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– Cadoux -dijo Noble vacilante-, ya sé que Mc-Vey se opondría a esto, pero creo que se nos acaba el tiempo. Detenga discretamente a Klass y que lo interroguen. Si quiere, yo mismo puedo ir. Es la única pista que tenemos.

– Ya entiendo. Estoy de acuerdo con usted. Dígame algo sobre McVey en cuanto sepa algo de él. Para bien o para mal. ¿De acuerdo?

– Sí, de acuerdo, para bien o para mal.

Noble colgó y se quedó pensando un rato. Luego buscó sus pipas detrás de la mesa, escogió una de calabaza amarilla y la llenó de tabaco.

Si McVey y Osborn no habían cogido el tren de París-Meaux y por cualquier motivo no habían podido contactar con su piloto en la pista de Meaux, estarían allí cuando aterrizara mañana. Pero veinticuatro horas era una espera demasiado larga. Noble le había dicho a Cadoux que suponía que iban en el tren. Y ahora actuaría en consecuencia con ese dato. Si estaban muertos, no había nada que hacer pero si estaban vivos, había que sacarlos de Francia enseguida, antes de que los descubrieran.

Poco después de las once menos cuarto, casi cuatro horas después del descarrilamiento, una periodista alta, delgada y muy atractiva, portadora de credenciales del periódico Le Monde, aparcaba su coche junto a los demás vehículos de la prensa en el arcén del camino. Luego se unió al enjambre de periodistas que ya habían llegado al escenario de la catástrofe.

Las tropas de la Guardia Nacional francesa se habían unido a la policía de Meaux y a los bomberos en los trabajos de rescate. Se contaban hasta trece muertos incluyendo al maquinista del tren. Otros treinta y seis estaban hospitalizados, veinte en estado grave y otros quince internados con quemaduras leves ya habían recibido el alta. El resto aún yacía sepultado bajo los hierros y los cálculos más sombríos calculaban que pasarían horas e incluso días antes de llegar al recuento definitivo.

– ¿Hay una lista de nombres por nacionalidades? -preguntó la periodista al entrar en una gran tienda de campaña montada para la prensa a unos veinte metros de los rieles.

Pierre André era un hombre de mediana edad y trabajaba como enfermero de la Guardia Nacional y responsable de la identificación de las víctimas. Levantó la mirada de su mesa de trabajo y vio la credencial de Le Monde, luego la miró a ella y sonrió, quizá la única sonrisa que había regalado en todo el día. Avril Rocard era realmente atractiva.

– Sí, señora -dijo André, y se volvió enseguida hacia un subordinado-. Teniente, por favor, entréguele a la señora una lista de muertos y heridos.

El oficial sacó una hoja de una carpeta que tenía enfrente y cuadrándose se la entregó.

– Mera -dijo ella.

– Debo advertirle, señora, que falta mucho para completarla. Tampoco se puede publicar antes de que se notifique a los familiares -dijo Pierre André, esta vez sin la sonrisa.

– Desde luego.

Avril Rocard trabajaba como detective en París y era especialista en asuntos de falsificación de monedas en el gobierno francés. Sin embargo, su presencia allí como enviada de Le Monde no respondía a una misión del gobierno ni de la Prefectura de Policía de París. La había enviado Cadoux. Eran amantes desde hacía una década y Avril era la única persona en toda Francia en la que Cadoux podía confiar como en sí mismo.

Se alejó y revisó la lista. La mayoría de los pasajeros identificados eran franceses. También había dos alemanes, un suizo, un sudafricano, dos irlandeses y un australiano. No había americanos.

Avril Rocard abandonó la escena en dirección a su coche, abrió la puerta y entró. Cogió el teléfono celular, marcó un número en París y esperó mientras comunicaba con Lyón.

– ¿Sí? -La voz de Cadoux se oía nítidamente.

– Hasta el momento, nada. No hay ningún americano en la lista.

– ¿Qué aspecto tiene el asunto?

– Se parece al infierno. ¿Qué hago?

– ¿Alguien te ha dicho algo por la credencial?

– No.

– Entonces, quédate hasta que hagan el recuento de todas las víctimas.

