– ¿Adonde vamos?- preguntó Joanna en voz baja.
Von Holden no dijo nada y ella sintió un temblor excitante mientras avanzaban. Pascal von Holden era un hombre que podía atraer y poseer a cualquier mujer que se propusiera. Vivía en un mundo de gente sumamente adinerada y bella próxima a la realeza. Joanna no era más que una terapeuta común y corriente que hablaba inglés con acento sureño. Había tenido una aventura con él la noche anterior y sabía que no representaba nada especial. Entonces, ¿cómo se explicaba que ahora quisiera repetir la experiencia? Si era eso lo que perseguía.
Al final del pasillo había unas escaleras. Al llegar arriba, Von Holden abrió una puerta. Se apartó a un lado, la invitó a entrar y cerró la puerta a su espalda.
Joanna estaba boquiabierta mirando hacia arriba. La habitación en que se encontraban alojaba una enorme rueda de molino impulsada por el flujo de una rápida corriente de agua.
– Este sistema proporciona energía a las instalaciones de la casa -dijo Von Holden-. Camina con cuidado porque el suelo es resbaladizo.
Von Holden la cogió del brazo y la condujo a otra puerta. La abrió y encendió una luz. La sala era de piedra y madera, de unos dos metros cuadrados. En el medio había una fuente de agua que borboteaba rodeada de bancos de piedra. Von Holden señaló una puerta de madera.
– Ahí dentro hay una sauna. Todo muy natural y bueno para la salud -dijo.
Joanna se sonrojó y al mismo tiempo sintió su cuerpo invadido por una ola de calor.
– No he traído nada para cambiarme -se excusó.
– Ah, los diseños de Uta son una maravilla -dijo él sonriendo.
– No entiendo.
– El vestido se ciñe al cuerpo y está hecho para ponérselo sin ropa interior, ¿no es así?
Joanna volvió a sonrojarse.
– Sí, pero…
– La forma siempre obedece a la función -dijo Von Holden, y se inclinó para coger una de las borlas doradas de los hombros-. Esta borla del adorno…
Joanna notaba que Von Holden quería hacer algo pero no entendía de qué se trataba.
– ¿Qué pasa con la borla?
– Si uno le da un pequeño tirón. De pronto, el vestido de Joanna se abrió y cayó elegantemente al suelo como la cortina de un escenario.
– Ya ves, estás lista para un baño y una sauna -dijo Von Holden, y retrocedió un paso para recorrerla con la mirada.
Joanna sintió un deseo que jamás había experimentado, incluso más intenso, si era posible, que la noche anterior. Jamás había sentido que la presencia de un hombre fuera tan devastadoramente erótica. En ese momento habría hecho lo que hubiera querido él y si cabía más.
– ¿Te gustaría desnudarme? Sería bastante justo cambiar los papeles, ¿no te parece?
– Sí -dijo Joanna, en un susurro-. Dios mío, ya lo creo que me parece justo.
Y entonces Von Holden la tocó y ella se acercó y lo desvistió y luego hicieron el amor en la piscina y sobre los bancos de piedra y también en la sauna.
Agotados por el amor descansaron entre besos y caricias y luego Von Holden volvió a poseerla lenta y decididamente en posiciones insospechadas que superaban toda fantasía. Joanna miró hacia arriba y se vio reflejada en el techo de espejos y luego en la pared de espejos a su izquierda y todo eso le hizo reír de goce e incredulidad. Por primera vez en su vida se sentía una mujer atractiva y deseada y aprovechó las delicias y Von Holden la dejó. El tiempo le pertenecía, todo el tiempo que quisiera.
En un estudio de paredes oscuras en la segunda planta del edificio principal de Anlegeplatz, Uta Baur y el doctor Salettl observaban tranquilos, sentados en cómodas sillas, el ejercicio amoroso en tres pantallas gigantes de alta definición. Las imágenes provenían de cámaras operadas por control remoto montadas detrás de los espejos. Cada cámara tenía su propio monitor, lo cual proporcionaba una visión total de la actividad que en ese momento grababan.
Resultaba difícil saber si alguno de los dos se sentía excitado por las imágenes, no porque ambos fueran septuagenarios sino porque la observación era puramente clínica. Von Holden no era más que un instrumento en el estudio. El verdadero interés se concentraba en Joanna.
