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– No, no hace falta.

McVey se mesó los cabellos y empezó a dar zancadas por la sala. Al volverse miró directo a Honig.

– ¿Alguna vez ha perdido a uno de sus compañeros en el frente de batalla, Herr Honig?

– Uno no se mete en este oficio sin que eso suceda alguna vez -dijo Honig con voz queda.

– Entonces, ¿cuánto tendremos que esperar al juez Gravenitz? -inquirió McVey. Lo suyo no era una pregunta, era una exigencia.

Capítulo 94

Eminente, de estatura pequeña, rostro enrojecido y un mechón de pelo blanco plateado, el juez de distrito Otto Gravenitz hizo un gesto hacia un conjunto de sillas de teca de Burma y les pidió en alemán que se sentaran. Permaneció de pie hasta que ellos se sentaron, cruzó por delante y se sentó ante una enorme mesa rococó. Las suelas de los zapatos apenas alcanzaban a tocar la alfombra persa del suelo. En contraste con el estilo espartano del resto del edificio, el despacho de Gravenitz era un despliegue de exquisito gusto, un oasis de antigüedades y objetos finos. También era un escenario bien calculado donde se palpaba el poder y el cargo que el juez ocupaba.

Honig se volvió a los policías y les explicó en inglés que, debido a la importancia de Scholl y dada la gravedad de los cargos que se le imputaban, el juez Gravenitz había decidido llevar a cabo la entrevista personalmente sin la presencia de un fiscal del Estado.

– De acuerdo -dijo McVey-. Entonces, empecemos.

Gravenitz se inclinó en su silla, puso en marcha una grabadora y dio comienzo a la sesión. Eran las tres y veinticinco.

En una breve declaración introductoria traducida al alemán por Remmer, McVey explicó quién era Osborn, cómo había descubierto al asesino de su padre en un café de París y cómo, debido a la ausencia de policías y temiendo perderlo de vista, lo había seguido hasta un parque junto al Sena. Una vez allí tuvo la presencia de ánimo para acercarse a interrogarlo. Sin embargo, al cabo de unos minutos Merriman fue abatido por un asesino que según creían trabajaba para Erwin Scholl.

Al terminar, McVey miró detenidamente a Osborn, le cedió la palabra y se sentó. Osborn prestó juramento ante Gravenitz, traducido por Remmer, y comenzó su declaración. Confirmó lo que McVey había dicho y luego sencillamente procedió a contar la verdad.

Reclinado en su asiento, Gravenitz miraba a Osborn al tiempo que escuchaba la traducción. Cuando Osborn terminó, el juez miró a Honig y luego otra vez a Osborn.

– ¿Está seguro de que Merriman era el asesino de su padre? ¿Seguro, después de casi treinta años?

– Sí, señor -dijo Osborn.

– Debe de haberlo odiado mucho.

McVey le lanzó a Osborn una mirada de advertencia. Ten cuidado. Te está sondeando.

– A usted le pasaría lo mismo -dijo Osborn inmutable.

– ¿Sabe por qué Erwin Scholl quería matar a su padre?

– No, señor -respondió él tranquilo, y McVey lanzó un leve suspiro de alivio. Osborn lo estaba haciendo bien-. Tenga en cuenta que yo era un niño entonces. Pero le vi la cara al hombre y ya no la olvidé. No volví a verla hasta aquella tarde en París. No sé qué más puedo contarle.

Gravenitz esperó y luego miró a McVey.

– ¿Está usted seguro más allá de toda duda que el Erwin Scholl que se encuentra actualmente en Berlín es el mismo que contrató a Albert Merriman?

McVey se incorporó.

– Sí, señor.

– ¿Por qué cree que el individuo que mató a Herr Merriman fue contratado también por Scholl?

– Porque los hombres de Scholl habían intentado matarlo antes y porque hacía muchos años que Merriman vivía oculto con una identidad falsa. Finalmente dieron con él.

– ¿Está usted seguro más allá de toda duda que Scholl era el artífice de todo esto?

Era el tipo de preguntas que McVey había intentado evitar pero Gravenitz, como todos los jueces respetables, tenía un sexto sentido, el mismo que suelen tener los padres y que tenía implícita la misma amenaza: «Si mientes, eres hombre muerto.»

