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Y luego, tal vez un año después o quizá más, cuando el nombre y la persona de Scholl se distanciaran del episodio, que quedaría sepultado en el olvido, vendría la retribución fría y certera de la que les había advertido Honig. Como una descarga de gas letal retardada, McVey, Noble, Remmer y Osborn verían cómo sus carreras y luego sus vidas quedaban reducidas a la nada. Amigos, compañeros de trabajo y gente de la que jamás habían oído hablar se presentarían acusándolos de robo, corrupción, depravación sexual, abuso de poder y cosas peores. Sus familias serían objeto de ridículo y sus nombres, antaño respetados, aparecerían en los titulares de los medios de comunicación hasta destrozarlos. Comparado con ellos, Humpty Dumpty sería un verdadero monumento de granito, esculpido de una sola pieza para la eternidad junto a los grandes supervivientes del monte Rushmore. [1]

Con un chillido de neumáticos, Remmer salió del garaje a la Hardenbergstrasse escoltado por detrás por el coche de la Policía Federal.

Cinco minutos más tarde entró en un garaje frente al edificio de Europa Center, una estructura de veintidós pisos de acero y vidrio.

– Auf Wiedersehen. Danke -dijo por el micrófono de la radio.

– Auf bald. Hasta pronto -le respondieron, y el coche escolta se perdió en el tráfico.

– Supongo que estamos seguros -dijo Noble cuando Remmer aparcó en un sitio lejos de la entrada.

– Claro que estamos seguros -dijo Remmer.

Bajó del coche, sacó una metralleta de debajo de su asiento y la guardó bajo llave en el portamaletas. Luego encendió un cigarrillo y los condujo por una rampa a través de una puerta de servicio y por un pasillo recubierto de cables eléctricos y tuberías que pasaban justo por debajo de la calle y alimentaban el complejo del Europa Center en uno de los extremos.

– ¿Sabemos dónde está Scholl? -preguntó McVey, y el largo pasillo transportó su eco.

– En el Grand Hotel Berlin. En la Friedrichstrasse, frente al parque de Tiergarten. Desde aquí queda lejos para un señor mayor como tú -dijo Remmer sonriéndole a McVey, y luego abrió una puerta de emergencia al final del pasillo. Apagó el pitillo en un cenicero, se detuvo frente a un ascensor de servicio y pulsó el botón. Las puertas se abrieron casi inmediatamente y entraron. Remmer pulsó el botón de la sexta planta, se cerraron las puertas y subieron. De repente, Osborn se percató de que Remmer había llevado una pistola en la mano durante todo el trayecto.

Observando a los tres hombres bajo la luz pálida del ascensor, Osborn se sentía totalmente fuera de lugar, algo así como el quinto jugador en una partida de bridge o el padrino de bodas de una ex mujer. Estos tipos eran policías veteranos, profesionales cuyas vidas se entretejían en aquel mundo como los músculos en los huesos. La orden que McVey llevaba en el bolsillo estaba firmada por uno de los jueces de mayor prestigio en Alemania y el hombre con quien se enfrentarían era una figura de talla mundial capaz de oponerles su propio ejército. McVey le había dicho a Osborn que los acompañaría a Berlín sólo porque querían que prestara declaración y eso es lo que había hecho. Ahora ya no lo necesitaban para nada. ¿Cómo podía ser tan ingenuo para pensar que McVey respetaría su promesa de llevarlo consigo cuando se enfrentara a Scholl? De pronto sintió un nudo en el vientre. A McVey le importaba un bledo la guerra privada de Osborn. El sólo tenía un programa que respetar, el suyo propio.

– ¿Qué pasa? -le preguntó McVey percatándose de que Osborn lo estaba mirando fijamente.

– Estaba pensando -contestó Osborn con tono calmado.

– No exagere la nota -dijo McVey, y no sonrió.

Disminuyó la marcha del ascensor y se detuvieron. Se abrieron las puertas y Remmer fue el primero en salir. Asintió, hizo una seña y los condujo por un pasillo enmoquetado. Estaban en el interior de un hotel. El Hotel Palace, observó Osborn en un folleto sobre una mesa al pasar.

