– Bonjour. Ah, le billet, oui.
Oven le entregó su billete al inspector e intercambió con él las típicas banalidades que un joven con aspecto de ejecutivo dinámico intercambiaría con un inspector de trenes. Luego se reclinó en su asiento y gozó del paisaje de la campiña francesa mientras el TGV atravesaba a toda velocidad los verdes campos del valle del Ródano. Según su cálculo viajaban a unos doscientos ochenta kilómetros por hora.
Había hecho bien en deshacerse de las dos mujeres en la calle. Si por algún motivo lo hubiesen eludido y hubieran estado en casa, bueno, las histéricas siempre causan problemas. Al ver al marido y a los cinco hijos de Marianne acribillados en el suelo, por muy pulcramente que los hubiese ejecutado, las dos mujeres se habrían puesto histéricas perdidas llamando a los vecinos y a cualquiera que se hubiera encontrado por los alrededores.
Desde luego hallarían al marido y a los cinco niños si es que eso ya no había sucedido y el impacto del suceso haría que la policía y los políticos salieran corriendo de sus madrigueras. Pero no había tenido alternativa. El marido estaba a punto de salir al café del barrio para reunirse con sus colegas, lo cual significaba que habría tenido que esperar a lo largo de todo el día hasta que todos hubieran vuelto a reunirse en casa. Y eso le habría provocado un retraso que no podía permitirse porque tenía que atender asuntos más urgentes en París. Unos asuntos en los cuales la Organización, hasta ese momento, no le había podido proporcionar ayuda.
Antenne 2, la cadena pública de televisión, había divulgado una entrevista con el administrador de un campo de golf cerca del Sena en Vernon. El sábado por la mañana temprano, un médico americano considerado por la policía como el principal sospechoso del asesinato del ex ciudadano americano Albert Merriman, se había arrastrado fuera del río y se había detenido en la sala del club para recuperarse hasta que una francesa de pelo oscuro había acudido a recogerlo.
Hasta ese momento, Bernhard Oven había eliminado rápida y efectivamente a cualquiera que hubiese mantenido algún tipo de relación con Merriman. Pero el médico americano identificado como Paul Osborn había sobrevivido. Y ahora había una mujer involucrada. Debía encontrarlos a ambos y despacharlos antes de que se le adelantara la policía. No habría sido una tarea tan difícil si no fuera por el apremio del tiempo. Era domingo, 9 de octubre. Según su programa, debía acabar con ese asunto a más tardar el viernes 14 de octubre.
– ¿Ha trabajado alguna vez con el señor Lybarger desnudo, señorita Marsh?
– No, doctor, claro que no -dijo Joanna sorprendida con la pregunta-. No ha habido razón para ello.
A Joanna, el doctor Salettl no le agradaba más en Zúrich que en Nuevo México. Su tono cortante y su distancia eran algo más que intimidatorios. El hombre la asustaba.
– Entonces, ¿nunca lo ha visto desnudo?
– No, señor.
– ¿Tal vez en ropa interior?
– Doctor Salettl, me parece que no entiendo lo que quiere decir.
A la siete de la mañana, Von Holden había despertado a Joanna en su habitación. En lugar del amante cálido y afectuoso de la noche anterior, el Pascal de ahora le habló bruscamente y sin rodeos. Dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo, pasaría a buscarla un coche para llevarla con sus cosas a casa del señor Lybarger. Sabía que estaría preparada, dijo Von Holden.
A Joanna le pareció raro aquel tono distante y sólo acertó a decir que sí. Luego se le ocurrió preguntar qué iba a hacer con su perro en la perrera de Taos.
– Ya nos hemos ocupado de eso -dijo Von Holden y colgó.
Una hora más tarde, aún afectada por la fatiga de la diferencia horaria, la cena, las copas y la sesión maratoniana de sexo con Von Holden, Joanna viajaba en el asiento trasero de una limusina Mercedes. Salieron de la autopista y al cabo de un rato se detuvieron ante una verja de seguridad.