– ¿Que si lo puedo demostrar? No, señor. Aún no puedo demostrarlo.

– Ya veo… -dijo Gravenitz.

Scholl era una figura de talla internacional, poderoso e importante, y Gravenitz dudaba. Un juez en su sano juicio no firmaría una orden de arresto contra Scholl con más facilidad que contra el propio canciller de la República y McVey lo sabía. La verdad es que la declaración de Osborn, aunque sólida, no era más que un testimonio de oídas y nada más. Había que hacer algo y convencer a Gravenitz para que tomara la decisión o tendrían que ir a por Scholl sin orden de arresto y McVey no quería que sucediera eso. Remmer pensaba igual porque se levantó repentinamente y empujó la silla hacia atrás.

– Su señoría -dijo en alemán-, si bien lo entiendo, la razón por la que usted aceptó recibirnos tan rápido es porque han asesinado a los dos policías que trabajaban en el caso. Uno podría ser una coincidencia, pero dos…

– Sí, eso ha sido un factor de mucho peso -admitió Gravenitz.

– Entonces sabrá que uno era un policía de Nueva York y que lo mataron en su propia casa. El segundo, un miembro muy respetado de la policía de París, fue gravemente herido en la estación principal de Lyón. Lo trasladaron a Londres, lo registraron en un hospital con nombre falso y le pusieron una guardia de veinticuatro horas al día. -Remmer hizo una pausa-. Hace pocas horas lo han matado en esa misma habitación del hospital.

– Lo siento -dijo Gravenitz con semblante grave.

Remmer aceptó sus condolencias y prosiguió.

– Tenemos sobrados motivos para creer que el hombre trabajaba para la organización de Scholl. Tenemos que interrogar a Herr Scholl personalmente, su señoría, y no hablar con sus abogados. Sin una orden, eso será imposible.

Gravenitz juntó las palmas de las manos y se reclinó en el asiento. Miró a McVey, que no le quitaba el ojo de encima, esperando su decisión. Con un rostro inexpresivo se inclinó sobre la mesa y escribió una nota en un bloc. Luego se pasó la mano por el pelo canoso y miró a Honig, pero su mirada topó con la de Remmer.

– Okay -dijo en inglés-. Okay.

Capítulo 95

McVey esperó junto a Noble y Osborn hasta que Gravenitz firmó la Haftbefehl, la orden de arresto contra Erwin Scholl, y se la entregó a Remmer. Luego le agradeció a Gravenitz, se estrecharon las manos con Honig y los cuatro salieron del despacho del juez y bajaron hasta el garaje en su ascensor personal.

Caminaban sobre un tejado de vidrio y todos, incluso Osborn, lo sabían. Para todos los efectos, la orden que McVey guardaba en su bolsillo, como Honig había sugerido, era prácticamente inútil. Se presentaría ante Scholl y le notificaría: «Buenas tardes, señor. Somos de la policía y tenemos una orden de arresto contra usted y éstos son los motivos.» A Scholl se lo podían llevar a la comisaría como a un ciudadano cualquiera, pero al cabo de una hora llegaría una caterva de abogados que se ocuparía de todo y al final saldría sin haber pronunciado ni una palabra.

Durante las semanas siguientes, Scholl y otras personalidades sumamente importantes prestarían declaración actuando como garantes de la persona de Scholl y jurando su inocencia, negando que jamás hubiera conocido o hubiera tenido negocios o razones para conocer al padre de Osborn o a cualquiera de los fallecidos.

Negarían igualmente que Scholl hubiera oído siquiera el nombre de Albert Merriman y mucho menos que tuviera tratos con él y demostrarían que en aquellas fechas Scholl no se encontraba en su propiedad de Long Island sino en otra parte.

Declararían que Scholl jamás había oído el nombre de un antiguo agente de la Stasi llamado Bernhard Oven y mucho menos haber tenido tratos con él y afirmarían que el día del asesinato de Merriman, se encontraba en Estados Unidos y no en París. Aquellas declaraciones prestadas bajo juramento, avaladas por la importancia de sus autores, garantizarían la absoluta inocencia de Scholl. Si a eso se añadía el hecho de que no había pruebas tangibles, los cargos serían retirados de inmediato.