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Vera les había contado a Barras y Maitrot que había regresado a casa del hospital debido a intensos calambres menstruales. Al llegar había tomado un analgésico específico que tenía siempre en casa y se tendió a descansar. Al cabo de un rato empezó a sentirse mejor y decidió volver al trabajo. Llamó a Philippe para pedirle un taxi y cuando él le avisó que había llegado, Vera fue a buscar su cartera al pasillo y se dio cuenta de que estaba demasiado oscuro y que la luz del salón estaba apagada. Fue en ese momento cuando el hombre se abalanzó sobre ella.

Vera se libró y corrió hacia el comedor en busca del arma que Francois Christian había dejado allí para las emergencias. Se volvió, apuntó y disparó varias veces -no recordaba cuántas- al hombre alto. Éste escapó corriendo por la puerta de servicio y bajó por la escalera hasta llegar a la calle. Ella lo persiguió pensando que tal vez lo había herido y entonces Barras y Maitrot la habían encontrado junto a la puerta y con el arma en la mano. Dijo que había oído el ruido de un coche que se alejaba pero que no lo vio.

McVey salió y vio los destellos blanquiazules de los coches de policía. El equipo técnico medía las marcas de las ruedas de un coche en la calle, paralelas y casi directamente frente a la puerta por la que él había salido.

Bajó a la calle y miró en la dirección en que había salido el coche y caminó siguiendo la ruta de la fuga lejos de los destellos de los coches en medio de la oscuridad. Caminó otros quince metros y se volvió. Se agachó y estudió la calle. Era una calle de asfalto con una base de adoquines. Levantó la cabeza hasta que mantuvo el nivel de los ojos a la altura de las luces de los coches. Algo brilló en la calle, a unos cinco metros. Era una astilla de un espejo retrovisor del tipo que llevan los coches.

Se lo deslizó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta y caminó hacia las luces hasta encontrarse exactamente frente a la puerta de servicio y luego miró por encima del hombro. Al otro lado de la calle, las ventanas de otros apartamentos estaban encendidas y se divisaba las siluetas de los inquilinos que miraban la calle.

Manteniendo la misma línea en relación con la puerta cruzó hacia el edificio al otro lado de la calle. La única iluminación aquí era la de las farolas de la calzada, a unos doce pasos. McVey pasó junto a una verja de metal con puntas recién pintadas hasta llegar al edificio. Examinó la superficie de ladrillo y piedra bajo la luz tenue. Buscaba una astilladura reciente en la piedra o el ladrillo, un punto en el que hubiera impactado una bala disparada contra el coche desde el otro lado de la calle. Pero no vio nada y pensó que tal vez se equivocaba, que al fin y al cabo el trozo de espejo no había sido astillado por un disparo y que quizá llevaría tiempo tirado allí.

Los del equipo técnico en la calle habían terminado de efectuar mediciones y volvían al interior del edificio. McVey iba a entrar con ellos cuando de pronto se percató de que faltaba una de las puntas que coronaban la verja de hierro recién pintada. Fue al otro lado de la verja y se agachó para buscar la punta en el suelo. Entonces la vio a la sombra de un surtidor de agua, al borde del edificio. La recogió y vio que la parte frontal estaba doblada por la fuerza de un fuerte impacto. Allí donde se había producido el impacto, la pintura fresca dejaba al descubierto un brillante trozo de acero.

Capítulo 61

Al escapar, Bernhard Oven había tomado la decisión más acertada. El primer disparo del americano, desviado a causa del cuchillo clavado en la mano, le había abierto un surco sangriento en la base de la mandíbula. Había tenido suerte. Sin el cuchillo, Osborn le habría dado entre ceja y ceja. Si Oven hubiera tenido la Walther a mano en lugar del cuchillo, le habría hecho lo mismo a Osborn y luego habría matado a la chica.

Pero no había sido así. Tampoco había decidido quedarse y enfrentarse al americano porque al oír los disparos, los policías que esperaban fuera habrían llegado rápidamente como de hecho lo hicieron. Lo último que Oven deseaba era enfrentarse a un hombre furibundo armado y a la policía entrando por la puerta a su espalda.

