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¿Cómo había dado con ellos con tanta rapidez? Con la mujer de Merriman, por ejemplo, cuando la policía de todo el país estaba alertada y no la habían encontrado. Luego con Osborn. ¿Cómo se había enterado Oven de que Vera Monneray era la «mujer misteriosa» que había recogido a Osborn en el campo de golf después de salir del Sena, cuando el comentario de los medios de comunicación era mera especulación y la única que sabía la verdad era la policía? Luego, en el mismo lapso de tiempo, Lebrun y su hermano caían víctimas de un ataque en Lyón, aunque era probable que el hombre alto no estuviera involucrado.

Era imposible que se encontrara en dos lugares a la vez.

Las cosas estaban sucediendo a un ritmo cada vez más vertiginoso. El círculo asesino seguía cerrándose. El hecho de que el hombre alto hubiera desaparecido de escena no podía cambiar el curso de los acontecimientos. No habría sido capaz de ejecutar su misión sin la ayuda de una organización compleja, sofisticada y con excelentes contactos. Si se habían infiltrado en Interpol, ¿no podían haber hecho lo mismo en la Prefectura de Policía de París?

Pasó un coche de policía y luego otro. La ciudad se había llenado de sirenas.

– ¿Cómo sabía que estaríamos ahí? -preguntó Osborn, mientras avanzaban entre la multitud consternada por el espectáculo.

– Siga caminando -ordenó McVey, y Osborn lo vio mirar hacia atrás mientras los coches de policía cerraban el bulevar Montparnasse a ambos lados de la manzana.

– Le preocupa la policía, ¿no? -preguntó Osborn.

McVey no dijo nada.

Al llegar al bulevar Raspail doblaron a la derecha y subieron. Había una estación de metro al otro lado de la calle. Por un instante McVey pensó en entrar, pero luego descartó la idea y siguieron caminando los dos.

– ¿Por qué un policía habría de tenerle miedo a la policía? -insistió Osborn.

De pronto, un furgón azul oscuro salió de una calle lateral y se detuvo bruscamente en la intersección que acababan de cruzar. Se abrieron las puertas traseras y bajó una docena de agentes de las fuerzas especiales equipados con chalecos antibalas, trajes de tropas de asalto y subfusiles automáticos.

McVey lanzó una imprecación en voz baja y miró a su alrededor. Dos puertas más allá había un pequeño café.

– Entre ahí -dijo, y cogió a Osborn por el brazo y lo condujo a empellones hacia la puerta.

La gente estaba asomada a la ventana mirando lo que sucedía en la calle y apenas se fijaron en los dos hombres que entraban. McVey encontró un rincón en un extremo del bar y se lo señaló a Osborn mientras levantaba dos dedos hacia el barman.

– Win blanc -pidió.

– ¿Quiere decirme qué pasa? -reclamó Osborn reclinándose hacia atrás.

El camarero puso dos copas en la mesa y les sirvió vino blanco.

– Mera -dijo McVey. Cogió una copa y se la pasó a Osborn. Bebió un trago largo, dio la espalda a la sala y miró a Osborn.

– Yo le haré a usted la misma pregunta. ¿Cómo sabía el hombre alto que nos encontraríamos allí? La respuesta es que o bien lo siguieron a usted o bien me siguieron a mí. O también puede que alguien haya pinchado la central de mensajes del hotel Vieux París y pensara que quien iba a reunirse conmigo a tomar unas copas no sería el tal Tommy Lasorda. Un amigo mío, inspector de policía francés, fue gravemente herido esta mañana, y su hermano, otro policía, fue asesinado porque intentaba descubrir quién, además de usted, había encontrado la pista de Albert Merriman de repente, veinticinco años después de los hechos. Puede que la policía esté implicada, puede que no, no lo sé. Lo que sí sé es que está sucediendo algo sumamente peligroso para todo aquel que se hubiera relacionado con Merriman, aunque fuera remotamente. Y en este momento somos usted y yo, así que lo mejor que podemos hacer es no dejarnos ver en la calle.

