Hacia medianoche no se había recibido ni una sola llamada.
En París, un retrato de otro tipo había tenido más suerte. Por el módico soborno de cien francos, Jean Packard logró refrescarle la memoria a uno de los camareros que había arrancado a Paul Osborn del cuello de Henri Kanarack, cuando luchaban en la sala de la cervecería Stella.
El camarero, un tipo pequeño de manos ligeras y afeminadas que coincidían con su manera de ser, había visto a Kanarack un mes antes, cuando trabajaba en otra cervecería, cerrada poco después a causa de un incendio. Al igual que en la cervecería Stella, Kanarack entraba solo y pedía un café. Luego abría el periódico y fumaba un cigarrillo. La hora del día era más o menos la misma, las cinco de la tarde. La cervecería se llamaba Le Bois, en el bulevar Magenta, entre la estación del Este y la plaza de la Republique. Una línea recta trazada entre Le Bois y la cervecería Stella mostraba la abundancia de estaciones de metro en ese sector. Y dado que el extraño no tenía aspecto de ser un hombre que cogiera taxis, era razonable pensar que había llegado hasta los dos locales en coche o a pie. Tampoco parecía muy probable que alguien aparcara el coche cerca de cualquiera de las dos cervecerías a la hora punta de la tarde, sólo para beber un espresso y hojear el periódico durante un rato. La lógica elemental sugería que había llegado a pie.
Tanto Osborn como el camarero habían mencionado el detalle de que el hombre llevaba una barba con la «espesura de las cinco de la tarde». Aquello coincidía con sus costumbres y aspecto de trabajador, y era razonable suponer que el hombre volvía a casa del trabajo, y dado que se había detenido al menos dos veces, daba pie a pensar que tenía la costumbre de hacer una pausa en el camino. A Packard sólo le quedaba dar una vuelta por otros cafés del sector entre las dos cervecerías. Si eso no daba resultados, se abriría en triángulos a partir de cada punto, hasta que encontrara otro café donde alguien reconociera el dibujo de Paul Osborn. En cada ocasión, mostraría su identificación, diría que se trataba de un hombre desaparecido y que la familia lo había contratado para dar con su paradero.
Ya en el cuarto intento, Packard habló con una mujer que reconoció el rudimentario retrato. Trabajaba como cajera en un café de la calle Lucien, cerca del bulevar Magenta. El hombre del dibujo había pasado por allí, un día sí y otro no, durante los últimos tres años.
– ¿Sabe usted cómo se llama, señora?
Ante aquella pregunta, la mujer levantó una mirada suspicaz.
– ¿Dice que está investigando para la familia y resulta que no sabe su nombre?
– Lo que pasa es que un día adopta un nombre, y al día siguiente otro.
– ¿Es un criminal?
– Está enfermo…
– Lo siento, pero no sé su nombre.
– ¿Sabe usted dónde trabaja?
– No, pero suele llevar una especie de polvillo fino sobre la chaqueta. Lo recuerdo porque siempre está intentando sacárselo de encima. Como un tic nervioso.
– He descartado las empresas de construcción porque los obreros de la construcción no suelen llevar cazadoras deportivas cuando van al trabajo ni cuando vuelven. Ni, desde luego, cuando trabajan -sentenció Packard. Pasaban algunos minutos de las siete de aquella noche cuando el detective se sentó a conversar con Paul Osborn en un rincón oscuro del bar del hotel. Packard le había prometido que se pondría en contacto con él dos días más tarde. Ahora tenía noticias antes de lo previsto-. Al parecer, nuestro hombre trabaja en un sector donde se deposita un residuo de polvo en su cazadora cuando queda colgada durante las horas de trabajo. Pasando a criba las empresas en un radio de mil quinientos metros a partir de los tres cafés, más de lo que normalmente suele caminar la gente después de la jornada laboral, hemos podido restringir razonablemente su profesión a los cosméticos, los químicos en polvo o los productos de repostería.
