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– No tengo más información. Sólo órdenes -contestó Von Holden, y la llevó hasta su asiento. Él se sentó enfrente. Poco después el tren salió de la estación y Von Holden apagó la luz.

– Buenas noches -dijo.

– ¿En qué lugar de Suiza?

– Buenas noches.

Von Holden sonrió en la oscuridad. La reacción de Vera había sido previsible, una grave inquietud seguida casi inmediatamente de esperanza.

Temerosa y agotada como debía de estar Vera Monneray, su principal preocupación seguía siendo Osborn. Eso significaba que no le causaría problemas mientras creyera que la llevaban adonde estaba él. El hecho de que fuera bajo la custodia declarada de un inspector de policía de la BKA era una garantía más.

A Von Holden le habían notificado de su detención desde la sección de Berlín en el interior de la cárcel aquel mismo día. En ese momento, la información había sido puramente fortuita, pero con el correr de las horas se había revelado imprescindible. Media hora después de que diera la orden, la sección Berlín se había encargado de que soltaran a Vera. Entretanto, Von Holden se había cambiado de ropa y había cubierto la caja con una funda de nailon negra que le permitía llevarla como mochila, estampada con el logo de identificación de la BKA.

Resultaba una paradoja que, al detener a Vera, McVey le hubiera proporcionado a Von Holden involuntariamente la complicación que andaba buscando. Ya no era un hombre que viajaba solo sino un hombre que viajaba en el mismo compartimiento con una mujer de notable belleza.

Vera Monneray serviría para un fin más importante, porque se había convertido en un rehén de primera categoría.

Von Holden se miró el reloj. En poco menos de cinco horas estarían en Frankfurt. Dormiría cuatro horas y luego decidiría qué hacer.

Capítulo 131

Von Holden despertó a las seis en punto. Frente a él, Vera dormía. Se levantó, entró en el pequeño lavabo y cerró la puerta.

Se lavó la cara y se afeitó con los artículos del baño. Entretanto pensaba en Charlottenburg. Cuanto más analizaba lo que había sucedido, mayor era su convicción de que la conspiración era obra de alguien y quizá de varias personas que pertenecían a la Organización. Pensando retrospectivamente, recordó la expresión fantasmal de Salettl fuera del mausoleo. Se había puesto muy nervioso al comentarle a Von Holden que la policía buscaba a Scholl con una orden de arresto. Parecía enfático al ordenarle que llevara el maletín a las dependencias reales y que esperara allí, lo cual lo habría dejado a merced de las llamas si no hubiese tomado la iniciativa de abandonar el palacio.

Sin embargo, parecía absurda la idea de culpar a Salettl. Como médico, había estado en Ubermorgen desde sus inicios a finales de los años treinta. Era él quien se había encargado de todos los aspectos médicos, quien había dirigido las operaciones de decapitación y los experimentos quirúrgicos. ¿Cómo era posible que, en el punto culminante de todo aquello a lo que se había consagrado durante más de medio siglo, de pronto cambiara de parecer y lo destruyera todo? No tenía sentido. Pero al mismo tiempo, ¿qué otras personas tenían tan fácil acceso, no sólo a Charlottenburg sino al entramado más secreto de Ubermorgen?

El silbato del tren sacó a Von Holden de sus cavilaciones. Faltaban cuarenta minutos para llegar a Frankfurt. Ya había tomado la decisión de evitar los aeropuertos y servirse de los trenes hasta donde le fuera posible. Con suerte, eso podía significar el resto del camino. A las 7.46 había un tren expreso que los dejaría en Berna, Suiza, a las doce y doce minutos. Desde allí había una hora y media hasta Interlaken y luego los últimos trasbordos, uno en el tren de la red Bernese-Oberland ascendiendo el sobrecogedor paisaje de los Alpes, y el otro hasta la cumbre en los ferrocarriles del Jungfrau.

