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– Ahora empiezan a tener sentido las cosas.

– ¿Qué? -preguntó Noble.

– El hermano de Lebrun, Antoine, nuestro director de Seguridad. Esta mañana lo encontraron muerto de un disparo. Parece un suicidio pero puede que no lo sea.

McVey lanzó una imprecación. Lebrun ya se encontraba en un estado deplorable y no había para qué contarle que su hermano había muerto.

– Cadoux, tengo serias dudas de que se trate de un suicidio. Está sucediendo algo con la implicación de Merriman pero ahora cobra un alcance mucho mayor. Y, sea lo que sea, o sea quien sea, ahora están matando policías.

– Yves, creo que será mejor que detengan a Klass lo antes posible -dijo Noble sin dudarlo.

– Perdón, Ian. No creo que sea lo más apropiado -dijo McVey que se había incorporado y ahora paseaba detrás de la mesa de Lebrun-. Cadoux, encuentre a alguien en quien pueda confiar. Incluso puede ser alguien de otra ciudad. Klass no sospecha que le seguimos los pasos. Tendrá que pincharle el teléfono de la casa y hacer que lo sigan. Que vean a dónde va, con quién habla. Y luego seguir hacia atrás en el tiempo la muerte de Antoine. Vea si puede seguirle la pista desde el momento en que se reunió con Lebrun el domingo hasta la hora de su muerte. No sabemos de qué lado estaba. Finalmente, y hay que hacerlo con cautela, descubra con quién habló Klass en Interpol en Washington para pedir los antecedentes de Merriman a la policía de Nueva York.

– Ya entiendo -dijo Cadoux.

– Capitán, tenga cuidado -advirtió McVey.

– Eso haré, gracias. Au revoir.

Se oyó el «clic» del auricular cuando Cadoux colgó al otro lado de la línea.

– ¿Quién es este doctor Klass? -preguntó Noble.

– ¿Más allá de quien parece ser? No lo sé.

– Me pondré en contacto con el MI6. Puede que nosotros también sepamos algo acerca de él.

Noble colgó y McVey se quedó mirando la pared irritado por no acabar de entender lo que estaba sucediendo. Era como si de pronto se hubiese convertido en un policía incompetente. Alguien llamó a la puerta y un agente uniformado asomó la cabeza para decirle en inglés que llamaba el conserje del hotel.

– La línea dos -dijo.

– Mera. -El hombre salió, McVey cogió el auricular y pulsó la línea dos-. McVey al habla.

– Dave Gifford, hotel Vieux -respondió una voz de hombre.

Antes de salir del hotel, McVey le había dado doscientos francos al conserje, un americano expatriado, para que le informara sobre cualquier llamada o comunicación dirigida a él.

– ¿Ha llegado un fax de Los Ángeles?

– No, señor.

¿Qué diablos estaba haciendo Hernández con esa información sobre Osborn? ¿Acaso pensaba enviarla a París por mano? McVey se sentó, abrió una libreta de notas y cogió un lápiz. Lo había llamado el inspector Barras dos veces en una hora. También lo había llamado su fontanero de Los Ángeles para confirmarle que su sistema automático de riego estaba instalado y funcionaba. El fontanero quería que le diera instrucciones para programar los días de riego y la intensidad.

– Jooder -dijo McVey a media voz.

Finalmente había una llamada que según el conserje era probablemente una broma. La persona que había llamado tres veces insistía en hablar personalmente con

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McVey. No había dejado ningún mensaje pero parecía más agitado cada vez que llamaba.

Había dicho que se llamaba Tommy Lasorda.

Capítulo 66

Joanna se sentía como si la hubieran drogado y arrastrado a una pesadilla.

