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»Mary Rizzo York era una físico que trabajaba para Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey, una empresa especializada en investigación sobre bajas temperaturas y subcontratista de T.L.T. International de Manhattan, una empresa que transportaba carne congelada de Australia y Nueva Zelanda a Francia e Inglaterra. En algún momento de 1965, T.L.T. diversificó sus actividades y contrató a Mary York para que elaborara un programa de trabajo para cargar gas natural licuado en cargueros refrigerados. La idea era que el gas se licúa con frío, y como el gas natural no podía cruzar los mares por conductos submarinos, se podía licuar y transportar por barco. Con ese fin, Mary York comenzó sus experimentos con temperaturas frías trabajando con nitrógeno líquido, un gas que se licúa a 196 grados centígrados bajo cero. Luego experimentó con hidrógeno líquido y al final con la licuación del helio, un gas que se licúa a 269 grados bajo cero. A esa temperatura se podía usar el helio líquido para enfriar otros materiales hasta la misma temperatura. Mary York estaba embarazada de seis meses y desapareció una noche que se quedó a trabajar en su laboratorio, el 16 de febrero de 1966. El laboratorio se incendió. Cuatro días más tarde, el mar arrojó el cadáver de Mary York, que presentaba signos de estrangulación, bajo el Muelle del Acero en Atlantic City. Y todas las notas, fórmulas o proyectos en los que trabajaba, se quemaron en el incendio o desaparecieron con ella. Dos meses después, T.L.T. International se declaró en quiebra. El presidente de la empresa se suicidó. -Comandante -dijo Benny-. Hay dos cosas más que McVey quería saber. La empresa Microtab en Waltham, Massachusetts. La quiebra data del mes de mayo del mismo año. Lo segundo que quería saber era…}

Ian Noble había grabado la totalidad de la conversación con Benny Grossman. Cuando terminaron de hablar pidió una transcripción para sus archivos personales y llevó el cásete con una grabadora a la habitación fuertemente custodiada de Lebrun en el hospital de Westminster. Cerró la puerta, se sentó junto a la cama y encendió el aparato. Durante los siguientes quince minutos, Lebrun, con los tubos de oxígeno aún conectados a la nariz, escuchó en silencio. Finalmente, Benny Grossman terminó su relato con aquel típico acento neoyorquino.

– Lo que quería saber era qué pasaba con un tal Erwin Scholl que en 1966 era dueño de una casona en Westhampton Beach en Long Island. Erwin Scholl sigue siendo propietario de la casona. Tiene otra en Palm Beach y una tercera en Palm Springs. Mantiene un perfil bajo pero es un magnate de peso en el mundo de las publicaciones y está tan forrado que tiene su propia colección de obras de arte. Además suele jugar al golf con Bob Hope, Gerald Ford y, de vez en cuando, con el propio presidente. Y eso si no salen juntos a pescar o se van a Camp David, donde Scholl tiene su propio bungalow. Dígale a McVey que este Scholl no es el que busca. Es muy grande. Pero que mucho. Es un intocable. Y eso, que lo sepa McVey, me lo dijo su amigo Fred Hanley, del FBI en Los Ángeles.

Noble apagó la grabadora. A Benny se le notaba preocupado, rayano en una nerviosa inquietud por la suerte de McVey, y Noble no quiso que Lebrun escuchara. Hasta ahora, Lebrun no sabía nada del incidente del tren. Acababa de recibir la dolorosa noticia de la muerte de su hermano y no había por qué hacerlo sufrir más.

– Ian -murmuró Lebrun-. Ya me he enterado de lo del tren. Puede que me hayan disparado pero aún no estoy muerto. He hablado con Cadoux hace unos veinte minutos.

– Conque te las estás dando de poli duro, ¿eh? -sonrió Noble-. Pues bien, aquí va una que no sabías. McVey mató al pistolero que liquidó a Merriman e intentó matar a Osborn y a la chica, Vera Monneray. Me ha enviado las huellas del hombre muerto. Hicimos una búsqueda informática y no encontramos nada. Estaba limpio, sin expediente, nada. Por razones obvias no podía recurrir a los servicios de Interpol para pedir más información. De modo que llamé a Inteligencia Militar, que muy gentilmente me dieron lo siguiente… -Noble sacó una pequeña libreta y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba.

