Osborn dejó caer el brazo que sostenía la pistola y lo siguió con la mirada sin percatarse de que la puerta se abría suavemente a sus espaldas. De pronto algo lo alertó. Aterrorizado giró sobre sus talones y levantó la pistola para disparar.
– ¡Paul! -Vera estaba en el umbral.
– ¡Dios mío! -Exclamó él, que la vio justo a tiempo
A lo lejos se oyó el ulular de las sirenas. Vera lo cogió por el brazo, lo atrajo hacia dentro y cerró la puerta.
– La policía estaba esperando afuera.
Osborn vaciló como si estuviera desorientado. Vera vio que aún tenía el cuchillo clavado en la mano.
– ¡Paul! -exclamó.
Por encima de ellos se abrió una puerta. Siguieron unos pasos.
– \Mademoiselle Monneray! -La voz de Barras bajó retumbando entre las paredes de la escalera.
La realidad de la policía le hizo recuperar el sentido de alerta a Osborn. Sostuvo la pistola bajo la axila, se inclinó, cogió la navaja por la empuñadura y se la arrancó de la mano. Un chorro de sangre fluyó al suelo.
– Mademoiselle! -gritó Barras ahora más cerca. Por el sonido de las pisadas más de un hombre bajaba las escaleras.
Vera se sacó una bufanda de seda y tensándola le envolvió la mano a Osborn.
– Dame la pistola -dijo-. Baja al sótano y quédate ahí.
Las pisadas se escuchaban más cerca. Los policías habían llegado al piso de arriba y seguían bajando.
Osborn vaciló, luego le entregó la pistola. Quiso decir algo y en ese momento sus miradas se encontraron. Por un momento pensó que ya no volvería a verla.
– ¡Venga, vete! -murmuró, y él se volvió y se alejó cojeando hasta desaparecer en el oscuro rellano de la escalera que daba al sótano. Un segundo y medio más tarde, Barras y Maitrot estaban allí.
– Mademoiselle, ¿se encuentra usted bien?
Con la pistola de Henri Kanarack en la mano, Vera se volvió hacia ellos.
Capítulo 59
Eran las nueve y veinte cuando McVey se enteró de lo que sucedía. Su visita a la cervecería Stella en la rué Saint Antoine había comenzado dos horas antes bajo el signo del fracaso, estuvo a punto de convertirse en un fiasco y terminó con un golpe de suerte.
Al llegar a las siete y cuarto, el lugar estaba repleto y los camareros corrían de un lado a otro como hormigas. El maitre, que al parecer era el único que hablaba algo de inglés, le informó a McVey que si quería una mesa tendría que esperar al menos una hora, tal vez más. Cuando McVey explicó que no quería una mesa sino hablar con el administrador, el maitre miró al techo y levantó unos brazos implorantes para advertirle que esa noche ni siquiera el administrador podía conseguirle una mesa porque el propietario celebraba una fiesta que ocupaba la sala principal. Luego desapareció.
McVey se quedó parado y se guardó en el bolsillo el retrato que había dibujado la policía de Albert Merriman. Tenía que intentar otra manera de establecer contacto. Tal vez tenía aspecto de solitario o de perdido, o de las dos cosas porque de pronto apareció una mujer pequeña ligeramente intoxicada, vestida de rojo brillante y, cogiéndolo del brazo, lo llevaba hasta la mesa que ocupaba en la sala grande y comenzaba a presentarlo como su «amigo americano». Mientras él intentaba librarse de la situación con cierto decoro, alguien le preguntó, hablando un inglés rudimentario, de qué parte de Estados Unidos era. Cuando él respondió «Los Ángeles», otras dos personas empezaron a preguntar por los Rams y los Raiders. Una tercera persona habló de la Universidad de California. De pronto, una joven delgada con aspecto de top model, y vestida como tal, se sentó a su lado. Sonrió, seductora, y le preguntó si conocía a alguno de los Dodgers. Un negro le tradujo a McVey y se lo quedó mirando esperando una respuesta. Lo único que McVey deseaba en ese momento era largarse de allí, pero por algún motivo había dicho que conocía a Lasorda. Era la verdad porque Tommy Lasorda, el técnico de los Dodgers, había trabajado en varias campañas benéficas para la policía y a lo largo de los años se había entablado cierta amistad entre los dos. Al oír el nombre de Lasorda, otro hombre se volvió.
