Eran las siete y diez minutos del domingo 9 de octubre.
Capítulo 57
Bernhard Oven estaba junto a la ventana de la habitación a oscuras en el apartamento de Vera Monneray y vio llegar el taxi. Al cabo de un momento Vera salió y entró en el edificio. Oven estaba a punto de apartarse cuando vio un coche con los faros apagados girar en la esquina.
Se apoyó contra la cortina y vio un Peugeot antiguo avanzar por la calle a oscuras. Se acercó a la acera y se detuvo. Del bolsillo de la chaqueta sacó un monocular del tamaño de la palma de la mano. Miró hacia el coche. Había dos hombres en el asiento delantero.
La policía.
Así que ellos también hacían lo mismo. Utilizaban a Vera para encontrar al americano. La habían estado vigilando. Ella salió del hospital intempestivamente y ellos la siguieron. Debería haber pensado en eso.
Volvió a mirar con el monocular y vio que uno de ellos cogía un micrófono del coche. Era probable que estuvieran llamando para pedir instrucciones. Oven sonrió. La policía no era la única al corriente de la relación de la señorita Monneray con el Primer Ministro. La Organización lo sabía desde que Francois Christian había sido nombrado. Y por esa razón y por las enrevesadas repercusiones políticas que podía traer consigo si algo salía mal, era muy probable que no se les dejara subir a los inspectores por mucho que sospecharan de ella. O se quedarían donde estaban y seguirían vigilando allá fuera o esperarían a que llegaran sus superiores. Ese retraso era lo único que Oven necesitaba.
Salió rápidamente de la habitación, cruzó el pasillo y entró en la cocina a oscuras justo en el momento en que se abría la puerta del apartamento. Dos personas hablaban y vio que se encendía una luz en el salón. No entendía lo que decían pero estaba seguro de que eran Vera y el conserje.
De pronto salieron del salón y caminaron por el pasillo directamente hacia la cocina. Oven se deslizó hacia el mueble del centro y penetró en una pequeña despensa, se sacó la Walther automática de la cintura y esperó en la oscuridad.
Un segundo más tarde Vera entró en la cocina seguida del conserje y encendió la luz. Estaba en el medio y caminaba en dirección a la puerta trasera cuando se detuvo.
– ¿Qué pasa, mademoiselle? -preguntó el portero.
– Soy una tonta, Philippe -dijo fríamente-. La policía es más lista. Encontraron el frasquito y te lo enviaron suponiendo que tú me avisarías y que haría justo lo que he hecho. Suponen que yo sé dónde está Paul, así que mandaron a un policía alto esperando que yo pensara que era el asesino a sueldo y que el miedo me movería a entregarles a Osborn.
Philippe no estaba tan seguro.
– ¿Cómo puede saberlo? -preguntó-. Nadie, ni siquiera el señor Osborn ha visto al hombre alto de cerca. Si era policía, no lo había visto antes.
– ¿Acaso conoce a todos los gendarmes de París? No lo creo…
– Mademoiselle, piense al revés. ¿Qué pasaría si en lugar de un policía fuera el hombre que le disparó al señor Osborn?
Oven oyó que los pasos retrocedían. Se apagó la luz y el ruido de las voces disminuyó cuando los dos se alejaron por el pasillo.
– Tal vez deberíamos informarle al señor Christian -dijo Philippe al llegar al salón.
– No -dijo Vera, tranquila. Hasta el momento, sólo Paul sabía de su ruptura con el Primer Ministro. Aún no había decidido cómo informarles a quienes conocían su relación del cambio que había sufrido si es que optaba por hacerlo. Además lo último que deseaba era exponer a Francois a algo semejante. Francois Christian era uno de los tres probables sucesores del Presidente y la batalla para las próximas elecciones ya se había convertido en lo que los políticos llamaban un «baño de sangre de la política». Un escándalo en esos momentos, sobre todo si implicaba un asesinato sería demoledor y amantes o no, a Vera le importaba demasiado Francois como para arriesgar su carrera política.
– Espera aquí -le dijo Vera a Philippe, y lo dejó en el pasillo mientras ella entraba en la habitación.
