– Estoy bien -dijo en inglés, y el hombre desapareció.
De pronto se dio cuenta de que la gente gritaba y que todo se había convertido en un enorme caos. Los equipos de rescate bajaban corriendo por la colina y se encaramaban al interior de los vagones. Empezaban a sacar a la gente a través de las ventanas rotas o los arrastraban para ayudarles a salir de debajo de los escombros. A los muertos los cubrían rápidamente con mantas.
Toda la colina se vio envuelta en una frenética actividad.
Por encima de todo, de los gritos, de los chillidos y las sirenas en la distancia, de los heridos pidiendo ayuda, por encima de todo flotaba el penetrante olor del líquido de frenos caliente, chorreando de las mangueras despedazadas.
El olor obligó a Osborn a taparse la nariz mientras recorría la escena de la tragedia que lo rodeaba.
– ¡McVey! -volvió a gritar-. ¡McVey, McVey!
– Sabotaje -oyó que decía alguien al pasar. Se volvió y se encontró frente a frente con el rostro de un miembro de los equipos de rescate.
– Americano -dijo-. Hay un hombre mayor. ¿Lo habéis visto?
El hombre lo miró como si no le entendiera. Luego vino un bombero y ambos subieron corriendo la colina.
Osborn se abrió paso caminando sobre cristales rotos y encaramándose entre los metales retorcidos, yendo de una víctima a otra. Vio a los médicos que atendían a los supervivientes y levantó las mantas para mirar los rostros de los muertos. McVey no estaba entre ellos.
Y de pronto, al levantar una manta para ver el rostro de un hombre muerto, vio que sus párpados se abrían y luego se volvían a cerrar. Estiró la mano para sentir el latido del corazón y encontró un pulso. Levantó la mirada y vio a un enfermero.
– ¡Socorro! -gritó-. ¡Este hombre está vivo!
El enfermero acudió de prisa y Osborn se apartó. Al incorporarse sintió el frío y el mareo y supo que la conmoción había comenzado. Primero se le ocurrió pedirle una manta al enfermero y esbozó el gesto. Pero recapacitó y pensó que si se trataba de un sabotaje, era probable que él y McVey hubiesen sido los objetivos. Si pedía una manta, sabrían que estaba entre los pasajeros. Le preguntarían el nombre y lo registrarían como superviviente.
«No -pensó, y se alejó del lugar-. Será mejor desaparecer y ocultarse.»
Vio una hilera de árboles en las inmediaciones del terreno llano cerca de donde se encontraba. El enfermero le daba la espalda y los demás miembros del equipo de rescate estaban más abajo en la colina. Con un gran esfuerzo físico, escaló los pocos metros hasta los árboles con miedo de tardar demasiado arriesgándose a que lo vieran. Nadie miraba en esa dirección, y Osborn se alejó hasta perderse entre los matorrales. Allí, lejos de la agitación, se tendió entre las hojas húmedas y apoyando la cabeza en el brazo como si fuera una almohada, cerró los ojos. No tardó en caer en un sueño profundo.
Capítulo 76
Ian Noble recibió las noticias del descarrilamiento del tren París-Meaux antes de una hora después del hecho. Los primeros informes indicaban que se trataba de un sabotaje. Un segundo informe confirmaba que se trataba de un explosivo activado en el motor mismo del tren. El hecho de que McVey y Osborn viajaran en ese tren, a esa hora, acudiendo a la cita con el piloto de Noble en la pista de aterrizaje de Meaux, era demasiada coincidencia. Y puesto que el piloto había aterrizado y esperado el tiempo debido y luego había regresado sin tener noticias de ellos, había motivos suficientes para pensar que McVey y Osborn habían viajado en ese tren.
Noble llamó inmediatamente al capitán Cadoux a su residencia en Lyón y le informó de lo ocurrido. Le preguntó qué había descubierto en su investigación sobre Hugo Klass, el alemán experto en huellas dactilares, y sobre la muerte de Antoine, el hermano de Lebrun. Noble suponía que McVey y Osborn habían cogido ese tren y que la organización para la que trabajaba Klass, o con la que había estado implicado Antoine, era la responsable del atentado. Era una demostración más del alcance que tenía su red de espionaje.
