Jean Packard lo dobló por la mitad y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
– Dentro de dos días le diré algo -dijo. Terminó de beber el vaso de agua, se levantó y salió.
Durante un rato largo, Paul Osborn se quedó mirando hacia donde había desaparecido. No sabía cómo debía sentirse ni qué pensar. Por una mera circunstancia del azar, al escoger sin pensarlo un lugar para beber una taza de café en una ciudad de la que no conocía nada, todo había cambiado. Y el día que él había pensado que jamás llegaría, había llegado. De pronto había surgido la esperanza. No era sólo una retribución sino también una redención de la larga y terrible servidumbre a que lo había condenado aquel asesino. Durante casi tres décadas, desde la adolescencia a la condición de adulto, su vida había sido una tortura solitaria plagada de terrores y pesadillas. Muy a su pesar, el incidente volvía a rondarle la mente una y otra vez, alimentado implacablemente por el sentimiento de culpa que lo roía, como si fuese él el responsable de la muerte de su padre, que de alguna manera podría haber evitado si hubiera sido mejor hijo, más vigilante, si hubiera visto el cuchillo a tiempo para gritarle, o incluso para interponerse en el camino. Pero eso era sólo un aspecto. El resto era aún más oscuro y devastador.
Desde la niñez hasta su vida de adulto, a través de innumerables consejeros, terapeutas, hasta alcanzar una situación aparentemente segura de éxito profesional en que refugiarse, Osborn había luchado sin éxito contra otro demonio, aún más trágico: el terror paralizante y castrador de ser abandonado, iniciado con la drástica demostración de un asesino de cuan rápido podía desaparecer el amor.
Había sido verdad en ese momento y desde entonces seguía siendo verdad. Al principio, por las circunstancias, junto a su madre y su tía. Y, más tarde, en el curso del tiempo, con sus amantes y sus amigos. La culpa de lo que sucedía en su vida adulta era suya. A pesar de que comprendía sus causas, le seguía siendo imposible controlar las emociones. Cuando asomaban el verdadero amor o la verdadera amistad, el terror brutal de que alguien pudiera arrancársela una vez más surgía en él desde la nada y lo envolvía como una marea furiosa. Y de ahí una desconfianza y unos celos contra los que se sentía impotente. Debido a un puro instinto de autoprotección, la alegría, el amor y la confianza que habían existido se borraban de un plumazo.
Pero ahora, después de casi treinta años, había aislado la causa de su enfermedad. Estaba aquí, en París. Y cuando la encontrara, no lo notificaría a la policía, no intentaría la extradición ni seguiría los cauces de la justicia. Una vez que encontrara a aquel hombre, lo enfrentaría, y luego, como una enfermedad, lo eliminaría rápidamente. La única diferencia era que esta vez la víctima conocería a su asesino.
Capítulo 7
El día siguiente al funeral del padre de Paul Osborn, su madre decidió abandonar la casa y marcharse a vivir con su hermana a una casita de dos plantas en Cape Cod.
A su madre la llamaban Becky. Osborn suponía que era un apócope de Elizabeth, o de Rebecca, pero jamás había preguntado y jamás había oído que la llamaran por otro nombre que Becky. Al casarse con el padre de Paul tenía sólo veinte años y era estudiante de enfermería.
George David Osborn era un tipo apuesto, pero callado e introvertido. Se había trasladado de Chicago a Boston para matricularse en el Massachusetts Institute of Technology y, después de licenciarse, había comenzado a trabajar inmediatamente en Raytheon y luego en Microtab, una pequeña empresa de diseño técnico situada en la Ruta 128, en el centro de la alta tecnología. De su padre, Paul sólo sabía que diseñaba instrumentos quirúrgicos. Era demasiado pequeño para recordar qué tipo de instrumentos eran.
Lo que sí recordaba en la nebulosa que siguió al funeral era la mudanza desde la gran casa en los suburbios de Boston a una casa mucho más pequeña en Cape Cod. Y recordaba que, casi inmediatamente, su madre había comenzado a beber.
