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McVey se incorporó, se acercó a la mesa de escritorio y abrió su maletín. Encontró las notas que había tomado durante la conversación con Benny Grossman sobre Merriman y miró la fecha de la supuesta muerte de éste en Nueva York.

– ¿1967? -se preguntó, en voz alta. McVey bebió un sorbo del Sancerre y se sirvió otro poco en el vaso. Osborn no tenía más de cuarenta años y seguro que menos. Si conoció a Merriman en 1967 o antes, tenía que ser un niño.

McVey hizo una mueca y se preguntó acerca de la posibilidad de que Merriman fuera el padre de Osborn. Un padre que había abandonado a su familia y desaparecido. Pero descartó la idea con suma rapidez. Merriman habría sido un tierno adolescente el año que engendró a Osborn. No, tenía que ser otra cosa.

Pensó en la droga que los hombres de Lebrun habían encontrado -la sucinilcolina- y se preguntó qué tenía que ver con la historia entre Osborn y Merriman.

Recordó que no había tenido noticias del inspector Noble. Era verdad que llevaba menos de veinticuatro horas fuera de Londres; tiempo suficiente, sin embargo, para que la Policía Metropolitana investigara los hospitales y las facultades de medicina en el sur de Inglaterra que experimentaran con nuevas técnicas de cirugía. La segunda tarea, buscar a las personas desaparecidas en años anteriores con el fin de encontrar la que coincidía con la cabeza cercenada con placas en el cerebro, era algo que podía tardar una vida y aun así tal vez no encontraran nada.

¿Y qué había sucedido con sus instrucciones para que los doctores Richman y Michaels examinaran los cadáveres buscando marcas de jeringas que habrían pasado inadvertidas debido al grado de descomposición de los cuerpos? Marcas provocadas por una inyección de sucinilcolina.

Ese era el tipo de cosas que a McVey le fastidiaba.

Prefería trabajar solo, tomarse el tiempo necesario para digerir los datos y actuar luego en consecuencia. De todos modos no podía quejarse del equipo con que contaba. Noble y su gente, además de los especialistas en Londres, seguían sus instrucciones al pie de la letra. En París, Lebrun hacía lo mismo. Desde Nueva York, Benny Grossman le había proporcionado una ayuda inestimable. Ahora, en el mejor de los casos, Rita Hernández en Los Ángeles haría lo mismo con los antecedentes de Osborn, lo cual podría darle una clave de lo que había sucedido, algo que pudiera explicar su vínculo con Merriman.

Pero ahí estaba el problema. Osborn y Merriman, Jean Packard, el detective privado, el hombre alto y su reguero de asesinatos, además de la trama secreta que involucraba a la oficina de Interpol en Lyón, ése era uno de los casos. Los cadáveres decapitados hallados en distintos lugares de Europa del norte y la cabeza sin cuerpo de Londres, todos congelados a bajas temperaturas con extraños fines experimentales, ése debería constituir otro caso.

Pero algo le decía que no era así, que de alguna manera aquellas dos situaciones tan dispares entretejían sus tramas. Sospechaba que, si bien no disponía de ningún tipo de pruebas, el eslabón tenía que ser Osborn.

A McVey no le gustaba. Parecía que todo se le escapaba de las manos.

– Soluciona el asunto Osborn/Merriman y encontrarás la clave de todo -dijo en voz alta. Se dio cuenta de que el dedo gordo del pie comenzaba a perforarle el calcetín. De pronto, por primera vez en muchos años se sintió verdaderamente solo.

En ese momento llamaron a la puerta. McVey, intrigado, se levantó a abrir.

– ¿Quién es? -preguntó abriendo la puerta hasta la cerradura de la cadena. Un policía esperaba en el pasillo.

– Prefectura Central de la Policía de París, señor. Soy el agente Sicot. Ha habido un tiroteo en al apartamento de Vera Monneray – dijo.

Capítulo 60

McVey observó la pistola automática del 45 que Barras había depositado cuidadosamente sobre una servilleta de lino en la mesa del comedor de Vera Monneray. Sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta, lo metió en el cañón de la pistola y la levantó. Era un Colt fabricado en Estados Unidos al menos diez o quince años atrás.