Poco importaba que hubieran encontrado a Merriman, a Agnés Demblon y a los otros o que supieran quién era Vera Monneray y dónde vivía. Pero que estuviesen informados sobre el encuentro clandestino entre Mc-Vey y Osborn en La Coupole y luego supieran qué los dos habían cogido el tren París-Meaux no dejaba de ser sorprendente.
Cadoux estaba mudo de asombro y la situación aumentaba su sentido de frustración. El seguimiento al que había sometido a Klass sólo había arrojado el resultado de una cena con su mujer el sábado por la noche, la misa el domingo por la mañana y el regreso al trabajo como de costumbre la mañana del día siguiente. El teléfono pinchado tampoco había dado resultados. En relación al caso de Antoine, éste habría regresado a casa después de una cena con su hermano y se habría ido directamente a la cama. Por algún motivo se levantó para ir a su estudio antes del amanecer, lo cual no era habitual en él. Y hete aquí que su mujer lo encontró a las siete y media. Estaba tendido en el suelo junto a la mesa con su Beretta de nueve milímetros a un lado sobre la moqueta. El arma había sido disparada una vez y Antoine tenía una sola herida de bala en la sien derecha. El informe de balística demostraba que la bala provenía del arma encontrada en poder de Antoine. Las puertas de fuera estaban cerradas, pero el seguro de una ventana de la cocina estaba abierto, de modo que era posible que alguien hubiese entrado y salido por allí, si bien no había huellas que lo demostraran.
– O puede que solamente hubiera salido -dijo Noble.
– Sí, también pensamos eso -dijo Cadoux con su marcado acento francés-, que Antoine dejara entrar a alguien por la puerta principal y luego la volviera a cerrar. Por la hora, debía de haber conocido a quien hubiera entrado, o no le habría abierto. Luego lo mataron y salieron por la ventana. Pero no había huellas de que hubiera sucedido y el dictamen final del forense fue suicidio.
Noble estaba más desconcertado que nunca. Todo aquel que conocía a Albert Merriman estaba muerto o destinado a ser una víctima y el hombre que lo había descubierto por las huellas dactilares parecía absolutamente inocente.
– Cadoux -dijo Noble-, en Interpol, Washington, ¿con quién contactó Klass para que pidieran el expediente de Merriman a la policía de Nueva York?
– Con nadie.
– ¿Cómo es posible?
– Washington no guarda ningún registro de la solicitud.
– Eso es imposible. Se les envió un fax directamente desde Nueva York.
– Viejos códigos, amigo mío -dijo Cadoux-. En el pasado, los jefes de Interpol tenían claves privadas con acceso a información que nadie más podía obtener. Esa práctica ya no está vigente. Sin embargo, aún hay quienes recuerdan las claves y las utilizan y no hay manera de seguirles la pista. Tal vez la policía de Nueva York enviara un fax a Washington que llegara directamente a Lyón, lo cual significa que electrónicamente pasó por alto la etapa de Washington.
– Cadoux -dijo Noble vacilante-, ya sé que Mc-Vey se opondría a esto, pero creo que se nos acaba el tiempo. Detenga discretamente a Klass y que lo interroguen. Si quiere, yo mismo puedo ir. Es la única pista que tenemos.
– Ya entiendo. Estoy de acuerdo con usted. Dígame algo sobre McVey en cuanto sepa algo de él. Para bien o para mal. ¿De acuerdo?
– Sí, de acuerdo, para bien o para mal.
Noble colgó y se quedó pensando un rato. Luego buscó sus pipas detrás de la mesa, escogió una de calabaza amarilla y la llenó de tabaco.
Si McVey y Osborn no habían cogido el tren de París-Meaux y por cualquier motivo no habían podido contactar con su piloto en la pista de Meaux, estarían allí cuando aterrizara mañana. Pero veinticuatro horas era una espera demasiado larga. Noble le había dicho a Cadoux que suponía que iban en el tren. Y ahora actuaría en consecuencia con ese dato. Si estaban muertos, no había nada que hacer pero si estaban vivos, había que sacarlos de Francia enseguida, antes de que los descubrieran.