– Yo también lo conozco -confesó hablando un inglés impecable.
El hombre resultó ser el dueño de la cervecería Ste11a. Quince minutos más tarde, dos de los tres camareros que habían impedido a Osborn atacar al francés estaban reunidos en la oficina del administrador estudiando el esbozo de Albert Merriman.
– Oui -dijo el primero que lo miró, y se lo entregó a su compañero. Éste lo estudió un momento y se lo devolvió a McVey.
– Ése es el hombre -dijo-. C'est l'bomme.
Los Ángeles.
– Robos y Homicidios, Hernández -contestó la voz. Rita Hernández era joven y sexy. Demasiado sexy para ser policía. A sus veinticinco años tenía tres hijos y su marido estudiaba Derecho en la facultad. Acababa de integrarse al equipo y era probablemente la inspectora más inteligente de todo el Cuerpo de Policía.
– Buenas tardes, Rita.
– ¡McVey! ¿Dónde diablos te has metido? -preguntó Rita reclinándose en su silla y sonriendo.
– Estoy en París, Francia -dijo McVey. Se sentó en la cama de la habitación y se sacó un zapato. Las nueve menos cuarto de la noche en París eran las doce cuarenta y cinco de la mañana en Los Ángeles.
– ¿París? ¿No quieres que vaya a hacerte compañía? Dejaré a los crios, al marido, haré cualquier cosa, McVey, ¡te lo rueeeego!
– No, no te gustaría.
– ¿Por qué no?
– No he encontrado ni una sola tortilla decente como las que haces tú, en todo caso.
– Al diablo las tortillas. Me comeré un brioche.
– Hernández, necesito un informe completo sobre un cirujano ortopedista de Pacific Palisades. ¿Tienes tiempo?
– Si me traes un brioche de París…
A las ocho cincuenta y tres McVey colgó, utilizó la llave para abrir el mueble «bar» de la habitación y encontró lo que buscaba, la media botella de Sancerre degustada la última vez que había ocupado la habitación. Quisiera o no, el vino francés empezaba a gustarle.
Abrió la botella y se sirvió media copa, se sacó el otro zapato y estiró los pies en la cama.
¿Qué estaban buscando? ¿Por qué perseguía Osborn a Merriman con tanta pertinacia? ¿Por qué, después del primer ataque y de la fuga de Merriman, se había tomado la molestia de contratar a un detective privado para dar con él?
Era posible que Merriman hubiera provocado a Osborn en París de un modo u otro. La historia de Osborn acerca del intento de robo de Merriman en la estación podía ser verdad. Pero McVey lo dudaba porque el ataque de Osborn en la cervecería había sido demasiado repentino y violento. Por mucho que a Osborn se le calentara la cabeza era un médico, alguien lúcido, lo suficiente para saber que no se podía viajar por el mundo agrediendo a la gente en público sin arriesgar todo tipo de consecuencias, sobre todo si lo único que el hombre había pretendido era robarle a uno la cartera.
Así, a menos que Merriman hubiese cometido un acto demasiado indignante como para provocar la ira de Osborn aquel mismo día, parecía razonable buscar otros motivos. Eso le decía su intuición a saber, que si algo había sucedido entre ambos pertenecía al pasado.
Pero ¿cuál podía ser la relación entre un médico de Los Ángeles con Henri Kanarack, un asesino profesional que había fingido su propia muerte para luego esfumarse durante más de tres décadas viviendo los últimos diez años en Francia con un nombre falso? Lebrun había averiguado que bajo el nombre de Kanarack, Merriman no tenía ningún tipo de antecedentes criminales. Eso quería decir que cualquier relación que se hubiese tejido entre los dos tenía que corresponder a la época en que Merriman vivía en Estados Unidos.