McVey lo dejó sobre la mesa, recuperó su bolígrafo y observó el ajetreo a su alrededor. Era domingo por la noche pero la Policía de París había conseguido llenar el piso de técnicos y especialistas.

Al otro lado del pasillo, en el salón vio a los inspectores Barras y Maitrot hablando con Vera Monneray. A un lado había una mujer policía de uniforme. Sentado en la mecedora de «Alicia en el país de las maravillas» estaba el conserje a quien todo el mundo llamaba Philippe.

McVey se dirigió al pasillo y divisó a uno de los integrantes del equipo técnico, un hombre delgado con gafas que raspaba una mancha de sangre seca en la pared. Más allá, un fotógrafo calvo terminaba su propia faena. Y luego, un hombrón con aspecto de luchador de peso pesado se aplicaba con delicadeza a sacar una bala incrustada en la superficie de la mesa de cerezo.

Las actividades que se llevaban a cabo en el apartamento ofrecían un cuadro razonablemente acertado de lo que había sucedido. Por ahora, sin embargo, al menos en opinión de McVey lo que importaba era la pistola del 45 sobre la mesa del comedor.

Se podía observar una pequeña pistola del tamaño de la palma de la mano. Del calibre 25 o 32, una Walther o una Beretta italiana o, más verosímil aún, una Mab francesa, ése sería el tipo de arma que un alto dignatario del gobierno francés le pasaría a su amiga para defenderse en una emergencia. Pero un U.S. Cok automático del calibre 45 era un arma de hombre. Grande y pesado, con un potente retroceso. Así de entrada no tenía sentido.

McVey pasó junto al fotógrafo, atareado ahora en la puerta del pasillo exterior y observó el salón. Barras acababa de preguntarle algo a Vera Monneray porque ella negaba con la cabeza. Y entonces levantó la mirada y vio que McVey la observaba. Volvió de inmediato a Barras.

Lo primero que Barras le contó a McVey al llegar fue que le habían notificado que Francois Christian había hablado con Vera pero que no vendría a verla. Era la manera que Barras tenía de explicar las cosas, de decirle a McVey que había importantes asuntos en juego y que sería mejor que se mantuviera al margen de los procedimientos sobre todo en lo que se refería a mademoiselle Monneray.

Si Lebrun estuviese ahí, puede que las cosas fueran distintas. Pero Lebrun no estaba. Había salido de la ciudad aquella tarde por asuntos personales. Nadie, incluyendo a su mujer, parecía saber para qué ni adonde había ido y había sido imposible establecer contacto con él o con el correo electrónico. Por eso habían llamado a McVey. Era evidente que lo habían hecho de mala gana porque Barras y Maitrot como parte del equipo de vigilancia habían llegado a la escena del tiroteo inmediatamente después de que éste se produjera pero habían pasado dos horas hasta que habían enviado al agente Sicot a buscarlo al hotel.

A McVey eso no le sorprendía. Sucedía lo mismo con la policía en todas partes. Poli o no, si no eras uno de los suyos, no eras de los suyos. Si querías estar enterado tenían que invitarte y eso tardaba tiempo. Así por lo general el trato era cordial pero sólo contabas con tus propios medios y a veces eras la última persona a quien llamaban.

McVey volvió por el pasillo y entró en la cocina. Se había lanzado una llamada a todas las unidades en busca de un hombre alto de un metro noventa vestido con pantalones grises y chaqueta oscura que hablaba francés pero con acento holandés o alemán. No era mucho pero era algo. Al menos, salvo que Vera Monneray se lo estuviera sacando de la manga, cosa que McVey dudaba, era la prueba de que el hombre alto existía.

Salió de la cocina por una puerta abierta que daba a la escalera de servicio. El equipo de técnicos trabajaba en la escalera y el rellano dos pisos más abajo donde una puerta de servicio daba a la calle. Observando mientras avanzaba, McVey bajó las escaleras hasta el rellano y miró por la puerta abierta. Un par de policías custodiaba la entrada.