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Capítulo 129

Mientras el diminuto caniche le tiraba de la correa, Baerbel Bracher hablaba con los inspectores de Homicidios de la Polizeiprasidium, la Jefatura Central de Policía.

Baerbel Bracher tenía ochenta y siete años y pasaban treinta y cinco minutos de la medianoche. Su perro Heinz, de dieciséis años, sufría de la vejiga y algunas noches debía sacarlo a pasear hasta cuatro veces. Si Heinz lo pasaba muy mal, hasta cinco o seis veces durante toda la noche. Esa noche lo había pasado mal, y en su sexto paseo Baerbel había visto los coches de la policía, y luego a los policías y a los adolescentes que se arremolinaban en torno al taxi.

– Sí, yo lo vi. Era joven y guapo y llevaba frac -dijo la anciana, y dejó de hablar cuando llegó el furgón del forense y el médico y sus asistentes de batas blancas bajaron y se acercaron al taxi-. En ese momento me pareció extraño ver a un hombre guapo vestido de frac bajar de un taxi, tirar las llaves en el interior y marcharse -explicó.

Trajeron una camilla y una funda, y la anciana los vio abrir el maletero, sacar el cuerpo de la joven taxista, meterla dentro de la funda y cerrar la cremallera.

– Bueno, ya sé que no tengo por qué entrometerme, pero llevaba un maletín blanco muy grande colgado al hombro. Pensé que era raro que un joven vestido de frac llevara una cosa tan aparatosa. Pero bueno, hoy en día se ve de todo. Yo ya no pienso nada y prefiero no opinar.

El detalle del frac relacionaba al hombre con el incendio de Charlottenburg. Hacia la una de la madrugada, llevaron a Baerbel Bracher a la jefatura a mirar fotos. Debido a la conexión con Charlottenburg, se contactó a la BKA. Inmediatamente después, Bad Godesburg se ponía en contacto con Remmer.

– Mezclad entre las fotos la del jefe de Seguridad de Scholl, la que hicimos a partir del vídeo de la casa de Hauptstrasse -ordenó Remmer desde su habitación en el hospital-. No le digáis nada, sólo metedla en medio.

Veinte minutos más tarde, Bad Godesburg llamó para confirmar la corazonada. Eso significaba que un miembro de la Organización había escapado del incendio en Charlottenburg y andaba ahora suelto. Se envió la alerta a todas las unidades y Remmer pidió una orden de captura internacional contra Von Holden, de nacionalidad argentina y portador de un pasaporte suizo, sospechoso de asesinato.

Al cabo de una hora, un juez de Bad Godesburg extendió la orden de arresto. Momentos después, la foto de Von Holden era enviada a todos los departamentos de policía de Europa, el Reino Unido, América del Norte y del Sur. El aviso llevaba el código «rojo», es decir de busca y captura. Y, más abajo: «Está armado y es extremadamente peligroso.»

– ¿Cómo se encuentra? -Eran más de las dos de la tarde cuando Remmer entró en la habitación de Osborn.

– Estoy bien -contestó Osborn, que comenzaba a dormitar en el momento en que entró Remmer-. ¿Cómo tiene la muñeca?

Remmer levantó el brazo.

– Escayolada, por ahora.

– ¿Y McVey?

– Durmiendo.

Remmer se acercó y Osborn se percató de la intensidad de su mirada.

– ¡Han encontrado a la fisioterapeuta de Lybarger!

– No.

– Entonces, ¿qué?

– El hombre que Noble identificó como miembro de la Spetsnaz, el mismo que usted encontró en el Tiergarten, escapó al incendio.

Osborn se espabiló por completo. Aún quedaban cabos sueltos.

– ¿Von Holden? -preguntó.

– Un hombre que correspondía a su descripción abordó el tren de las once menos doce minutos a Frankfurt. No estamos seguros de que se trate de él, pero yo voy hacia allá de todos modos. Hay demasiada niebla para coger un avión. No hay trenes. Voy en coche.

– Voy con usted.

– Eso veo -dijo Remmer con un amago de sonrisa-. Precisamente venía a preguntárselo.

Diez minutos más tarde salía un Mercedes gris oscuro por una de las autopistas de Berlín. El coche era de un motor de seis litros en V-8, un modelo que solía usar la policía. La velocidad máxima era asunto clasificado, pero se decía que en una recta podía alcanzar los trescientos kilómetros por hora.

– Me gustaría saber si se marea en coche -preguntó Remmer tajante.

– ¿Por qué lo pregunta?

– El tren de Berlín llega a las siete y cuatro minutos. Ahora son las dos y pico. Un conductor que va rápido por autopista desde Berlín a Frankfurt, puede hacerlo en cinco horas y media. Yo voy rápido. Y además soy policía.

– ¿Cuál es el récord?

– No hay récord.

– Entonces establézcalo usted -dijo Osborn sonriendo.

Capítulo 130

Von Holden se reclinó en el respaldo y oyó el traqueteo del tren contra los rieles. Pasaron de largo un pequeño poblado que brilló en medio de la noche y, al cabo de un rato, otro.

Poco a poco el holocausto de Berlín quedaba atrás, lo cual le permitía concentrarse plenamente en la tarea que le esperaba. Miró enfrente y la vio a ella observándolo desde su sitio.

– Por favor, duérmase -aconsejó.

– Sí -admitió Vera, se dio media vuelta e intentó hacer lo que le decía.

Habían venido a buscarla después de las diez. La sacaron de su celda, la llevaron a una habitación, le entregaron la ropa que llevaba en el momento de la detención y le dijeron que se vistiera.

Luego la habían bajado en ascensor y la condujeron al coche donde la esperaba este hombre. Era un Hauptkommissar, un inspector jefe de la Policía Federal. La entregaban a su custodia y debía hacer todo lo que le dijera. El nombre del inspector era Von Holden.

Momentos más tarde caminaban unidos por las esposas mientras cruzaban el andén y abordaban un tren en Banhoff Zoo, la estación central de ferrocarriles de Berlín.

– ¿Adónde me lleva? -preguntó ella con ciertas reservas cuando él cerró la puerta del compartimiento y le echó llave.

Von Holden tardó un momento en responder y dejó en el suelo un enorme maletín blanco que llevaba colgado al hombro. Luego se inclinó y le sacó las esposas.

– Donde Paul Osborn -dijo él.

¡Paul Osborn! Aquellas palabras la sorprendieron.

– Lo han llevado a Suiza.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Vera pensando aceleradamente-. ¡A Suiza! ¿Por qué? Dios mío, ¿qué ha sucedido?