Philippe la esperó. Su trabajo consistía en servir a mademoiselle Monneray y si era necesario protegerla. No con su vida sino a través de la comunicación. En la mesa de la entrada tenía el número de teléfono privado del Primer Ministro con instrucciones para que llamara en cualquier momento, a cualquier hora si mademoiselle se encontraba en dificultades.
– Philippe, ven aquí -llamó Vera desde la habitación a oscuras.
Al entrar, el conserje la vio de pie junto a la cortina de la ventana.
– Para que veas que tengo razón.
Philippe se acercó a ella y miró afuera. Había un Peugeot estacionado al otro lado de la calle. La luz que se derramaba de una farola iluminaba las siluetas de dos hombres en el asiento delantero.
– Vuelve a la entrada -dijo Vera-. Haz lo que haces normalmente como si no pasara nada. Al cabo de un rato llámame un taxi y dices que voy al hospital. Si viene la policía les dices que he vuelto a casa porque me sentía mal pero que al cabo de un rato me sentía mejor y decidí volver al trabajo.
– Oui, mademoiselle.
Oven observó desde la penumbra del umbral de la cocina y vio a Philippe salir de la habitación y venir hacia él por el pasillo. Levantó inmediatamente la Walther y se echó hacia atrás fuera de la vista. Luego oyó cómo se abría la puerta de entrada y se cerraba. Después no hubo más que silencio.
Aquello quería decir una cosa. El conserje se había marchado y Vera Monneray estaba sola en el apartamento.
Capítulo 58
Desde la oscuridad de la cabina del Peugeot, los inspectores Barras y Maitrot vislumbraban la luz encendida del salón de Vera Monneray. Las instrucciones de Lebrun a todos los inspectores asignados a la tarea de seguir a Vera habían sido tajantes. «Si sale del hospital seguidla y luego llamad para informar. No os apresuréis a hacer nada a menos que las circunstancias lo justifiquen.» Que las circunstancias «lo justificasen» significaba que ella los condujera «adonde Osborn», o «donde un sospechoso» que pudiera conducirlos donde Osborn.
Hasta el momento tenían una orden de detención contra Osborn pero nada más. Seguir a Vera no había sido más que un simple ejercicio. Había salido del apartamento la mañana del domingo temprano, había llegado al hospital Sainte Anne a las siete menos cinco. Había permanecido allí. Barras y Maitrot habían relevado el turno a las cuatro y aún no había sucedido nada.
De pronto, a las seis y cuarto había llegado un taxi a la entrada principal. Vera salió corriendo y se fue en el taxi a toda velocidad. Barras y Maitrot llamaron por radio para avisar que la seguían y un segundo coche cogió el relevo en el hospital.
Pero el seguimiento sólo los había llevado de nuevo a su apartamento y ella había entrado. Los policías se limitaron a esperar decepcionados y a mirar de vez en cuando la luz de la ventana del salón esperando ver qué sucedía.
Arriba, Vera dejó la cortina y se apartó de la ventana del dormitorio hacia la oscuridad. El reloj de su mesa de noche marcaba las siete y veinte. Había salido del hospital hacía algo más de una hora para tomarse libre parte de la noche, explicó, debido a intensos calambres menstruales. Si se presentaba una urgencia, podría regresar de inmediato.
Si hubiera tenido tras de ella sólo a la policía de París, las cosas habrían sido diferentes y así se había confirmado la noche anterior al ver la reacción de Lebrun ante las insistentes preguntas de McVey. Pero McVey no tenía ese tipo de reservas. Vera lo adivinó en sus ojos cuando lo conoció. Eso lo convertía en alguien sumamente peligroso si uno lo tenía en contra. Aunque McVey fuera americano, la policía de París, al menos los inspectores asignados a ese caso, aunque no se dieran cuenta estaban totalmente subordinados a él. Ellos harían lo que él quería que hicieran, de un modo u otro. Por eso pensaba que el hombre alto que se había presentado ante Philippe con el frasco era un impostor. Era parte de un truco que le quería convencer de que Osborn estaba en peligro y la iba a obligar a conducirlos hasta él. La policía allí fuera -porque Vera estaba completamente segura de que los hombres en el coche de allí fuera eran de la policía- demostraba que no se equivocaba. Sonó el teléfono a su lado y ella respondió.