicamentos. Se detuvo ante la ventana y corrió la cortina. La clara luz de comienzos del otoño inundó la habitación. Haciendo un esfuerzo y con los dientes rechinando con el tirón de la pierna, abrió la diminuta ventana y miró afuera. Sólo alcanzaba a ver el perfil del techo del edificio en su brusca pendiente y más allá la punta de las torres de Notre Dame que relucían bajo el sol de la mañana. Sintió con especial avidez la claridad del aire que soplaba sobre el Sena. Era dulce y refrescante y Osborn aspiró profundamente.
En algún momento de la noche, Vera había subido para cambiarle el vendaje. Había intentado decirle algo pero él estaba demasiado mareado para entender y luego se había dormido. Más tarde, al despertarse y recuperar sus sentidos se concentró pensando en el hombre alto y en la policía y en saber qué debía hacer. Pero ahora era Erwin Scholl quien se había filtrado en su pensamiento.
Scholl era el hombre a quien Kanarack, aterrorizado ante la amenaza de la sucinilcolina, había acusado como la persona que lo había contratado para asesinar a su padre. Justo en el momento de la confesión, recordó Osborn, había aparecido el hombre alto y les había disparado.
Erwin Scholl. ¿De dónde? Kanarack también se lo había dicho.
Se alejó de la ventana y regresó cojeando a la cama, alisó la manta, se volvió y se sentó suavemente. Caminar desde la cama al aseo y volver lo había desgastado más de lo que habría deseado. Permaneció sentado en el borde de la cama incapaz de hacer otra cosa que respirar.
¿Quién era Erwin Scholl? ¿Y por qué habría querido matar a su padre?
Osborn cerró los ojos. Era la misma pregunta de los últimos treinta años. El dolor de la pierna no era nada comparado con el dolor de su alma. Recordó aquel sentimiento que le había rasgado las entrañas cuando Kanarack confesó que le habían pagado para matarlo. En sólo un instante, toda una vida de soledad, dolor y cólera se había transformado en algo más allá de toda comprensión. Al tropezar con Henri Kanarack, al averiguar dónde vivía y trabajaba, pensaba que Dios finalmente se había compadecido de él y que había llegado el momento de poner fin a su sufrimiento. Pero no había sucedido así. Sólo se había producido un relevo. Cruelmente, tajantemente. Como una pelota que pasa de manos de un jugador a otro. El era el que debía perseguir la pelota como lo había hecho durante tantos años.
El río, al menos, lo había conducido a algo concluyente. Si aquel lugar hubiera significado la muerte, lo habría preferido al infierno al que había regresado donde no tenía descanso y vivía en eterna ira, un infierno que le impedía amar y ser amado acosado por el terror de que al final lo destruiría todo. El objeto perseguido no había desaparecido, sólo había cambiado de forma. Esta vez era Erwin Scholl sin rostro, sólo un nombre. ¿Cuánto tardaría en encontrarlo? ¿Otros treinta años? Si tenía fuerza suficiente para buscarlo y al final de sus esfuerzos lo encontraba, ¿qué haría entonces?
¿Otra puerta que se abría?
Un ruido en el exterior del habitáculo lo sacó de sus cavilaciones.
Alguien se acercaba. Buscó rápidamente un lugar donde ocultarse pero vio que era imposible. ¿Dónde estaba la pistola de Kanarack? ¿Qué había hecho Vera con ella? Miró hacia la puerta. El pomo comenzó a girar. Sólo tenía el bastón como arma. Lo empuñó con fuerza y la puerta se abrió.
Vera vestía su bata blanca de hospital.
– Buenos días -dijo, y entró. Volvía con la bandeja, esta vez con café caliente y cruasanes y una nevera de plástico con fruta, queso y una pequeña tajada de pan-. ¿Cómo te encuentras?
Osborn suspiró y dejó el bastón sobre la cama.
– Bien, bien -dijo-. Sobre todo después de saber quién viene a verme.
Vera dejó la bandeja en la pequeña mesa bajo la ventana y se volvió hacia él.
– La policía volvió anoche. Los acompañaba un americano y parecía conocerte bastante bien.
Osborn estaba atónito.
– ¡McVey! -Todavía estaba en París.
– Por lo visto tú también lo conoces… -dijo Vera, con una sonrisa apretada, casi peligrosa, como si por algún oscuro motivo gozara de todo eso.
– ¿Qué querían? -preguntó él, ansioso.
– Descubrieron que te había recogido en el campo de golf. Reconocí que te había extraído la bala. Querían saber dónde estabas. Les dije que te había dejado en una estación de ferrocarril, que no sabía dónde ibas y que tú no querías decírmelo. No estoy segura de si me creyeron.