– ¡Hostia! -dijo McVey, en voz baja. ¿Cómo no lo había visto antes? La respuesta a lo que estaba sucediendo no tenía que ver con Merriman o con Osborn sino con las cuatro personas que Merriman había liquidado treinta años antes, entre ellos el padre de Osborn.
McVey se encontraba bajo el efecto de un golpe de adrenalina.
– ¿En qué trabajaba su padre? -preguntó.
– ¿Su profesión?
– Eso.
– Pues… inventaba cosas -dijo Osborn.
– ¿Qué diablos quiere decir?
– Por lo que recuerdo, en aquel entonces trabajaba en algo parecido a un banco de cerebros de alta tecnología. Discurría algo y luego construía el prototipo de su idea. Creo que estaba relacionado sobre todo con el diseño de instrumentos médicos.
– ¿Recuerda el nombre de la empresa?
– Se llamaba Microtab. Recuerdo muy bien el nombre porque enviaron una gran corona de flores cuando murió mi padre. El nombre estaba en la tarjeta pero no apareció ningún directivo de la empresa -recordó Osborn, con la mirada en el vacío.
McVey entendió el profundo dolor de Osborn. Sabía que tenía el funeral en su memoria como si hubiera ocurrido ayer. Seguramente le había sucedido lo mismo al ver a Merriman en la cervecería.
– Esta empresa Microtab, ¿estaba en Boston?
– No, en Waltham, es un suburbio.
McVey escribió: Microtab, Waltham, Mass. 1966.
– ¿Tiene idea de cómo trabajaba? ¿Trabajaba solo o en equipo?
– Mi padre trabajaba solo. Todos trabajaban solos. No se les permitía a los empleados hablar sobre sus trabajos incluso entre ellos. Recuerdo que en una ocasión mi madre discutió de eso con él. Ella pensaba que era ridículo que no pudiera hablar con el tipo del despacho de al lado. Después, supuse que tenía que ver con las patentes y ese tipo de cosas.
– ¿Sabe algo del invento en que trabajaba cuando lo mataron?
Osborn sonrió levemente.
– Sí, lo había terminado y lo llevó a casa para enseñármelo. Estaba orgulloso de su trabajo y solía mostrarme las cosas que hacía. Aunque supongo que no debía haberlo hecho.
– ¿Qué era?
– Un bisturí.
– ¿Un bisturí? ¿De cirugía? -McVey sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.
– Sí.
– ¿Recuerda usted qué forma tenía? ¿Por qué era diferente de otros bisturíes?
– Era una pieza fundida en una aleación especial capaz de soportar variaciones extremas de temperatura y conservar sus cualidades quirúrgicas. Tenía que montarse en un brazo robotizado y manejarse por ordenador.
Ya no eran sólo los pelos de la nuca lo que McVey sentía.
Era como si le hubieran vaciado cubos de hielo por la espalda.
– Alguien iba a trabajar quirúrgicamente bajo temperaturas extremas. ¿Con un robot que manejara el bisturí de su padre y levara a cabo la operación?
– No lo sé. No olvide que en aquellos años los ordenadores eran unos aparatos gigantescos y ocupaban una habitación entera. De modo que no sé hasta qué punto habría sido práctico, aunque funcionara.
– Y las temperaturas.
– ¿Qué temperaturas?
– Dijo que eran temperaturas extremas. ¿Qué quiere decir eso? ¿Temperaturas altas o bajas, o ambas?
– No lo sé. Pero por aquel entonces ya se habían hecho algunos experimentos con cirugía de láser, es decir, básicamente, la transformación de energía en calor. Supongo que si trabajaban con conceptos quirúrgicos innovadores, investigaban en el sentido contrario.
– Con frío.
– Exactamente.
De pronto la sensación de hielo desapareció y Mc-Vey sintió una ola de sangre caliente que lo recorría. Ahí estaba lo que lo había impulsado una y otra vez al caso Osborn. Acababa de dar con la conexión entre Osborn, Merriman y los cuerpos decapitados.
Capítulo 71
Berlín Lunes, 10 de octubre. 22.15
– Es ist spdt, Uta. Ya es tarde, Uta -dijo Konrad Peiper con un asomo de irritación.
– Lo siento, Herr Peiper. Pero ya ve que yo no puedo hacer nada -dijo Uta Baur-. Supongo que estarán a punto de llegar -añadió lanzando una mirada furtiva al doctor Salettl, que no respondió.
Ella y Salettl habían venido desde Zúrich aquella mañana a primera hora en el jet privado de Elton Lybarger para ocuparse directamente de los últimos preparativos antes de que llegaran los demás. En una situación normal, Uta habría comenzado media hora antes.
Los invitados reunidos en el salón privado del último piso de la Galerie Pamplemousse, una galería de cinco pisos destinada al Neu Kunst o arte nuevo, en el Kurfürstendamm, no eran el tipo de personas a quienes se hacía esperar, sobre todo a esa hora de la noche. Pero los hombres que los invitados esperaban no eran el tipo de personas que se atreverían a insultar retirándose antes de su llegada. Sobre todo cuando habían venido respondiendo a su invitación.
Uta, que vestía de negro como era habitual, se levantó y cruzó la sala hacia una mesa sobre la que reposaba una gran tetera de plata llena de café arábigo, bandejas con diversos canapés, dulces y agua embotellada, todo atendido por dos simpáticas chicas con vaqueros ajustados y botas de cuero.
– Vuelva a llenar la cafetera, por favor. El café no es reciente -le espetó Uta a una de ellas. La chica obedeció inmediatamente y desapareció por una puerta en dirección a la cocina.
– Les daré quince minutos más. ¿No se dan cuenta que yo también soy un hombre ocupado? -se quejó Hans Dabritz, y programó su reloj, cogió unos cuantos canapés en un plato y volvió a sentarse.
Uta se sirvió un vaso de agua mineral y recorrió el salón con la mirada observando a los impacientes invitados. Los presentes constituían la élite, la flor y nata de la Alemania contemporánea. Uta tenía en mente las descripciones esenciales de cada uno.
«El diminuto hombre de la barba, Hans Dabritz, cincuenta años. Negocios inmobiliarios y hombre clave en la política. Su actividad inmobiliaria comprende enormes complejos de apartamentos en Kiel, Hamburgo, Munich y Dusseldorf, instalaciones industriales y edificios de oficinas en alza en Berlín, Frankfurt, Es-sen, Bremen, Stuttgart y Bonn. Dueño de manzanas enteras del centro de Bonn, Frankfurt, Berlín y Munich. Miembro del Consejo de Administración del Deutsche Bank de Frankfurt, el banco más importante de Alemania. Sus donaciones a los políticos locales son cuantiosas y constantes y a muchos los controla personalmente. Se suele bromear con la idea de que la mayor influencia en el Bundestag, la Cámara Baja del Parlamento, se encuentra en manos del hombre más pequeño de Alemania. En los pasillos fríos y sobrios de la política alemana, Dabritz es considerado como el titiritero mayor. Casi nunca falla cuando se trata de conseguir lo que ambiciona.