Aunque hubiera matado a Osborn, existía una gran probabilidad de que la policía lo atrapara o lo hiriera. Si hubiera sucedido eso, tal vez habría sobrevivido un día en la cárcel hasta que la Organización hubiera encontrado un medio para eliminarlo. Ésa era otra razón por la que su retirada había sido oportuna y bien pensada.

Pero su huida le creaba otro problema. Por primera vez lo habían visto con toda claridad. Los testigos eran Osborn y Vera Monneray, que más tarde lo describirían a la policía como muy alto, al menos un metro noventa, pelo y cejas rubios.

Eran casi las nueve y media, poco más de dos horas después del tiroteo. Oven se levantó de la silla de respaldo alto donde se había quedado cavilando y entró en el dormitorio del piso de dos habitaciones en la rué de l'Église, abrió la puerta del armario y sacó unos vaqueros recién planchados. Los dejó sobre la cama, se sacó los pantalones de franela gris, los colgó cuidadosamente y los dejó en el armario.

Se puso los vaqueros, se sentó en el borde de la cama y soltó las tiras de velero que unían las prótesis de veintitrés centímetros de piernas y pies a los muñones de sus piernas en el punto de amputación entre el tobillo y la rodilla.

Abrió una maleta de tapa plástica dura y sacó un segundo par de prótesis idénticas a las otras pero doce centímetros más cortas. Las fijó a los muñones de cada pierna, volvió a ajustar las tiras de velero, se colocó unos calcetines blancos de deporte y luego unas Reebook de caña alta.

Se levantó, dejó la maleta con las prótesis en un cajón y fue al baño. Se colocó una peluca negra y se oscureció las cejas con rimel de color negro.

A las nueve y cuarenta y dos minutos, con una pequeña gasa cubriéndole la huella de la bala en la mandíbula, el Bernhard Oven de un metro ochenta, de pelo y cejas negros, salió de su piso en la rué de l'Église y caminó media manzana hasta el restaurante Jo Goldenberg en el número 7 de la rué Rosiers. Escogió una mesa junto a la ventana, pidió una botella de vino israelí y el plato especial de la cena, hojas de parra rellenas con carne picada y arroz.

Paul Osborn estaba acurrucado en la oscuridad encima de la vieja caldera en el sótano del número 18 del Quai de Bethune en un espacio de un metro cuadrado que no se podía ver desde abajo, con la cabeza a escasos centímetros del polvoriento techo de cemento plagado de telarañas.

Encontró el escondrijo sólo momentos antes de que los primeros policías invadieran la zona y ahora, casi tres horas después, aún permanecía allí. Hacía ya bastante rato que había dejado de contar las veces que las ratas se acercaban furtivamente a husmearlo y mirarlo con sus horribles ojos púrpura. Si algo agradecía era la noche cálida y que nadie en el edificio hubiera encendido aún la calefacción.

Durante las dos primeras horas parecía que la policía anduviera en todos los rincones del sótano. Policías uniformados y de civil con las tarjetas de identificación sujetas a la chaqueta. Iban y venían hablando en francés riendo de vez en cuando con algún chiste que no | entendía. Era una suerte que no hubieran traído perros.

Su mano había dejado de sangrar pero el dolor era insoportable. Osborn estaba entumecido, tenía sed y el cansancio lo agobiaba. Se había dormido unas cuantas veces para volver a despertar cuando los policías buscaban por todos lados, salvo donde él se encontraba.

Ahora, desde hacía un rato, todo estaba en silencio y se preguntó si aún permanecerían en el edificio. Seguro que no se habían marchado porque Vera habría venido a verlo. Y luego se le ocurrió que tal vez no podía y que la policía habría dejado un par de hombres para protegerla en caso de que volviera el hombre alto. ¿Qué pasaría entonces? ¿Cuánto tiempo permanecería allí hasta que se decidiera a salir?