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McVey cruzó la recepción buscando un teléfono hasta que lo encontró cerca de la tienda de regalos. Con un número de tarjeta de crédito de AT & T, marcó el número del contestador automático de Noble en Scotland Yard y dejó grabado su mensaje.

Colgó, entró en la tienda de regalos, miró brevemente la selección de tarjetas y escogió una de cumpleaños con un gran conejo amarillo. En la recepción sacó la tapa de cartón con la huella seca del pulgar de Oven y la introdujo en el interior de la tarjeta. Escribió el nombre del destinatario, un tal «Billy Noble», y una dirección de correos en Londres. En el mostrador de recepción le entregó el sobre al empleado y pidió que lo enviara por correo nocturno.

Acababa de pagar al conserje y volvía a la recepción cuando entraron dos gendarmes y miraron a su alrededor. A su izquierda McVey vio un montón de folletos turísticos y se acercó tranquilamente. Uno de los policías miró en su dirección y McVey, ignorándolo, empezó a hojear los folletos. Finalmente cogió tres y cruzó el salón frente a los policías. Se sentó cerca del teléfono y empezó a mirar los folletos. Circuito turístico de Versalles. Circuito de las regiones de los vinos. McVey contó hasta sesenta y luego levantó la mirada. Los policías se habían ido.

Cuatro minutos más tarde, Ian Noble llamó desde una residencia privada donde él y su mujer asistían a una cena formal en honor de un general del ejército inglés que se retiraba del servicio activo.

– ¿Dónde está?

– En París. Hotel Saint Jacques. Soy Jack Briggs, de San Diego, y trabajo en bisutería al por mayor -dijo McVey con voz monótona, y le dio la dirección. Por el rabillo del ojo detectó un movimiento a su izquierda. Cambió de posición y vio a tres hombres con aspecto de ejecutivo que entraban y cruzaban la recepción hacia él. Uno de ellos parecía mirarlo fijamente y los otros dos conversaban.

– Te acuerdas de Mike, ¿no? -dijo McVey entusiasmado, y se abrió la chaqueta al estilo de un extrovertido hombre de negocios americano. Tenía la mano a centímetros de su 38, en la cintura-. El mismo, lo he traído conmigo.

– ¿Tiene a Osborn?

– Ni lo dudes.

– ¿Le está causando problemas?

– Joder, no. Hasta ahora no, en todo caso.

Los hombres siguieron de largo hacia los ascensores. McVey esperó que entraran y se cerrara la puerta. Sin esperar, le contó a Noble rápidamente todo lo sucedido y le informó que había enviado la huella del pulgar de Oven en una tarjeta.

– La miraremos en seguida -dijo Noble. Le contó a McVey que había tenido un pequeño roce con el responsable francés de los asuntos en Londres. ¿Qué diablos se creían los ingleses llevándose a un inspector de la policía de París, gravemente herido, desde Lyón? Además, dijo, las autoridades francesas querían que lo devolvieran y sin tardar.

Noble le contestó al responsable que estaba consternado por la noticia, que no había oído hablar de dicho incidente y que se ocuparía de ello inmediatamente. Luego cambió de tema y le contó a McVey que la investigación sobre los centros que experimentaban con técnicas avanzadas de criocirugía en Gran Bretaña no había arrojado ningún resultado. Si había algún experimento en curso, se estaba realizando en absoluto secreto.

Nervioso, McVey miró a su alrededor. Le disgustaba sentir esa paranoia, porque paralizaba a los hombres y les hacía ver cosas inexistentes. Sin embargo, debía acostumbrarse a la verdad de que cualquiera, uniformado o no, podía pertenecer a la Organización. El hombre alto no habría dudado a la hora de pegarle un tiro entre ceja y ceja en medio de la recepción y tenía que suponer que su sustituto haría lo mismo. Y si no lo ejecutaba inmediatamente, al menos informaría de su paradero. En cualquiera de los dos casos, si se quedaba allí estaba poniendo a prueba su suerte.

– McVey, ¿está ahí?

– ¿Qué ha averiguado sobre lo de Klass? -dijo, volviendo al teléfono.

