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Con ese discurso, Honig volvió a sentarse ante la larga mesa y se sirvió una taza del café que había traído la camarera.

El ex superintendente de la policía de Berlín era un hombre cortejado por ricos y poderosos en los círculos más altos del mundo empresarial alemán. Las últimas etapas de la guerra fría no habían acabado con las actividades asesinas del terrorismo internacional. El resultado era que la seguridad personal de los altos ejecutivos europeos y sus familias se había convertido en un asunto a la orden del día. En Berlín era Honig quien se ocupaba de la protección de los poderosos. Si alguien sabía cómo se protegían mutuamente aquellos, sobre todo allí, era el ex jefe de policía Diedrich Honig.

– Con todo respeto, Herr Honig -McVey reaccionó irritado-. Me han amenazado antes y hasta ahora he sobrevivido. Lo mismo se puede decir de los inspectores Noble y Remmer. De modo que olvidemos esa parte y hablemos del motivo por el qué hemos venido. Se trata de asesinatos. Estoy hablando de una serie de asesinatos que comenzó hace treinta años y aún continúa hoy. Uno de ellos ha tenido lugar en Nueva York en las últimas veinticuatro horas. La víctima ha sido un judío bajito que se llamaba Benny Grossman. También era policía y gran amigo mío. -La voz de McVey cobraba un tono pausado de irritación-. Hemos estado trabajando en esto desde hace algún tiempo, pero sólo ayer llegamos a tener una idea del origen. Cuantas más vueltas le damos al asunto, cada vez aparece con más frecuencia el nombre de Erwin Scholl. Asesinato por contrato, Herr Honig. Se trata de un crimen en primer grado que no prescribe prácticamente en ningún país del mundo.

Justo por encima de sus cabezas oyeron risas acompañadas del crujido de las vigas del techo cuando un grupo de personas entró a comer. El aire se llenó de un penetrante olor a sauerkraut.

– Quiero hablar con Scholl -insistió McVey.

Honig vacilaba.

– No sé si será posible, inspector. Usted es americano y en Alemania no goza de ninguna autoridad. A menos que tenga pruebas tangibles de que aquí se ha cometido un crimen…

McVey no hizo caso de sus reticencias.

– Se trata de lo siguiente -dijo-. Se extiende una orden de arresto ejecutada por el inspector Remmer exigiéndole a Scholl que se entregue a la Policía Federal para ser extraditado a Estados Unidos. Se le acusará de sospechoso de haber firmado un contrato de asesinato. Luego se informará al consulado americano.

– Una orden como ésa no significa nada para un hombre como Scholl -dijo Honig pensativo-. Sus abogados son capaces de despachársela a la hora del almuerzo.

– Ya lo sé -contestó McVey-, pero quiero que la extiendan de todos modos.

Honig cruzó las manos sobre la mesa y se encogió de hombros.

– Señores, lo único que puedo prometer es que haré todo lo posible.

McVey se incorporó en su asiento.

– Si no puede hacerlo dígalo ahora y ya encontraré a quien lo haga. Hay que llevarlo a cabo hoy, cueste lo que cueste.

Capítulo 92

Von Holden salió de la suite de Scholl en el Grand Hotel Berlin a las ocho menos diez. A las diez y veinte, su jet privado descendía el tramo final para aterrizar en el aeropuerto de Kloten, en Zúrich.

A las once menos ocho minutos, su limusina cruzaba los límites de Anlegeplatz y a las once, Von Holden llamaba suavemente a la puerta de la habitación de Joanna. Tuvo que calmarla y mimarla y hacer todo lo necesario para devolverla a su estado de ánimo anterior, para que se mostrara colaboradora y pendiente de la suerte de Elton Lybarger. Por eso Von Holden había pedido al llegar que lo esperaran con el cachorro San Bernardo negro y ahora lo había traído consigo.

– Joanna -dijo al no escuchar respuesta-. Soy Pascal. Ya sé que estás molesta. Tenemos que hablar.

– ¡No tengo nada que hablar contigo ni con nadie! -contestó Joanna, indignada al otro lado de la puerta cerrada.

– Por favor…

– ¡No! ¡Maldita sea, vete!

Von Holden se inclinó, cogió el pomo de la puerta y lo giró.

– Ha cerrado con llave -dijo la guardia de seguridad Frieda Vossler con cara de pocos amigos.

Von Holden se volvió para mirarla. Frieda era una mujer fuerte, autoritaria y retraída, tenía la mandíbula cuadrada y aspecto tímido. Le sentaría bien relajarse y sonreír, hacerse más femenina si podía, para que los hombres le dirigiesen una mirada que no fuera sólo de desprecio.

– Te puedes ir -anunció Von Holden.

– Me han ordenado que…

– Te puedes ir -repitió Von Holden con mirada amenazante.

– Sí, Herr Von Holden. -Frieda Vossler se ajustó el walkie talkie al cinturón, le devolvió una mirada aguda y se alejó. Von Holden la siguió con la mirada. Si Frieda fuera un hombre y estuviera en la Spetsnaz, la habría matado sólo por haberlo mirado de ese modo. El cachorro gimió y se retorció en sus brazos y Von Holden se volvió hacia la puerta.

– Joanna, tengo un regalo para ti -dijo con su voz arrulladora-. Bueno, en realidad es para Henry.

– ¿Qué pasa con Henry? -respondió Joanna, y la puerta se abrió de golpe. Joanna estaba descalza, vestida con vaqueros y una camiseta. Había abierto, horrorizada de que alguien le hubiera hecho daño a su perro, que permanecía en la perrera de Taos. Y entonces vio al cachorro.

Cinco minutos más tarde, Von Holden estaba besando las lágrimas del rostro de Joanna, que jugaba en el suelo con al cachorro de cinco semanas. Von Holden le explicó que el vídeo que había visto de los desafueros sexuales de Lybarger era fruto de un morboso estudio al que él se había opuesto tajantemente. Pero la junta de accionistas de Lybarger había terminado por imponerse porque insistían en comprobar la capacidad de Lybarger para recuperar el control de su corporación, una multinacional de cincuenta mil millones de dólares. Temiendo que sufriera un segundo infarto, su agencia de seguros quería tener una prueba inequívoca de su fuerza y energía tras un día de trabajo intenso. La agencia de seguros opinaba que las pruebas habituales no constituían una garantía suficiente y le pidió a su representante médico que, con Salettl, diseñara una estrategia.

Salettl, sabiendo que Lybarger no tenía mujer, ni relaciones afectivas, y consciente de que estimaba a Joanna y confiaba en ella, pensó que era la única con la que se podría sentir cómodo. Temiendo que rechazaran la propuesta si llegaban a preguntarles, Salettl ordenó que los drogaran a los dos. El experimento se llevó a cabo, se grabó y los resultados fueron analizados por la junta de accionistas. Aquella única cinta de vídeo se había destruido hacía tiempo. Nadie más había estado presente. Las cámaras eran manejadas por control remoto.

– Joanna, para ellos era una cuestión de negocios y nada más. Intenté oponerme hasta el punto que me dijeron que si persistía tendría que renunciar a la corporación. No podía hacer eso por el bien del señor Lybarger ni por el tuyo. Porque al menos sabía que podía estar cerca y no acabar como una persona ajena. Lo siento… -dijo en un suspiro, y a Joanna se le llenaron los ojos de lágrimas-. Te pido un día más, Joanna, por el señor Lybarger. Sólo el viaje a Berlín, y luego vuelves a casa.