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Apareció inmediatamente una imagen de nitidez impecable, un primer plano de un balón de fútbol. De pronto, un pie chutó la pelota. La cámara se alejó rápidamente para mostrar un panorama de los cuidados jardines de Anlegeplatz y a los sobrinos de Elton Lybarger, Eric y Edward chutando alegremente la pelota. La cámara se desplazó y apareció Elton Lybarger mirando el juego junto a Joanna.

De pronto, uno de los sobrinos chutó la pelota en dirección de Lybarger y éste se la devolvió con un vigoroso movimiento del pie. Luego miró a Joanna orgulloso y ella le devolvió la sonrisa expresando el mismo sentimiento de éxito.

La próxima escena mostraba a Lybarger en su elegante biblioteca. Sentado ante el fuego del hogar, vestido informalmente con pantalones y jersey, explicaba en detalle a un interlocutor fuera de imagen el fenómeno del eje que París y Bonn habían forjado en el marco de la Comunidad Económica Europea. Su discurso estaba bien documentado y su argumento versaba sobre el hecho de que el supuesto papel de «superioridad moral» que desempeñaba Inglaterra le procuraba un lugar poco feliz en el concierto de las naciones europeas. Si Inglaterra seguía jugando esa carta, no se beneficiarían ni los ingleses ni la Comunidad Europea. Lybarger explicaba que debía darse un acercamiento entre Londres y Bonn para que la Comunidad llegara a ser la potencia económica que estaba destinada a ser. Su discurso terminaba con un chiste que no era un chiste.

– Desde luego, lo que quería decir es que se debe tejer un vínculo entre Berlín y Londres. Porque, como todo el mundo sabe, gracias al voto del 20 de junio, aprobado por los legisladores, que se niegan a volver atrás en cuanto a la unidad alemana se refiere, se ha recuperado la sede del gobierno central para Berlín, que así ha vuelto a convertirse en el corazón de Alemania.

Luego la imagen de Lybarger se fundía y aparecía otra cosa. Era perpendicular y ligeramente arqueada y cubría casi los cuatro metros de alto de la pantalla. Pasó un momento y no sucedió nada, hasta que la cosa empezó a girar vacilando y luego se movió resueltamente hacia delante. Fue entonces cuando todos reconocieron lo que era. Un pene totalmente hinchado, palpitante y erecto.

De pronto la perspectiva se desplazó hacia la silueta de un segundo hombre que observaba de pie en la penumbra. Con un segundo desplazamiento de la cámara, los presentes vieron a Joanna, desnuda, y atada de pies y manos con unas elegantes tiras de terciopelo a las cuatro esquinas de una cama. Sus generosos pechos nacían de ambos lados del tórax como melones jugosos. Tenía las piernas abiertas y relajadas y la «V» oscura donde se juntaban ondulaba suavemente al ritmo inconsciente de sus caderas. Tenía los labios húmedos y los ojos, abiertos y vidriosos, estaban casi en blanco tal vez anticipando el éxtasis que habría de experimentar. Joanna era el retrato vivo del placer y el consentimiento y nada en ella indicaba que actuara contra su voluntad.

Luego el hombre y el pene caían sobre ella y Joanna lo acogía gustosamente en toda su dimensión. Desde una compleja variedad de ángulos se había grabado la autenticidad del acto. Los embates de aquel miembro eran largos y vigorosos, decididos pero sin prisas, lo cual no hacía sino aumentar el placer de Joanna.

Una perspectiva de la cámara mostraba al segundo hombre, que se mantenía apartado. Era Von Holden y estaba completamente desnudo. Con los brazos cruzados sobre el pecho, observaba la escena con indiferencia.

La cámara volvía al lecho y en el ángulo superior derecho de la pantalla aparecía un contador codificado que grababa el tiempo transcurrido desde la penetración hasta el orgasmo.

Cuando la lectura llegó a 4.12.04, era evidente que Joanna experimentaba su primer orgasmo.

A los 6.00.03, un electroencefalograma que registraba las ondas cerebrales de Joanna apareció en la mitad superior de la pantalla. Entre los 6.15.43 y los 6.55.03, Joanna experimentó siete oscilaciones cerebrales muy marcadas y separadas unas de otras. A los 6.57.23, apareció un encefalograma en el ángulo superior izquierdo de la pantalla donde se representaban las oscilaciones del compañero de Joanna. Desde entonces hasta los 7.02.07, fueron normales. Entretanto, en Joanna se habían registrado otros tres episodios de intensa actividad de las ondas cerebrales. A los 7.15.22, la actividad cerebral del hombre aumentó hasta triplicarse, mientras la cámara se acercaba al rostro de Joanna. Tenía los ojos ausentes de manera que sólo se percibía el blanco y la boca permanecía abierta en un grito silencioso.

