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Se alisó la chaqueta, se volvió y comenzó a caminar hacia la casa.

Capítulo 90

Vera lo había visto todo desde la ventana de la habitación. Cogió inmediatamente el teléfono, pero no consiguió más que el tono de marcar. No había línea ni forma de comunicarse con una operadora.

Al traerla François, ella le había pedido una pistola para protegerse en caso de que tuviera problemas. No podía tener problemas, le aseguró él. Los agentes que la protegían eran los mejor entrenados del servicio secreto. Ella le dijo que ya habían sucedido demasiadas cosas, y que esa gente tenía una capacidad extraordinaria de crear problemas. François le respondió que por eso estaba allí, a trescientos kilómetros de París, lejos de cualquier peligro y protegida por sus mejores y más leales hombres.

Y ahora los mejores y más leales hombres estaban tendidos en el camino y la mujer que los había matado estaba a punto de entrar en la casa.

Avril Rocard llegó hasta el borde del camino, cruzó el césped y llegó hasta el porche. Hasta ahora, la inteligencia de la Organización no había fallado. Eran tres los hombres que vigilaban la casa. Le habían advertido que era posible que hubiera un cuarto agente esperando dentro. También era posible que el segundo agente hubiera pedido refuerzos al hablar por radio antes de que lo matara. Suponiendo que eso hubiera sido así, tenía que deshacerse rápidamente del cuarto agente. Introdujo un cargador en la Beretta, se acercó a la puerta de entrada y la empujó suavemente. La puerta de roble cedió en parte. Dentro no se escuchaba nada. El único sonido estaba a su espalda, porque los pájaros habían comenzado a cantar nuevamente después del brusco silencio de los primeros disparos.

– Vera -llamó en voz alta-. Me llamo Avril Rocard. Soy oficial de policía. Los teléfonos no funcionan. François Christian me ha enviado a buscarte. Los hombres que te protegían eran criminales infiltrados en el servicio secreto.

Silencio.

– ¿Hay alguien contigo, Vera? ¿No puedes hablar?

Lentamente, Avril empujó la puerta hasta dejar una abertura para entrar. A su izquierda había un banquillo largo con una pared desnuda detrás. Frente a ella, más allá del marco de la puerta, estaba el salón. Luego, el pasillo quedaba en la sombra y se perdían los contornos.

– ¿Vera? -repitió.

No hubo respuesta.

Vera estaba sola a la entrada del pasillo. Pensó en salir por la puerta trasera pero se dio cuenta de que daba a una gran extensión de césped que terminaba ante una laguna. Si salía, era un blanco perfecto.

– Vera -se volvió a oír a Avril, y Vera sintió las planchas de madera crujiendo bajo sus pies.

– No temas, Vera. He venido a ayudarte. Si alguien te tiene atrapada, no te muevas, no te resistas. Quédate donde estás. Yo iré hacia ti.

Vera respiró profundamente y aguantó la respiración. Había una ventana pequeña a su derecha y miró hacia fuera esperando que alguien apareciera por el camino. El relevo de los agentes, el cartero, cualquiera.

– Vera. -La voz se había acercado. Venía en dirección a ella. Vera miró el suelo. Ella era médico y la habían entrenado para salvar vidas humanas, no para acabar con ellas. Pero no moriría allí si podía hacer algo para impedirlo. Entre las manos asía una larga cuerda arrancada de cortinas de color azul oscuro de la habitación.

– Si estás sola y te escondes, por favor sal, Vera. François espera que estés a salvo.

Vera aguzó el oído. La voz se alejaba. Podía haber entrado en el salón. Respiró más calmada. En ese momento, la pequeña ventana a su derecha estalló hecha añicos.

¡Avril estaba allí, justo a su lado! Se oyó un disparo y volaron astillas de madera por todos lados, incrustándosele a Vera en el cuello y el rostro. Luego apareció la mano de Avril por el marco de la ventana con la pistola buscando el disparo final. En un gesto ciego y desesperado, Vera se lanzó hacia delante y cogió con la cuerda mano y pistola y al mismo tiempo apretó y tiró de ella con toda su fuerza. Cogida por sorpresa, Avril fue arrancada de su sitio y se estrelló de cabeza contra los cristales rotos. Se produjo un golpe sordo cuando la Beretta cayó a los pies de Vera.