– El MI6 no ha encontrado nada. El hombre tiene un expediente ejemplar. Casado, dos hijos. Nacido en Munich y criado en Frankfurt. Capitán de las Fuerzas Aéreas alemanas. Lo reclutó el espionaje de Alemania Federal, la Btmdesnachrichtendienst, y con ellos desarrolló su habilidad y reputación como especialista en huellas dactilares. Después comenzó a trabajar para Interpol en Lyón.

– No, eso no sirve -insistió McVey-. Se les habrá pasado algo por alto. Hay que buscar más en profundidad. Ver la gente con quién se asocia, fuera de su rutina. Espere un momento… -McVey empezó a pensar hacia atrás en el tiempo. En el despacho de Lebrun, al recibir la huella dactilar de Merriman desde Interpol, Lyón, recordó que alguien trabajaba con Klass-. Hal, Hall, Hald… ¡Halder!

– Halder, Rudolph. Interpol, Viena. Trabajó con Klass en la huella dactilar de Merriman. Oiga, McVey, ¿conoce usted a Manny Remmer? L

– De la Policía Federal alemana.

– Es un viejo amigo, trabaja fuera de la oficina central, en Bad Godesburg. Vive en una región llamada Rungsdorf. No es demasiado tarde. Llámelo a casa. Dígale que llama de mi parte y que quiere saber todo lo que pueda averiguar sobre Klass y Halder. Si hay algo, él lo encontrará. Puede confiar en él… McVey -añadió Noble, con un dejo de inquietud en la voz-, creo que se las ha apañado para abrir una lata más o menos espesa de repugnantes gusanos. Y, sinceramente, creo que debería salir de París cuanto antes.

– ¿Cómo, dentro de una caja o en una limusina?

– A algún lugar adonde pueda llamarlo dentro de noventa minutos.

– No hace falta que me llame. Yo lo llamaré a usted.

Eran más de las nueve y media cuando McVey llamó a la puerta de la habitación de Osborn. Este la abrió hasta la cadena de seguridad y miró por la abertura.

– Espero que le guste la ensalada de pollo -dijo McVey.

En una mano llevaba una bandeja con ensalada de pollo cubierta con papel celofán y en la otra sostenía una cafetera y dos tazas. Había conseguido que un empleado sumamente irritable se lo preparara todo a punto de cerrar la cafetería del hotel.

A las diez, el café y la ensalada habían desaparecido y Osborn se paseaba de un lado a otro moviendo los dedos de la mano herida sin darse cuenta mientras Mc-Vey, mirando su libreta de notas, permanecía inclinado sobre la cama, que usaba como mesa de trabajo.

– Merriman le dijo que un tal Erwin Scholl -Erwin, con «E»- de Westhampton Beach, Nueva York, le había pagado para que matara a su padre y a otras tres personas en 1966.

– Así es -dijo Osborn.

– De los otros tres, uno fue en Wyoming, otro en California y el tercero en Nueva Jersey. Merriman hizo el trabajo sucio y le pagaron. Luego Scholl intentó liquidarlo.

– Sí.

– No dijo nada más, sólo los nombres de los Estados. ¿No dio nombres de víctimas, ciudades?

– Sólo los Estados.

Me Vey se incorporó y entró en el cuarto de baño.

– Hace casi treinta años, un tal Erwin Scholl contrata a Merriman para que asesine a ciertas personas. Luego ordena liquidarlo a él. La vieja táctica de matar al asesino. Así se asegura de sepultar el trabajo que ha encargado porque no quedan cabos sueltos que puedan hablar.

Me Vey sacó el vaso del envoltorio sanitario, lo llenó de agua, volvió a la habitación y se sentó.

– Pero Merriman fue más listo que la gente de Scholl, se preparó una muerte falsa y desapareció. Scholl, suponiendo que Merriman había muerto, se olvidó de él. Pero sólo hasta que usted contrató a Jean Packard para buscarlo. -McVey bebió un sorbo de agua. Había estado a punto de mencionar al doctor Klass y el asunto de Interpol, Lyón. Pero no tenía por qué contárselo todo a Osborn.

– ¿Usted cree que Scholl está implicado en todo lo que ha sucedido en París? -preguntó Osborn.

– Y en Marsella y en Lyón, treinta años después. Aún no sé quién es este Scholl. Tal vez esté muerto o no exista.