– Nuestro pistolero se llamaba Bernhard Oven. Ultima dirección, desconocida. Sin embargo, lograron dar con un número de teléfono. El 0372-885-7373. Como era de esperar, el número corresponde a una carnicería.

– El 0372 era el código de Berlín Este antes de la reunificación -dijo Lebrun.

– Así es. Y nuestro amigo Bernhard Oven fue, hasta su disolución, un miembro destacado de la Stasi.

– ¿Qué demonios está haciendo la policía secreta de Alemania del Este en París? -preguntó Lebrun en un murmullo, llevándose una mano a los tubos de la garganta-. Sobre todo ahora que no existe.

– Espero y ruego que McVey se encuentre pronto entre nosotros para contárnoslo -dijo Noble, con semblante serio.

Capítulo 78

Hacia el anochecer, el cadáver retorcido del tren París-Meaux era aún más grotesco que de día. Unos faros inmensos iluminaban la zona mientras dos grúas gigantescas instaladas en los vagones que se apoyaban en los rieles trabajaban para apartar los que estaban destrozados junto al terraplén.

Al final de la tarde había comenzado a caer una ligera bruma y el frío húmedo despertó a Osborn que dormía entre los árboles no lejos de allí. Se incorporó y se tomó el pulso, que encontró normal. Le dolían los músculos y tenía el hombro derecho magullado, pero curiosamente se sentía en excelente estado. Se levantó y se acercó entre los árboles hasta el borde del bosquecillo. Desde allí, podía observar las operaciones de rescate y mantenerse oculto. No había manera de saber si a McVey lo habían encontrado vivo o muerto y Osborn no se atrevía a salir de su escondite para inquirir sobre su suerte temiendo que lo descubrieran a él. Lo único que podía hacer era quedarse donde estaba y observar esperando ver o captar algo al vuelo. Era un sentimiento horrible de impotencia, pero era lo único que podía hacer.

Se agachó entre las hojas húmedas, se levantó el cuello de la chaqueta y, por primera vez en muchas horas, pensó en Vera. Recordó el momento en que se conocieron en Ginebra y luego pensó en su sonrisa, en el color de su pelo y en la magia profunda de sus ojos cuando lo miraba. Y en ese recuerdo se encarnaba todo lo que el amor era o podía ser.

Hacia el anochecer, Osborn había captado lo suficiente respecto a los equipos de rescate y a las tropas de la Guardia Nacional para saber que se había tratado efectivamente de una bomba y aquello le daba la certeza de que él y McVey habían sido los objetivos del atentado. Mientras sopesaba las ventajas de presentarse.une el comandante de la Guardia Nacional e identificarse con el fin de encontrar a McVey, de pronto, por algún motivo, un bombero que pasaba cerca se quitó el casco y la chaqueta, los dejó sobre una de las barreras de la policía y se alejó. Era una invitación que Osborn no podía desaprovechar. Se acercó rápidamente y los cogió.

Se puso la chaqueta y el casco y con el rostro oculto por la visera empezó a caminar entre los restos del tren confiando que con su aspecto de trabajador oficial no le preguntaran nada. Cerca de una tienda instalada como centro de operaciones de la prensa se cruzó con varios reporteros y un equipo de televisión y encontró una lista de heridos y muertos. La revisó rápidamente, y encontró sólo un americano, un adolescente de Nebraska. Si McVey no estaba en la lista significaba que había escapado como él o que aún se encontraba sepultado bajo el horrible esqueleto de hierros retorcidos. Levantó la mirada y se encontró con una mujer alta, delgada y muy atractiva, con una credencial de prensa colgándole del cuello. Era evidente que lo había estado observando y ahora dio unos pasos en su dirección. Osborn cogió un hacha de incendios, se la colocó sobre el hombro y volvió hacia la zona de búsqueda. Miró hacia atrás para ver si la mujer lo seguía pero no la vio. Dejó el hacha a un lado y se alejó protegido por la oscuridad.