Capítulo 132

Remmer llevaba veintiuna horas sin dormir y el día anterior apenas había descansado tres. Ésa fue la razón por la que tardó en reaccionar al ver la primera línea de luces que apareció en la lluviosa autopista, al norte de Bad Hersfeld. Osborn fue el primero en dar la alarma, y la reacción de Remmer contra los frenos redujo la velocidad del Mercedes en cuestión de segundos, de doscientos setenta kilómetros a ciento cincuenta por hora.

A Osborn se le quedaron blancos los nudillos apretando el asiento de cuero cuando la parte posterior del Mercedes perdió el equilibrio y el coche giró, descontrolado, describiendo una curva de trescientos sesenta grados. Mientras giraban, Osborn tuvo una visión de la catástrofe que se aproximaba. Había dos camiones de remolque y una media docena de coches desparramados por la autopista. El Mercedes seguía girando a más de cien kilómetros por hora y a menos de cincuenta metros del primer remolque volcado. Osborn se afirmó para recibir el impacto y miró a Remmer. Este permanecía inmóvil sosteniendo el volante con ambas manos, como si volaran al abismo y fuera incapaz de remediarlo.

Osborn estaba a punto de abalanzarse sobre el volante, arrancárselo de las manos a Remmer e intentar pasar junto al camión desde el lado del pasajero, cuando el morro del coche quedó alineado. Remmer aceleró, las ruedas se agarraron instantáneamente, el Mercedes se enderezó y salió disparado hacia delante. Remmer redujo, dio unos leves golpes en el freno y el coche pasó a escasos centímetros del camión volcado. Con otro toque de frenos y un giro al volante, Remmer evitó chocar contra un Volvo en medio del camino. Siguieron hasta salirse de la autopista y rozar la piedreci11a del arcén. El Mercedes se levantó de las ruedas traseras, osciló, volvió a caer hacia atrás y se detuvo.

El tren avanzaba a paso de tortuga al cruzar de una vía a otra en las cercanías de Hauptbahnhof, la estación central de ferrocarriles de Frankfurt. Von Holden permanecía de pie junto a la ventana mirando afuera al entrar en la estación. Tenía todos los sentidos alerta, como a la espera de algo. Vera estaba sentada y lo observaba. Había pasado la noche dormitando, medio despierta, con la cabeza hecha un torbellino de ideas. ¿Por qué había venido Paul a Suiza? ¿Por qué el policía la llevaba con él? ¿Estaría herido de muerte?

Sintió que el tren reducía aún más la marcha y luego se detenía. Un silbido agudo proveniente de los frenos hidráulicos fue seguido de las puertas de los vagones que se abrían.

– Cuando salgamos cambiaremos de tren -anunció Von Holden sin preámbulos-. Le recuerdo que aún se encuentra bajo la custodia de la Policía Federal.

– Si me lleva a donde está Paul, ¿por qué cree que se me ocurriría huir?

De pronto se oyeron unos golpes secos en la puerta.

– Policía. ¡Abra la puerta, por favor!

– ¿Policía? -preguntó Vera mirando a Von Holden.

Éste la ignoró, se dirigió a la ventana y miró hacia fuera. La gente se movía de un lado a otro del andén, pero no vio más policías, al menos agentes uniformados.

Se repitieron los golpes en la puerta.

– Debe de ser un error, andarán buscando a alguien -comentó Von Holden volviéndose.

Se acercó a la puerta y la entreabrió justo lo suficiente para mirar hacia fuera.

– Ja? -preguntó, y se puso unas gafas como si quisiera verlos mejor.

Había dos hombres de civil, uno algo más alto que el otro. Los acompañaba un policía uniformado, con una metralleta. Era evidente que los dos primeros eran inspectores.

– Salga del compartimiento, por favor -urgió el más alto.

– BKA -dijo Von Holden, abriendo la puerta y dejando que vieran a Vera.

– ¡Salga del compartimiento! -repitió el más alto de los inspectores. Los habían enviado en busca de un fugitivo llamado Von Holden. Tal vez fuera el hombre que buscaban o tal vez no. Sólo tenían una foto y el hombre aparecía sin gafas. Además, ¿BKA? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era aquella mujer?