A los 7.19.19, el hombre tuvo un orgasmo completo.

A los 7.22.20 Von Holden apareció nuevamente en pantalla y acompañó al hombre hasta la puerta de la habitación.

Al salir, dos cámaras enfocaron simultáneamente al hombre que había mantenido relaciones sexuales con Joanna. Se constataba sin duda alguna que el hombre de la cama era el mismo que salía ahora de la habitación. Se le reconocía perfectamente y era el mismo que había llevado a cabo el acto desde el comienzo hasta el final.

El hombre era Elton Lybarger.

– Eindrucksvoll! ¡Impresionante! -exclamó Hans Dabritz, cuando se encendieron las luces y la pantalla de vídeo desapareció tras los tres paneles de pintura abstracta.

– Pero lo que haremos no será mostrar un vídeo, Herr Dabritz -respondió Erwin Scholl, bruscamente. Le lanzó una mirada rápida a Salettl-. ¿Estará en condiciones de presentarse, doctor?

– Me gustaría disponer de más tiempo. Pero, como hemos visto, el resultado es notable.

En cualquier otro salón, el comentario de Salettl habría provocado risas, pero aquí no. Aquellas personas no habían venido a reír. Habían sido testigos de un estudio clínico sobre el cual se debía adoptar una decisión. Nada más.

– Doctor, le he preguntado si estará en condiciones de hacer lo que debe hacer. ¿Sí o no? -La mirada cortante de Scholl cercenó en dos a Salettl.

– Sí, estará en condiciones.

– Nada de bastón. ¡Nadie que le ayude a caminar! -le hostigó Scholl.

– No, nada de bastón. Nadie que le ayude a caminar.

– Gracias -respondió Scholl, despreciativo. Se volvió hacia Uta-. No tengo ninguna objeción -dijo. Al oír eso, Von Holden abrió la puerta y Erwin Scholl abandonó la sala.

Capítulo 72

Scholl no tomó el ascensor y bajó las cinco plantas de la galería con Von Holden. Al llegar a la salida, Von Holden abrió la puerta y los dos salieron al aire puro y penetrante de la noche. Un chófer de uniforme les abrió la puerta de un Mercedes oscuro. Primero entró Scholl y luego Von Holden.

– Vamos a Savignyplatz -ordenó Scholl al ponerse en marcha-. Conduce lentamente -dijo cuando el Mercedes giró en una plaza bordeada de árboles. Avanzaron a paso de tortuga dejando atrás bares y restaurantes llenos. Scholl se inclinaba hacia fuera para mirar a la gente, para observar cómo caminaban y conversaban, estudiando sus rostros y sus gestos. La intensidad con que se entregaba a ello hacía que todo pareciera totalmente nuevo, como si lo viera por primera vez.

– Dobla hacia Kantstrasse. -El chófer enfiló hacia una manzana invadida por colores chillones de locales nocturnos y bullicio de cafés-. Detente aquí -dijo finalmente Scholl. Incluso cuando hablaba correctamente, su tono era breve y cortante como si dispensara órdenes militares.

Media manzana más allá, el chófer encontró un sitio para aparcar en la esquina, se acercó a la acera y se detuvo. Scholl se inclinó y con las manos plegadas bajo el mentón, observó a los jóvenes berlineses que deambulaban incansablemente entre las luces de neón de su ruidoso mundo de arte pop. Desde el otro lado de los cristales oscuros parecía un voyeur absorto en los placeres del mundo que observaba pero guardando las distancias.

Von Holden se preguntaba qué pretendía. Sabía que Scholl estaba preocupado desde que lo había recibido en el aeropuerto de Tegel para llevarlo a la galería. Creía conocer la causa, pero Scholl no había dicho nada y Von Holden llegó a pensar que el malestar había pasado. Sin embargo, no había manera de saber qué pasaba con Scholl. Era un hombre enigmático, oculto tras una máscara de arrogancia implacable. La arrogancia era un rasgo de temperamento que no podía o no quería modificar porque gracias a ella había llegado hasta donde estaba.