Recordaba las noches en que preparaba la cena para ambos, y luego dejaba que su plato se enfriara y se dedicaba a beber una copa tras otra hasta desvanecerse. Paul recordaba el temor que sentía a medida que las copas se le subían a la cabeza y él intentaba hacerla comer, pero ella se negaba. Al contrario, se irritaba.
Al principio eran pequeñas manifestaciones, pero su rabia siempre terminaba por alcanzarle a él. ¡Era culpa suya por no haber hecho nada! ¡Nada! Podía haber intentado salvar a su padre. Y si su padre viviera, decía, aún estarían en la gran casona de Boston, en lugar de tener que compartir aquella diminuta casa en Cape Cod con su hermana.
Y luego la ira se concentraba en el asesino y en la vida que le había legado a ella. Y luego estaban los de la policía, gente incapaz e impotente, hasta que finalmente la ira recaía sobre ella misma, la persona que más despreciaba, por no ser el tipo de madre que debería haber sido, por no estar preparada para lidiar con las secuelas de la tragedia.
A sus cuarenta años, la tía Dorothy era soltera y ocho años mayor que su hermana. Tenía un gran corazón y sufría de exceso de peso. Era una mujer sencilla y agradable que asistía a la iglesia todos los domingos, y era sumamente activa en la comunidad. Al traer a Becky y a Paul a su casa, hizo todo lo posible para que su hermana rehiciera su vida, para que volviera a la iglesia y estudiara enfermería, una carrera de la que un día estaría orgullosa.
– Dorothy no es más que una funcionaría que trabaja en la administración del condado -solía repetir su madre con el tercer Canadian Club con tónica-. ¿Qué sabe ella de lo terrible que es criar a un hijo sin el padre? ¿Cómo va a entender que la madre de un chico de diez años tiene que estar pendiente de él cada día cuando llega del colegio?
¿Quién le ayudaría con sus deberes? ¿Quién le prepararía la cena? ¿Quién velaría para que no trabara malas amistades? Dorothy no lo entendía. No podía entenderlo. Y seguía insistiendo en lo de la iglesia, en la carrera y en una vida normal. Becky juraba que estaba dispuesta a irse de la casa. El seguro de vida les había dejado suficiente dinero para vivir solos, aunque modestamente, hasta que Paul terminara el instituto.
Lo que Becky no entendía era que Dorothy no hablara de la iglesia, ni de su carrera ni de una nueva vida. Hablaba de su afición a la bebida. Dorothy quería que lo dejara, pero Becky no tenía la menor intención de dejarlo.
Ocho meses y tres días después, Becky Osborn saltó con su coche en el puerto de Barnstable y esperó sentada en él hasta que se hubo hundido. Acababa de cumplir treinta y tres años. El funeral se celebró en la Primera Iglesia Presbiteriana en Yarmouth, el 15 de diciembre de 1966. El día estaba gris y el pronóstico anunciaba nieve. Veintiocho personas, incluyendo a Paul y Dorothy, asistieron a la ceremonia. La mayoría eran amigos de Dorothy.
El 4 de enero de 1967, a los once años, la tía Dorothy se convirtió en la tutora legal de Paul Osborn. El 12 de enero del mismo año, éste ingresó en Hartwick, una escuela privada para chicos en Trenton, Nueva Jersey. Durante los siete años siguientes, Paul viviría allí diez de los doce meses del año.
Capítulo 8
El retrato que el técnico de la policía había dibujado de la cabeza decapitada fue publicado en los periódicos de Londres el martes por la mañana. Se le describía como persona desaparecida, y se rogaba a quien poseyera información que la transmitiera a la Policía Metropolitana de inmediato. Se facilitaba un número de teléfono con la advertencia de que, en caso deseado, se garantizaba el anonimato de quienes llamaran. A la policía sólo le interesaba tener noticias sobre aquel hombre para informar de su paradero a una familia destrozada por el dolor. No se mencionó que el rostro pertenecía a una cabeza cercenada del cuerpo.