– McVey -dijo Osborn alarmado de pronto-. Hay alguien más que sabe de Merriman.

– Vera Monneray. -Con todo el ajetreo, McVey se había olvidado de ella.

Un sentimiento de pavor sacudió a Osborn.

– Los policías franceses que la protegen aquí en París. Les he pedido que la lleven a casa de su madre en Calais.

Capítulo 70

– ¿Qué les ha pedido? -McVey no se lo podía creer.

Osborn no contestó. Dejó la copa en la barra y se dirigió por un pasillo inmundo, más allá de los aseos, hasta un teléfono público. Casi había llegado cuando McVey lo alcanzó.

– ¿Qué va a hacer? ¿Piensa llamarla?

– Sí -dijo Osborn, y siguió. Aún no se había decidido del todo, pero sentía la necesidad de saber que Vera se encontraba a salvo.

– Osborn -dijo McVey y lo cogió firmemente por el brazo hasta hacerlo girar-. Si está allí, seguro que está a salvo, pero los policías que la acompañan tendrán la línea pinchada. Lo dejarán hablar mientras localizan la llamada. Si la policía francesa está involucrada en esto, no daremos más de cinco pasos cuando salgamos de aquí -dijo señalando la entrada con un gesto de cabeza-. Y si no está allí, no hay nada que hacer.

– ¿No lo entiende? Tengo que saberlo.

– ¿Cómo?

Osborn ya tenía la respuesta.

– Por medio de Philippe. -Osborn llamaría a Philippe, para que éste se comunicara con Vera y, luego, le llamara de nuevo. No podrían localizar la segunda llamada.

– ¿El conserje de su apartamento?

Osborn asintió.

– Fue él quien le ayudó a salir del edificio, ¿no?

– Sí.

– Tal vez hizo que lo siguieran cuando salió.

– No, él no haría eso. Es…

– ¿Es qué? Alguien le dijo al hombre alto que Vera era la mujer misteriosa y dónde vivía. ¿Por qué no pudo ser el conserje? Osborn, por ahora tendrá que esperar antes de apaciguar sus dudas -dijo McVey, y lo miró fijo un rato para que entendiera que no bromeaba. Luego miró a su espalda para ver si había una salida por detrás.

Media hora más tarde, pagando en efectivo y con una tarjeta de visita y nombre falso, McVey se registró con Osborn en habitaciones contiguas en el quinto piso del hotel Saint Jacques, en la avenida Saint Jacques, un hotel para turistas a un kilómetro de La Coupole y el bulevar Montparnasse.

Al presentarse sin equipaje y como ciudadano americano, McVey jugó la carta nacional del amour. Al entrar en las habitaciones, le dio al botones una propina suculenta y le advirtió, fingiendo timidez pero muy firmemente, que se ocupara de que no los molestaran.

– Oui, monsieur -dijo el botones, y le regaló una sonrisa de complicidad, cerró la puerta y desapareció.

McVey revisó inmediatamente las dos habitaciones, los armarios y los cuartos de baño. Satisfecho, corrió las cortinas y se volvió hacia Osborn.

– Bajaré a la recepción y haré una llamada. No la hago desde aquí porque no quiero que localicen la habitación. Cuando vuelva, quiero que hablemos de todo lo que sepa sobre Albert Merriman desde el momento en que mató a su padre hasta el último minuto que estuvo con él en el río.

McVey se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la CZ automática de Oven y se la entregó a Osborn.

– Le habría preguntado si sabe usarla, pero ya conozco la respuesta -dijo con una mirada enfurecida que hacía innecesario el tono irritado de su voz. Se dirigió a la puerta-. Aquí no entra nadie excepto yo. Sin excepciones.

Abrió lentamente la puerta y miró hacia el pasillo desierto. Luego salió. Hizo lo mismo en el ascensor. Abajo, las puertas se abrieron y McVey salió. La zona estaba despejada, con la excepción de un grupo de turistas japoneses que bajaban de un autocar siguiendo a un guía que agitaba una banderola verdiblanca.