Jean Packard hablaba en voz baja. Sus informaciones eran breves y explícitas. Pero Osborn lo escuchaba como en un sueño. Una semana antes estaba en Ginebra, inquieto y preocupado por la ponencia que presentaba al Congreso Mundial de Cirugía. Siete días más tarde, se encontraba a oscuras en un bar, en París, escuchando a un desconocido confirmándole que aquel hombre estaba vivo. Que caminaba por las calles de París. Que vivía, trabajaba y respiraba allí. Que el rostro que él había visto era real. Que la piel que había tocado, la vida que había sentido entre sus dedos, aun cuando intentara sofocarla, era real.
– A esta hora, mañana, le facilitaré un nombre y una dirección -dijo Packard, y dio su informe por terminado.
– Bien -se oyó decir Osborn-. Muy bien.
Jean Packard lo miró un momento antes de levantarse. No le incumbía saber qué haría Osborn con la información cuando la tuviera. Ya había visto esa mirada en otros hombres. Distante, turbulenta y resuelta. No le cabía la menor duda de que ese Kanarack, cuya suerte estaba librando al americano sentado ahora enfrente de él, tenía sus horas contadas.
De vuelta en su habitación, Osborn se desnudó y se dio la segunda ducha del día. Lo que intentaba era no pensar en el día de mañana. Cuando tuviera el nombre del tipo, cuando supiera quién era y dónde vivía, ya pensaría en lo demás. Cómo interrogarlo y, luego, cómo matarlo. Pensar en ello ahora era demasiado difícil, demasiado doloroso. Le recordaba todo lo que había de oscuro y terrible en su vida. La pérdida, la rabia y la culpa, la ira, el aislamiento y la soledad. Temor al amor, porque pensaba que lo despojarían de él.
Tenía la mitad de la cara cubierta con espuma de afeitar y limpiaba el vapor del espejo cuando sonó el teléfono.
– Sí -dijo en seguida, pensando que llamaba Jean Packard para explicarle algún otro detalle. No era Jean Packard. Era Vera, y le decía que lo esperaba en la recepción. ¿Era posible dejarla subir a su habitación?, preguntaba, ¿o tal vez estaba con alguien? ¿O tenía otros planes? Ella era así. Correcta, atenta, casi ingenua. La primera vez que habían hecho el amor le había pedido permiso para tocarle el pene. Venía, explicó, a decirle adiós.
Sólo tenía una toalla puesta cuando abrió la puerta y la vio en el pasillo, temblando, los ojos humedecidos por las lágrimas. Ella entró y él cerró la puerta, y luego la besó y ella lo besó a él y se abrazaron. Sus ropas quedaron desparramadas por todas partes. El tenía sus labios sobre sus pechos, y la mano, en la oscuridad, entre sus piernas. Hasta que ella las abrió y él la penetró con alegría y todo se transformó en risas y lágrimas y en un deseo insondable.
Nadie decía adiós de aquella manera. Jamás. Nadie lo había hecho ni lo haría nunca.
Nadie.
Capítulo 9
Se llamaba Vera Monneray. La había conocido en Ginebra cuando, después de leer su ponencia, ella se acercó a presentarse. Le contó que era licenciada por la Facultad de medicina de la Universidad de Montpellier, y que cursaba su primer año de residente en el hospital St. Anne, en París. Estaba sola y celebraba sus veintiséis años. No supo explicar cómo había sido tan directa, pero él le había llamado la atención desde el momento en que comenzaba su discurso. Había algo en él que la incitaba a conocerlo. A descubrir quién era. A pasar un momento con él. En ese momento, no sospechaba si estaba casado o no. Ni le importaba. Si él le hubiese dicho que estaba casado, que tenía una mujer, o que estaba ocupado, ella le habría estrechado la mano, le habría dicho que su ponencia le había impresionado y se habría despedido. Y no habría sucedido nada.