Remmer se detuvo y llamó a la puerta de la habitación 6132. Se abrió la puerta y un agente musculoso y de aspecto recio los hizo pasar a una suite con dos amplias habitaciones conectadas por un angosto pasillo. Las ventanas de ambas habitaciones estaban orientadas hacia el parque de Tiergarten y la ventana de la primera habitación estaba situada en ángulo en relación a lo que parecía ser un ala de construcción más reciente.

Remmer enfundó la pistola en el interior de la chaqueta y se volvió para hablar con el agente que les había abierto la puerta. McVey salió al pasillo, fue a mirar la segunda habitación y volvió. A Noble no le gustaba mucho la idea de estar situados cerca de un ala del edificio, aunque fuera en ángulo, desde cuyas habitaciones los pudieran vigilar. McVey estaba de acuerdo.

El agente musculoso levantó las manos y les explicó con acento muy marcado que habían tenido suerte de encontrar esa habitación. Berlín estaba ocupada por todo tipo de ferias comerciales y convenciones. Ni siquiera la Policía Federal tenía suficiente influencia cuando los hoteles habían reservado plazas en exceso con tres meses de antelación.

– Manfred, en ese caso, es un placer estar aquí -dijo McVey. Remmer asintió, le comunicó algo a su agente en alemán y éste se marchó. Remmer echó llave a la puerta.

– Tú y yo compartiremos esta habitación -informó McVey a Remmer-. Noble y Osborn pueden dormir en la otra. -Se acercó a la ventana, palpó la delgada tela de las cortinas y miró hacia el tráfico del Kurfürstendamm-. ¿Han revisado los teléfonos? -preguntó, y luego su mirada se perdió en la espesura de Tiergarten al otro lado de la calle.

– Tenemos dos líneas -dijo Remmer, y encendió un cigarrillo, se sacó la cazadora de cuero y dejó al descubierto un torso corpulento y una cartuchera de cuero sobre el hombro al viejo estilo. Llevaba enfundada una pistola automática de abultado tamaño, observó Osborn.

McVey también se sacó la chaqueta y miró a Noble.

– ¿Podría averiguar qué ha sucedido con lo de Lebrun? Pregunte si han descubierto quién era el asesino y cómo entró. Y qué pasa con Cadoux. Si alguien sabe adónde ha ido, dónde está ahora. Tenemos que saber si estaba allí por casualidad o deliberadamente. -McVey colgó la chaqueta y miró a Osborn-. Está usted en su casa. Estaremos aquí un buen tiempo. -Luego entró en el cuarto de baño y se lavó la cara y las manos. Al salir, mientras se secaba las manos con una toalla, se dirigió a Remmer.

– El asunto de Charlottenburg mañana por la noche. Averigüemos de qué se trata y quiénes son los invitados. Supongo que tu gente en Bad Godesburg puede hacernos ese favor.

Osborn los dejó en el salón, fue al segundo dormitorio y miró a su alrededor. Intentaba desesperadamente controlar la paranoia que crecía en su interior. Había un par de camas con edredones de- color verde oliva y azul. Una mesilla de noche entre las camas. Dos pequeñas cómodas. Un televisor. Una ventana que miraba al parque. Baño individual. Sabía que la cabeza de McVey había empezado a trabajar como un mariscal de campo con un discreto as oculto en la manga mientras dirigía las maniobras de una pequeña unidad de combate contra las huestes de un rey, buscando todos los medios posibles para sacar partido de la situación. Osborn no era considerado para nada en esas maquinaciones. McVey le había asignado la misma habitación con Noble para no encontrarse en una situación delicada donde, a solas, tuviera que contestar a sus preguntas. Porque entonces McVey tendría que explicarle a Osborn por qué no podía acompañarlos cuando fueran a por Scholl. Era una estrategia acertada. Lo dejarían solo. Se lo dirían en último momento. Saldrían por la puerta y McVey diría, «lo siento, es asunto de la policía». Y luego lo dejaría bajo la vigilancia de los policías alemanes apostados fuera en el pasillo.

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[1] El monte Rushmore, en Dakota del Sur, es famoso porque en su pared rocosa están esculpidos los rostros de cuatro presidentes: G. Washington, T. Jefferson, A. Lincoln y T. Roosevelt. (N. del T.)