El chofer pulsó un botón para bajar la ventanilla del pasajero lo suficiente para que el guardia uniformado mirara dentro. Satisfecho les hizo señas para que siguieran y la limusina penetró en un largo camino entre árboles que conducía hacia lo que Joanna más tarde describiría como un castillo.
Un ama de llaves de mediana edad y sonrisa amable la llevó a sus dependencias que consistían en una amplia habitación con cuarto de baño en la planta baja con vistas a una enorme extensión de césped que se perdía hasta llegar al borde de un frondoso bosque.
Al cabo de diez minutos llamaron a la puerta y la misma ama de llaves la acompañó hasta el despacho del doctor Salettl en la segunda planta de un edificio adosado, donde se encontraba ahora.
– A juzgar por sus informes, veo que está tan sorprendida como nosotros con la recuperación del señor Lybarger.
– Sí, señor. -Joanna no quería dejarse intimidar por la actitud del doctor Salettl-. Al comienzo, durante las primeras sesiones de la terapia, recuerdo que apenas controlaba sus funciones motoras autónomas. Incluso le costaba conservar un hilo coherente de pensamiento. Pero me ha asombrado con cada uno de los pasos que ha dado. Tiene una fuerza de voluntad verdaderamente tenaz.
– Y físicamente, además, se ha robustecido.
– Sí, ya lo creo.
– Se encuentra a gusto en este clima de sociabilidad. Se relaja con la gente y cuando conversa con ellos es absolutamente coherente.
– Yo…
Joanna tenía la intención de mencionar las continuas llamadas del señor Lybarger reclamando a su familia.
– ¿Tiene usted alguna objeción?
Joanna vaciló. No tenía sentido hablar de un asunto que sólo les incumbía a ella y a Lybarger. Además, cada vez que Lybarger había tocado el tema era porque estaba cansado o sometido a la tensión de un viaje, a algo que le alteraba la rutina.
– Es que se cansa con mucha facilidad -dijo-. Por eso anoche quería que trajeran la silla de ruedas al barco…
– Y ese bastón que usa -la interrumpió Salettl. Apuntó algo en una libreta y volvió a mirarla-, ¿puede ponerse de pie y caminar sin usarlo?
– Está acostumbrado a llevarlo.
– Por favor, responda a mi pregunta. ¿Puede caminar sin el bastón?
– Sí, pero…
– ¿Pero qué?
– No muy lejos y no con demasiada seguridad.
– Se puede vestir solo. Se afeita solo y hace sus necesidades por sus propios medios. ¿No es así?
– Sí -Joanna comenzaba a arrepentirse de haber aceptado la oferta de Von Holden y no haber regresado a casa el día programado.
– ¿Puede coger una pluma? ¿Escribir su nombre nítidamente?
– Bastante nítido -dijo ella, con una sonrisa forzada.
– ¿Y qué sucede con las demás funciones?
Joanna frunció el ceño.
– No entiendo lo que quiere decir con las demás funciones.
– ¿Es capaz de tener erecciones? ¿Puede tener relaciones sexuales?
– No, no… lo sé -titubeó Joanna, cohibida. Jamás le habían hecho preguntas de esa naturaleza acerca de un paciente-. Creo que se trata de una cuestión de orden médico.
Salettl la miró fijamente un momento.
– Según sus cálculos, ¿cuándo cree que recuperará todas sus capacidades físicas y gozará de una funcionalidad total, como si no hubiera sufrido un infarto?
– Si… si hablamos de sus funciones motrices básicas, sostenerse en pie, caminar, hablar sin cansarse y ya está… El resto no es de mi especialidad.
– Sólo las funciones motrices. ¿Cuánto cree que tardará?
– No… no estoy del todo segura.
– Calcúlelo, por favor.
– Es que realmente me es imposible.
– Eso no es una respuesta -dijo Salettl mirándola como si estuviera reprendiendo a una niña en lugar de tratar con la terapeuta de su paciente.
– Si… si trabajo muy intensamente con él y él responde como lo ha hecho hasta ahora, yo calcularía… tal vez un mes. Pero quiero que entienda que es sólo un cálculo. Todo depende de que él…