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– Benny, si no lo necesitara… -dijo McVey, y miró hacia el hotel. Osborn estaba en la habitación con la CZ del hombre alto como la primera vez y con las mismas órdenes de no contestar el teléfono ni abrirle la puerta a nadie más que a él. A McVey le desagradaba visceralmente este tipo de situaciones, verse amenazado sin tener la más mínima idea de cuándo surgiría el peligro ni de qué forma. Durante los últimos años se había dedicado principalmente a reunir los cabos sueltos y luego a recomponer las pruebas cuando los narcotraficantes ya habían cerrado sus negocios. La mayoría de las veces no había riesgos porque los muertos no solían matar a nadie.

– Benny -dijo McVey, volviendo al teléfono-. Seguro que las víctimas habían trabajado en algún proyecto de alta tecnología. Han sido inventores, diseñadores de instrumentos de alta precisión o puede que científicos o profesores universitarios. Gente que ha experimentado con temperaturas muy bajas, trescientos, cuatrocientos o quinientos grados bajo cero. O puede que al revés, gente que investigara el calor. ¿Quiénes eran? ¿En qué trabajaban cuando los asesinaron? Finalmente, Microtab Corporation en Waltham, Massachusetts, en 1966. ¿Aún siguen en el negocio? Si la respuesta es afirmativa, ¿quién lo dirige y quién es el dueño? Si no, ¿quiénes eran los dueños en 1966 y qué les sucedió?

– McVey, ¿quién te crees que soy? ¿Wall Street? ¿El Ministerio de Hacienda, o el Departamento de Personas Desaparecidas? ¿Crees que basta con introducir los datos en el ordenador y ya está? ¿Para cuando lo quieres, para el uno de enero de 1995?

– Te llamaré mañana por la mañana.

– ¿Qué dices?

– Benny, es muy, pero que muy importante. Si tienes problemas, llama a Fred Hanley, del FBI en Los Ángeles. Dile que es para mí, que he pedido ayuda -dijo McVey. Hubo una pausa-. Y otra cosa. Si no has tenido noticias mías mañana a mediodía, hora de Nueva York, llama a Ian Noble en Scotland Yard y entrégale toda la información que tengas.

– McVey -dijo Benny Grossman. Su voz había perdido el tono entusiasta e inquieto-. ¿Te has metido en un lío?

– Y muy grande.

– ¿Muy grande? ¿Qué diablos significa eso?

– Oye, Benny, te debo una…

Osborn estaba en el rincón oscuro de la ventana mirando a la calle. La niebla era densa y casi no circulaban coches. Nadie caminaba por las aceras. La gente estaba en casa durmiendo, esperando que llegara el martes. Vio pasar una silueta bajo la luz de una farola y cruzar el bulevar en dirección al hotel. Pensó que era McVey pero no estaba seguro. Volvió a cerrar la cortina, se sentó y encendió una pequeña lámpara junto a la cama e iluminó la CZ 22 de Bernhard Oven. Se sentía como si llevara medio siglo ocultándose y sin embargo sólo habían pasado siete días desde que había visto a Albert Merriman sentado frente a él en la cervecería Stella.

¿Cuántas personas habían muerto en siete días? ¿Diez, doce? Tal vez más. Si no hubiera conocido a Vera y no hubiese venido a París, toda esa gente aún estaría viva. ¿Acaso era culpa suya? No había respuesta posible porque aquélla no era una pregunta razonable. Pero había conocido a Vera y había venido a París y nada podría cambiar lo que había sucedido desde entonces.

En las últimas horas, desde que McVey había salido, intentaba no pensar en Vera. Pero cuando la recordaba, porque no podía dejar de hacerlo, se decía que estaba a salvo y que los policías que la habían llevado a casa de su abuela en Caláis eran leales, agentes de confianza y no tentáculos corruptos de la máquina infernal que los perseguía.

