Dos años más tarde, Von Holden fue oficialmente dado de baja en el ejército soviético y nombrado subdirector del Departamento de Administración de Deportes de Alemania del Este, responsable del entrenamiento de los deportistas alemanes de élite en el Instituto de Cultura Física de Leipzig. Entre ellos conoció a Eric y Edward Kleist, los sobrinos de Elton Lybarger.
En Leipzig, Von Holden fue reclutado además como «funcionario informal» del Ministerio de la Seguridad Estatal, la Stasi. Gracias a su entrenamiento como soldado del Spetsnaz, formaba a los reclutas en operaciones clandestinas contra ciudadanos de Alemania del Este, instruyendo a los «especialistas» en el arte del terrorismo y el asesinato. En aquel entonces hizo trasladar a Bernhard Oven del Cuarto Regimiento de Blindados. La valoración que Von Holden hizo de su talento no estuvo exenta de recompensas. Al cabo de dieciocho meses, Oven ya era uno de los hombres claves de la Stasi en el terreno y su asesino más eficiente.
Von Holden recordaba perfectamente aquella tarde en Argentina. Tenía entonces seis años y ese día se decidió su futuro. Habían salido a montar a caballo con un socio de su padre y durante el paseo, el hombre le preguntó qué quería hacer cuando fuera mayor. No era infrecuente que un hombre maduro le hiciera esa pregunta a un niño. Lo extraordinario fue la respuesta de Von Holden y lo que había hecho después.
– Trabajar para usted, ¡desde luego! -exclamó el joven Pascal, radiante y, espoleando su caballo, se había alejado por la pampa a galope tendido dejando al invitado solo sobre su montura. El hombre observó cuando la diminuta silueta, con destreza y cierta temprana predisposición a la impertinencia, lanzaba a su caballo en un salto por los aires volando por encima de unos arbustos hasta desaparecer. Fue en ese momento cuando se decidió el futuro de Von Holden. El hombre que le había hecho la pregunta era Erwin Scholl.
Capítulo 75
El suave chasquido de las ruedas sobre los rieles era reconfortante y Osborn se reclinó para dormitar. No recordaba si había dormido durante las dos horas que habían pasado acurrucados bajo el puente de Austerlitz. Sólo sabía que estaba cansado, que se sentía greñudo y sucio. Frente a él, apoyado con el codo en la ventana, McVey cabeceaba ligeramente. A Osborn le impresionaba la capacidad del policía para dormir en cualquier sitio.
Abandonaron su cobijo junto al Sena a las cinco y regresaron a la estación donde descubrieron que los trenes para Meaux partían de la estación del Este, a quince minutos en coche al otro lado de París. Presionados por el tiempo se arriesgaron a cruzar la ciudad en taxi confiando que el taxista, detenido al azar, no fuera otra cosa que lo que aparentaba.
Llegaron a la estación y entraron por puertas diferentes, los dos perfectamente conscientes de que las primeras ediciones de los periódicos en todos los quioscos anunciaban con grandes titulares el tiroteo de La Coupole con sus fotos destacadas más abajo.
Momentos más tarde, unas manos nerviosas compraban billetes separados en ventanillas diferentes. Ninguno de los dos empleados había hecho otra cosa que entregar los billetes de tren a cambio de dinero y servir al próximo en la fila.
Esperaron unos veinte minutos separados pero vigilándose mutuamente. El único motivo de sobresalto fue la aparición de cinco gendarmes que traían esposados a cuatro presos de aspecto hosco y se dirigían a uno de los trenes. Por un momento pareció que fueran a abordar el tren a Meaux, pero en el último instante cambiaron de dirección y se alejaron con sus siniestros pasajeros a otro andén.
A las seis y veinticinco, Osborn y McVey subieron con los otros viajeros y se sentaron separados en el mismo vagón del tren que salía de la estación del Este a las seis y media, con llegada a Meaux prevista para las siete y diez. Tendrían tiempo de sobra para viajar desde la estación hasta la pista de aterrizaje y encontrarse con el piloto de Noble y su Cessna ST95.