Después de la maratón sexual en la habitación de la piscina con espejos, Von Holden la había invitado a Zúrich. La primera reacción de Joanna fue sonreír y disculparse. Estaba agotada. Había dedicado siete largas horas a trabajar con el señor Lybarger, estimulándolo para darle confianza y hacerle caminar sin bastón. Intentaba cumplir con el plazo fatal fijado por Salettl. Hacia las tres y media, Joanna vio que Lybarger había dado de sí todo lo que podía y lo condujo a sus habitaciones para que descansara. Esperaba que después de una siesta, se sirviera una cena ligera y se retirara a dormir temprano. Pero Lybarger se había arreglado para la cena formal y Joanna lo vio lúcido, alerta y con suficiente energía para escuchar los discursos interminables de Uta Baur y más tarde para asistir al recital de piano de Eric y Edward.

Si el señor Lybarger podía mantenerse en pie, bromeó Von Holden, no cabía duda de que Joanna podía acompañarlo a Zúrich a tomar una taza de ese infame chocolate suizo. Además, apenas eran las diez de la noche.

Primero se detuvieron en uno de los restaurantes favoritos de James Joyce, en la Ramistrasse, donde bebieron chocolate y café. Luego Von Holden la llevó a recorrer los lugares de la vida nocturna y entraron en un estrafalario café de la Münzplatz, cerca de la Bahnhofstrasse. Siguieron hasta el Champagne Bar del Hotel Central Plaza y luego se detuvieron en un pub de la Pelikanstrasse. Finalmente, bajaron a mirar la luna sobre las aguas del lago Zúrich.

– ¿Quieres conocer mi apartamento? -preguntó Von Holden con sonrisa malévola. Se apoyó en la baranda y tiró una moneda al agua deseando buena suerte.

– ¡Estás de broma! -dijo Joanna, que se sentía incapaz de dar un paso más.

– No, no es broma -dijo Von Holden, y le acarició el pelo.

Joanna se asombró de su propia excitación. Incluso dejó escapar una risilla…

– ¿Por qué te ríes?

– Por nada…

– Entonces, acompáñame…

Joanna lo miró a los ojos.

– Eres un cabrón -dijo.

– Yo soy así -dijo él.

Tomaron una copa de coñac en la terraza de Von Holden, desde donde se dominaba la ciudad antigua, y él le contó historias de su infancia transcurrida en una enorme granja ganadera en Argentina. Después la llevó a la cama y volvieron a hacer el amor.

«¿Cuántas veces esta noche?» -pensó Joanna. Recordó a Von Holden de pie junto a ella, con su enorme pene aún después del amor. Y luego sonriendo tímido. Von Holden le preguntó si no le importaba que le atara las muñecas y los pies a la cama. Hurgó en el armario hasta encontrar unas tiras suaves de terciopelo. No sabía por qué quería usarlas, pero la verdad es que siempre lo hacía porque se excitaba hasta lo indecible. Cuando ella miró y constató que Von Holden no mentía, soltó una risilla y le dijo que podía hacerlo si le causaba placer.

Entonces, antes de atarla, Von Holden le confesó que ninguna mujer le había hecho lo que ella. Luego le bañó los pechos en coñac y como un gato en celo los lamió hasta la última gota. Presa del éxtasis, Joanna se tendió mientras él la ataba. Cuando Von Holden se acostó a su lado, Joanna empezó a ver unos puntos de luz brillantes que le estallaban detrás de los ojos y sintió una ligereza que jamás había experimentado. Sintió su peso sobre ella y el tamaño de su miembro cuando la penetró con tanta entereza. Cada vez que él arremetía, los puntos de luz se volvían más grandes y brillantes y luego fueron nubes de colores increíbles y formas grotescas y caóticas. En algún momento, si es que el tiempo existía, en aquel calidoscopio irreal que la envolvía, en el centro -en su propio centro- tuvo la sensación de que Von Holden se apartaba y que otro hombre tomaba su lugar. Luchando contra el sueño, Joanna intentó abrir los ojos para descubrir si era verdad. Pero no lograba alcanzar ese estado de conciencia porque seguía cayendo en el torbellino erótico de la luz y el color y la sensación de esa nueva experiencia.