Finalmente, Uta estiró sus dedos largos y pulsó un botón. La pantalla se apagó y ella se levantó.
– Ja -le dijo a Salettl-. Ja -repitió, y salió de la habitación.
Capítulo 63
El reloj de Osborn marcaba las 2.11 de la madrugada del lunes 10 de octubre.
Hacía treinta minutos que había subido hasta la última planta y había cogido el ascensor oculto hasta el cuarto bajo los aleros del tejado del número 18 Quai de Bethune. Al borde de sus fuerzas entró en el aseo, abrió el grifo y bebió abundante agua. Luego se desprendió del pañuelo de Vera empapado en sangre y se limpió la herida. La mano le palpitaba con fuerza y tuvo serios problemas para abrirla. Sin embargo, el dolor era un buen signo porque si bien el corte había sido profundo, ni los nervios ni los tendones habían sufrido daños graves. El cuchillo del hombre alto se le había clavado entre los huesos del metacarpio, justo antes de la articulación entre el segundo y tercer dedo.
Al ver que podía abrir y cerrar la mano tuvo la certeza de que no había sufrido ningún daño permanente. De todos modos necesitaría una radiografía para estar seguro.
Si había un hueso roto o astillado, habría que operarlo y escayolarlo. Si no lo trataba, corría el riesgo de que sanara con una malformación, lo cual lo convertiría en un cirujano manco, algo que casi equivalía al fin de su carrera. Eso, contando que tuviera una carrera con que seguir adelante.
Buscó la crema antiséptica que había usado Vera para curarle la herida de la pierna, se la frotó en la mano y la cubrió con un vendaje limpio. Luego fue al cuarto pequeño, se tendió en la cama y se sacó aparatosamente los zapatos con una sola mano.
Había esperado una hora entera hasta que McVey se había ido y luego bajó de la caldera y subió por las escaleras de servicio a oscuras. Subió cautelosamente peldaño por peldaño esperando encontrarse de pronto con un hombre uniformado que le encañonara. Pero no había sucedido nada, de modo que era evidente que si había policías apostados en la zona, estaban fuera.
McVey tenía razón. Si la policía francesa lo detenía y lo encarcelaba, el hombre alto encontraría un medio para matarlo. Luego iría a por Vera. Osborn estaba atrapado y McVey era la tercera y última parte del triángulo.
Se desabrochó la camisa, apagó la luz y se tendió en la oscuridad. A pesar de que su pierna se había recuperado, empezaba a entumecerse debido al cansancio. Descubrió que el dolor palpitante de la mano disminuía si la mantenía en alto y la sostuvo sobre una almohada. Tendría que haberse dormido inmediatamente tumbado por el agotamiento, pero demasiadas cosas le rondaban el pensamiento.
La brusca aparición de Vera y el hombre alto había sido producto de una mera coincidencia. Pensando que Vera estaba en el hospital y que el piso estaba vacío, había bajado con la intención de llamar por teléfono. Se debatió durante horas antes de llegar a la conclusión de que lo más realista sería llamar a la embajada americana en París, explicar quién era y pedir ayuda. Eso significaba que, básicamente, se entregaba a la merced del gobierno de Estados Unidos. Con suerte lo protegerían de la ley francesa y tal vez, en el mejor de los casos, considerarían las circunstancias y le perdonarían lo que había hecho. Él no había matado a Henri Kanarack. Además, su iniciativa haría que toda la atención se centrara sobre él y sacaría a Vera de la sombra de un escándalo que podía conducirla a la ruina. Durante casi treinta años había sostenido su propia guerra particular. No era ni correcto ni justo que sus demonios dieran al traste con la vida de Vera, aparte todo lo que hubiera entre ellos. Eso pensaba hasta que abrió la puerta y vio que el hombre alto le apretaba la navaja contra el cuello. En ese instante, toda la nitidez de su plan se desvaneció y cambió todo. Vera estaba implicada quisiéranlo o no. Si recurría al embajador americano todo se acabaría ahí, sería igual que caer en manos de la policía. La menor de las medidas sería mantenerlo bajo custodia hasta que las cosas se aclararan. Con la publicidad que se había tejido en torno al asesinato de Kanarack/Merriman, los medios de comunicación se abalanzarían sobre el caso y el hombre alto o sus cómplices sabrían dónde se encontraba. Cuando lo cogieran, irían a por Vera tal como había pronosticado McVey.