Con el rostro cortado y sangrando entre los vidrios, Avril luchó violentamente para librarse. Pero su forcejeo no hizo más que acrecentar la fuerza de Vera. Tirando de la cuerda hasta que todo el brazo de Avril estuvo dentro y el resto del cuerpo contra la parte exterior de la casa, empujó con toda su fuerza hacia atrás con las dos manos. Se produjo un crujido seco, Avril dejó escapar un grito y el hombro cedió, dislocado. Vera soltó la cuerda y Avril se deslizó lentamente hacia fuera lanzando un grito de agonía.

– ¿Quién eres? -preguntó Vera cuando se acercó a ella por la parte de afuera. Sostenía la Beretta de Avril en la mano, apuntándola directamente al cuerpo vestido de negro y de largas piernas dobladas en el suelo-. Contesta, ¿quién eres? ¿Para quién trabajas?

Avril no dijo nada. Con suma precaución, Vera dio un paso adelante. La mujer tendida en el suelo era una profesional. En los últimos cinco minutos la había visto liquidar a tres hombres y luego había intentado lo mismo con ella.

– Pon tu mano sana donde pueda verla y date la vuelta para que te pueda ver las dos manos -ordenó Vera.

Avril no se movió. Y entonces Vera vio que un hilillo de sangre fluía hacia donde el hombro y el pecho de Avril tocaban el suelo. Se acercó y le dio una patada al pie. Avril no se movió.

Temblando, Vera se aproximó aún más, la pistola lista para disparar. Se inclinó lentamente, la cogió por el hombro y la giró sobre la espalda. La sangre le corría desde debajo del mentón hasta la blusa. Tenía la mano izquierda cerrada. Vera se agachó y la abrió. Al hacerlo dejó escapar un grito y se apartó. Avril empuñaba una navaja solitaria. En el tiempo que Vera había tardado en coger la pistola y salir de la casa, Avril Rocard se había cortado la yugular.

Capítulo 91

Berlín, 11.00

Una camarera rubia vestida con el traje típico bávaro sonrió a Osborn, dejó una jarra de café caliente en la mesa y se marchó. Habían llegado a Berlín por la Autobahn y se habían dirigido sin tardar a un restaurante en la Waisenstrasse, reputado como uno de los mejores de Berlín. El propietario, Gerd Epplemann, un hombre calvo con un delantal blanco almidonado los condujo directamente a un comedor privado donde los esperaba Diedrich Honig.

Honig tenía pelo oscuro y rizado y una barba entrecana pulcra y rasurada. Era casi tan alto como Remmer, pero su constitución delgada y sus brazos, que le asomaban de las mangas demasiado cortas de la chaqueta, le hacían parecer más alto. Eso, además de su manera de permanecer de pie levemente encorvado con la cabeza colgándole del cuello, le daba un aspecto de réplica alemana de Abraham Lincoln.

– Quiero que consideren detenidamente el riesgo, Herr McVey, Herr Noble -dijo Honig mientras se paseaba dando zancadas por la habitación con la mirada clavada en los hombres a quienes se dirigía-. Erwin Scholl es uno de los personajes más influyentes de todo Occidente. Si se acercan a él, corren el riesgo de meterse en asuntos que van mucho más allá de su trabajo como policías. Y se arriesgan a sufrir una horrible humillación que recaería tanto sobre ustedes como sobre sus respectivas instituciones hasta tal punto que los despedirían o los obligarían a dimitir. Y no terminaría ahí, porque una vez desprovistos de la protección de sus gremios se verán acosados por una horda de abogados que los demandarán por violación de leyes de las que ni siquiera han oído hablar y con métodos que ni se imaginan. Los harán añicos. Encontrarán una manera de quitarles sus casas, sus coches, lo que sea. Si después de que acaben con ustedes, consiguen una pensión de jubilación, es que han tenido suerte. Ése es el poder del hombre que buscan.