El tren tenía ocho vagones y pertenecía a un recorrido de cercanías de la línea EuroCity. Unas veinticinco personas, la mayoría empleados que partían a trabajar a primera hora, viajaban en el mismo compartimiento de segunda clase. El vagón de primera clase iba vacío, algo que McVey había estudiado cuidadosamente antes de comprar los pasajes. A dos hombres solos en un vagón vacío se los recordaba y describía fácilmente, aunque viajasen en asientos distintos. Los mismos dos hombres viajando entre otros pasajeros pasarían más desapercibidos.
Osborn se tiró el puño de la camisa hacia atrás y se miró el reloj. Faltaba un minuto para las siete. Quedaban once minutos para llegar a Meaux. Fuera divisó el sol que nacía en medio de una atmósfera gris, dándole un aspecto más suave y verde al campo.
El contraste con el sol ardiente de los montes ralos en el sur de California era inquietante. Sin ningún motivo en particular, conjuraba en Osborn imágenes de McVey y del hombre alto y la muerte que los acompañaba a ambos. La muerte no existía en ese paisaje. El viaje en tren, los parajes verdes y el amanecer era algo que debía ensalzarse con amor y admiración. De pronto, a Osborn lo invadió una nostalgia dolorosa de Vera. Quiso sentirla, tocarla, respirar su fragancia. Cerró los ojos y vio la textura de su pelo y la suavidad de su piel. Y sonrió al recordar esa pelusilla casi imperceptible en el lóbulo de su oreja. Vera sí que le importaba. Era su país el que recorría. Era su mañana, su día.
Desde algún lugar se oyó un golpe sordo y penetrante. El tren tembló y de repente Osborn se vio lanzado contra un sacerdote que, segundos antes, leía un periódico. Luego el vagón comenzó a dar tumbos y los dos cayeron al suelo. El vagón seguía rodando, como una máquina de feria desbocada. Los vidrios estallaron en pedazos y el estruendo del acero retorciéndose se mezcló con los gritos de los pasajeros. Osborn lanzó una mirada al techo justo en el momento en que un marco de aluminio le dio en la cabeza. Una fracción de segundo después, Osborn estaba tendido boca arriba y sentía el peso de alguien encima suyo. Sobre su cabeza estalló el cristal de una ventana y él quedó bañado en sangre. El vagón volvió a dar tumbos y la persona encaramada sobre él resbaló sobre su pecho. Era una mujer y Osborn vio que había perdido la parte superior del torso. Luego se oyó un rechinamiento horrible de acero chocando contra el acero, seguido de una enorme explosión. Osborn salió disparado hacia delante y todo se detuvo.
Pasaron segundos o minutos antes de que abriera los ojos. Vio el cielo gris a través de los árboles y los pájaros volando en círculo. Durante un rato permaneció tendido, sólo dedicándose a respirar. Finalmente, quiso moverse. Primero la pierna izquierda luego la derecha. Luego el brazo, hasta que vio su mano izquierda, aún vendada, y luego el brazo y la mano derecha. Era milagroso, había sobrevivido.
Se incorporó y vio la enorme mole de hierro retorcido. Los restos de uno de los vagones yacían volcados sobre un terraplén. Osborn se dio cuenta de que había salido expulsado del vagón. Más arriba en el terraplén, vio los otros vagones incrustados unos contra otros como los pliegues de un acordeón. Algunos estaban amontonados, casi empotrados unos sobre otros. A los lados se extendía un reguero de cuerpos. Algunos se movían pero la mayoría yacía inerte. En la cima de la colina, un grupo de adolescentes observaba la catástrofe y hacía señas con la mano.
Osborn comprendió inmediatamente lo que había sucedido.
– ¡McVey! -gritó Osborn-. ¡McVey! -repitió, haciendo un esfuerzo para incorporarse. Vio pasar entre los niños a los primeros equipos de rescate corriendo cuesta abajo por la colina.
Se mareó al ponerse de pie. Cerró los ojos, se apoyó contra un árbol y respiró profundamente. Levantó la mano y se tomó el pulso. Era fuerte y regular. Luego alguien, un bombero, pensó, le habló en francés.