La violencia le había asestado un golpe temprano en la vida y las consecuencias lo habían perseguido desde entonces. La pesadilla después del asesinato de Merriman y la paralizante crisis nerviosa que había terminado en brazos de Vera en el escondrijo del ático, eran apenas un intento desesperado para librarse de una verdad espantosa, a saber, que la muerte de Albert Merriman no había solucionado nada. El sórdido asesino de la cara cortada que había perseguido desde la infancia había sido reemplazado por un nombre y poca cosa más. Al abandonar el edificio de Vera y salir de su escondrijo arriesgándose a que lo cazara el hombre alto o la policía de París o a que al encontrarse cara a cara con McVey éste lo detuviera sin protocolos, se había rendido a la evidencia de que ya no podía enfrentarse a todo ese asunto en solitario. No había recurrido a McVey pidiendo clemencia sino ayuda. La llamada en la puerta lo sobresaltó como un disparo. Levantó la cabeza y se volvió de golpe como si lo hubieran sorprendido con los pantalones bajados. Se quedó mirando la puerta dudando si su mente le jugaba una mala pasada.

Llamaron a la puerta por segunda vez.

Si fuera McVey, pensó, diría algo o usaría la llave. Osborn empuñó firmemente la CZ justo en el momento en que empezó a girar el pomo de la puerta. Ésta cedió un poco, lo suficiente para que quienquiera estuviese al otro lado se diera cuenta de que estaba con llave. La presión cedió igual de rápido.

Osborn cruzó la habitación y se apoyó contra la pared justo al lado de la puerta. Sentía que se le acumulaba el sudor al contacto con el arma. Lo que sucediera ahora dependía de quien estaba en el pasillo.

– Lo siento, cariño. Te has equivocado de puerta. -Era McVey que hablaba con voz monótona y pesada desde el otro lado. Le respondió una voz desenfadada de mujer hablando francés-. Te has equivocado, cariño. Hazme caso. Prueba en el piso de arriba, ¡te has equivocado de piso!

La mujer respondió con un francés hosco, indignada.

Se oyó una llave en la cerradura. Luego se abrió la puerta y entró McVey. Llevaba con él a una chica de pelo oscuro cogida del brazo y del bolsillo de la chaqueta le asomaba un periódico enrollado.

– ¿Quieres entrar? Pues entra -le dijo a la chica, y luego miró a Osborn-. Cierre esa puerta.

Osborn cerró la puerta, le echó llave y deslizó la cadena.

– Vale, cariño, ya estás dentro. ¿Y ahora qué? -*-dijo McVey a la chica, que se quedó en medio de la habitación con una mano en la cadera. Miró a Osborn. Debía de tener unos veinte años, un metro sesenta y no parecía asustada. Llevaba una blusa de seda ceñida y una falda muy corta, medias de red y tacones altos.

– Mete-saca, mete-saca -dijo, y sonrió seductora mirando a Osborn y luego a McVey.

– ¿Quieres follar con los dos? ¿Es eso lo que quieres?

– Claro, ¿por qué no? -La chica sonrió y su acento en inglés mejoró bastante.

– ¿Quién te ha enviado?

– Vengo por una apuesta.

– ¿Qué tipo de apuesta?

– El de la recepción dice que sois maricas. El botones dice que no.

McVey lanzó una carcajada.

– ¿Y te han enviado para que te enteraras?

– Sí -dijo, y sacó un fajo de billetes de cien francos del escote como prueba de que decía la verdad.

– ¿Qué coño es esto? -Osborn estaba intrigado.

McVey sonrió.

– Pues bien, resulta que estábamos engañándolos, cariño. El botones gana. -McVey miró a Osborn-. ¿Quieres follártela tú primero?

– ¿Quéé? -Osborn no se lo podía creer.

– ¿Por qué no? Si ya le han pagado y todo -dijo McVey, y miró a la chica-. Sácate la ropa.

– Claro -respondió ella. Lo decía en serio y lo hacía bien. No les sacó los ojos de encima a ninguno de los dos. Primero miraba a uno y luego al otro, como si cada prenda que se sacara fuera un espectáculo privado para cada uno de ellos. Y, lentamente, se lo fue sacando todo.

Osborn miraba boquiabierto. No podía creer que McVey pensara hacerlo. ¿Así, sin más, y con él allí presente? Había oído hablar de cómo se lo hacían los polis en ciertas situaciones, todo el mundo había oído hablar de aquellas historias pero nadie se las creía. Y sobre todo, jamás había pensado que fuera él uno de los protagonistas.

McVey le lanzó una mirada.

– Yo voy primero, ¿vale? -sonrió-. ¿No le importará si entramos en el baño, doctor?