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– Joanna, déjame que te explique algo. El doctor Salettl probablemente actúa de esa manera porque está nervioso. Este viernes, el señor Lybarger tiene que leer un discurso ante los principales accionistas de su compañía. El éxito y el rumbo de la compañía en el futuro dependen de que los accionistas reconozcan que el señor Lybarger está capacitado para volver a dirigir la corporación. Salettl está quisquilloso porque lo han hecho responsable de la recuperación del señor Lybarger. ¿Me entiendes?

– Sí… No. Lo siento, no lo sabía. De todos modos, no es razón para…

– Joanna, el señor Lybarger tiene que pronunciar un discurso en Berlín. El viernes por la mañana, tú, yo, el señor Lybarger y Eric y Edward iremos allá en el avión de la empresa.

– ¿Berlín? -Joanna no había oído el resto de la frase, sólo Berlín. Por su tono de voz, Von Holden intuyó que la idea le disgustaba. Joanna ya estaba harta y ahora sólo quería volver a su querido Nuevo México lo antes posible.

– Joanna, entiendo que te sientas cansada. Tal vez yo mismo te haya presionado demasiado. Ya sabes lo que siento por ti: La verdad es que es parte de mi carácter dejarme llevar por mis sentimientos. Por favor, Joanna, sólo te pido que aguantes un poco más. El viernes llegará antes de que te des cuenta y el sábado podrás volver a casa en un vuelo directo desde Berlín, si quieres.

– ¿A casa? ¿A Taos? -Von Holden sintió la ola de entusiasmo.

– ¿Te parece bien?

– Sí, me alegro mucho. -Joanna había decidido que, aparte de los diseños de alta costura y los castillos, ella no era más que una chica de Nuevo México satisfecha con su vida sencilla en Taos. Quería volver allí más que nada en el mundo.

– Entonces puedo contar contigo. ¿Nos acompañarás hasta el final? -La voz de Von Holden era suave y arrulladora.

– Sí, Pascal. Puedes contar conmigo. Iré.

– Gracias, Joanna. Disculpa todas las incomodidades que has tenido que sufrir. No estaba previsto. Si quieres, me gustaría mucho que pasáramos una última noche en Berlín. Los dos solos, para bailar y despedirnos. Buenas noches, Joanna.

– Buenas noches, Pascal.

Von Holden se imaginaba la sonrisa de Joanna al colgar. Había dicho justo lo necesario.

Capítulo 80

Un timbre de carrillones despertó a Benny Grossman de un sueño profundo. Eran las tres y cuarto de la tarde. ¿Por qué diablos sonaba el timbre? Estelle aún estaba en el trabajo. Matt estaría a esa hora en clase de lengua hebrea y David en su entrenamiento de rugby. Benny no estaba de ánimo para atender a nadie, sobre todo si era alguien que se había equivocado de puerta. Empezaba a dormirse cuando volvió a sonar el timbre.

– Hostia -gruñó. Se levantó y miró por la ventana. No había nadie en el jardín y no alcanzaba a ver la puerta de entrada, que se encontraba justo debajo.

– ¡Vale, vale! -exclamó cuando volvió a sonar. Se puso el pantalón del chándal y bajó las escaleras hasta la puerta de entrada. Abrió el mirador. Vio a dos rabinos, uno de ellos joven y sin barba, el otro anciano, con una larga barba entrecana.

«¡Dios mío! -pensó-. ¿Qué habrá pasado?»

Con el corazón en la boca, abrió la puerta de un golpe.

– ¿Sí? -preguntó.

– ¿Inspector Grossman? -preguntó el rabino anciano.

– Sí, soy yo. -A pesar de sus largos años como policía y después de todo lo que había visto, Benny Grossman se volvía frágil como un niño cuando se trataba de su propia familia-. ¿Qué sucede? ¿Pasa algo? ¿Le ha ocurrido algo a Estelle? ¿Matt? ¿Ó David…?

– Se trata de usted mismo, inspector -dijo el rabino viejo.