Avril Rocard colgó y devolvió lentamente el auricular a su sitio. A sus treinta y tres años, Avril ya debería tener un hogar y un hijo. Al menos debería tener un marido. ¿Por qué diablos se dedicaba a hacer esto?

Capítulo 77

Eran las ocho de la mañana y Benny Grossman volvía a casa del trabajo.

Se había encontrado con Matt y David, sus dos hijos adolescentes, justo cuando se marchaban al colegio. Un rápido «hola papá, hasta luego papá» y los chicos desaparecieron. Y ahora Estelle se preparaba para salir a su trabajo en la peluquería de Queens.

– Hostia puta -oyó decir a Benny desde la habitación. Benny llevaba sólo los calzoncillos, una cerveza en una mano y un bocadillo en la otra y estaba de pie frente al televisor. Había pasado la noche trabajando en el departamento de Archivos e Información de la comisaría manejando teléfonos y ordenadores, reclutando la colaboración de un puñado de piratas informáticos muy versados e introduciéndose en ciertas bases de datos privadas para dar con la información que McVey había pedido sobre los asesinatos de 1966.

– ¿Qué pasa? -Preguntó Estelle, que había entrado en la habitación-. ¿A qué viene eso de hostia puta?

– Shhh -la hizo callar Benny. ¡

Estelle se volvió para ver lo que miraba su marido. Era un reportaje de la CNN sobre un descarrilamiento de trenes en las afueras de París.

– Qué horrible -dijo ella mientras observaban a los bomberos que trasladaban en camilla a una mujer ensangrentada, subiendo a duras penas por un terraplén-. Pero ¿por qué armas tanto jaleo tú con eso?

– McVey está en París -dijo sin levantar la mirada del televisor.

– Conque McVey está en París -repitió ella sin inflexión en la voz-. Y lo mismo le sucede a otro millón de personas. A mí sí que me gustaría estar en París.

Benny se volvió bruscamente hacia ella.

– Estelle, vete al trabajo, ¿vale?

– ¿Sabes algo que no sepa yo?

– Cariño, Estelle, vete al trabajo, ¿vale?

Estelle Grossman se quedó mirando fijamente a su marido. Cuando Benny hablaba así, era como un poli advirtiéndole que no era asunto suyo.

– Duerme algo -dijo.

– Ya.

Estelle lo observó un momento, sacudió la cabeza y salió. A veces pensaba que a Benny le importaban demasiado los amigos y la familia. Si se lo pedían, hacía cualquier cosa por ellos por mucho que le costara. Pero cuando se cansaba como ahora, su imaginación le jugaba malas pasadas.

– Comandante Noble, soy Benny Grossman, de la policía de Nueva York.

Benny aún estaba en ropa interior y tenía sus notas desparramadas sobre la mesa de la cocina. Llamaba a Noble porque eran instrucciones de McVey en caso de que no recibiera su llamada, y ahora tenía un sentimiento real, casi psíquico, de que McVey no iba a 11amar, al menos hoy. En diez minutos explicó lo que había destapado.

– Alexander Thompson trabajaba en programación de ordenadores de última generación. Se jubiló de su empleo en Nueva York para retirarse a Sheridan, Wyoming, en 1962. Razones de salud. En Wyoming trabó amistad con un escritor de Hollywood que llevaba a cabo una investigación para una película de ciencia ficción sobre los ordenadores. El escritor se llamaba Harry Simpson y el estudio era American Pictures. A Alexander Thompson le dieron veinticinco mil dólares y le pidieron que diseñara un programa informático. Un ordenador manejaría un brazo articulado que sostendría con suma precisión el bisturí durante una operación. De hecho, se trataba de reemplazar al cirujano. Claro que todo esto era teoría, ciencia ficción, futurismo. Se trataba de construir algo que funcionara de verdad, aunque fuera de forma primitiva. En enero de 1966, Thompson entregó su programa. Tres días más tarde lo encontraron muerto de un disparo en un camino abandonado. Los investigadores descubrieron que no había ningún Harry Simpson en Hollywood ni había un estudio llamado American Pictures. No quedaron huellas del programa informático diseñado por Alexander Thompson.