Benny no tuvo tiempo para reaccionar. El rabino joven levantó la mano izquierda y le descargó un disparo entre ceja y ceja. Benny cayó hacia atrás como una losa. El rabino joven entró y le disparó por segunda vez, para asegurarse. Entretanto, el rabino viejo recorrió la casa. Arriba, en la cómoda, encontró las notas que Benny había usado en su llamada a Scotland Yard. Las dobló cuidadosamente y volvió a bajar.

En el jardín de al lado, a la señora Greenfield le pareció raro ver salir a dos rabinos de casa de los Grossman y cerrar la puerta a su espalda, sobre todo a esa hora de la tarde.

– ¿Ocurre algo? -preguntó cuando los vio abrir la verja de la calle y caminar por la acera.

– No, no sucede nada. Shalom -dijo el rabino más joven con una sonrisa gentil.

– Shalom -respondió la señora Greenfield y vio que el rabino joven le abría al mayor la puerta del coche. El joven le volvió a sonreír, se puso al volante y un instante después se alejaron.

El Cessna de seis plazas atravesó un espeso manto de nubes y sobrevoló la campiña francesa.

Clark Clarkson, antiguo piloto de bombarderos de la RAF, un atractivo hombre de pelo castaño, manos enormes y sonrisa sardónica, mantuvo estabilizado el pequeño aparato a través de las turbulencias que se producían durante el descenso. Junto a él, en el asiento de copiloto, Ian Noble viajaba con el cinturón de seguridad ajustado y apoyaba la cabeza contra la ventana mientras miraba hacia abajo. Detrás de Clarkson, vestido de civil, viajaba el mayor Geoffrey Avnel, cirujano militar y miembro de los comandos especiales de la RAF. Además, Avnel hablaba bien el francés. Ni Inteligencia Militar de los ingleses ni Avril Rocard, la agente que Cadoux había enviado a la escena de la catástrofe, habían logrado dar con el paradero de McVey y Osborn. Puede que hubiesen viajado en el tren, pero ahora habían desaparecido.

Noble manejaba la teoría de que uno de los dos o ambos habían resultado heridos, y temiendo las represalias de los autores del atentado, se habían alejado del lugar del siniestro. Ambos sabían que el Cessna volvería a buscarlos al día siguiente, lo cual significaba, si Noble no se equivocaba, que tal vez se encontraban en algún punto entre el lugar del atentado y la pista de aterrizaje a tres kilómetros de allí. Por eso los acompañaba el mayor Avnel.

Abajo veían la ciudad de Meaux y a la derecha la pista de aterrizaje. Clarkson se comunicó por radio con la torre de control y recibió permiso para aterrizar. Cinco minutos después, a las ocho y diez de la mañana, el Cessna ST95 tocó tierra.

Rodaron lentamente hasta las proximidades de la torre de control y Noble y Avnel bajaron del avión para dirigirse al pequeño edificio que servía de terminal.

Noble no tenía la más mínima idea de lo que iba a encontrar. A los policías se les inculcaba el sentido del azar en su trabajo desde el día de su primera patrulla. Londres no era diferente de Detroit o de Tokio y la muerte de cualquier poli en el cumplimiento del deber era como la muerte de cualquier agente uniformado, que podía ser hombre o mujer. Le podía suceder a cualquiera, cualquier día y en cualquier ciudad del mundo. Si al final del día un poli conservaba su integridad física, podía considerarse afortunado. Así había que tomarse las cosas día a día. Si uno llegaba al final, se jubilaba y pasaba a la vejez intentando no pensar en todos los policías del mundo que no tenían igual suerte.

Así era la vida de los policías y así era el riesgo al que se entregaban hombres y mujeres. Pero no era el caso de McVey. El era diferente, el tipo de poli que viviría más que todos y que todavía estaría trabajando a los noventa y cinco años. Eso era un hecho. Así lo consideraban todos y era lo que él mismo creía, por mucho que gruñera y dijera lo contrario. El problema era que esta vez Noble tenía un presentimiento y en el ambiente se respiraba un aire pesado y trágico. Tal vez por eso había acompañado a Clarkson y al mayor Avnel, porque pensaba que era su deber estar allí con McVey.