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Como un adicto que de pronto cae en la cuenta de su mal, supo que si algún día había de detener su auto-destrucción, tenía que ser ahora, en ese preciso momento. Difícil como era, su única salida era exorcizar esa reacción y creer a Vera.

Hurgó en su interior y volvió a acercarse el auricular.

– Lo siento… -dijo.

Vera se pasó la mano por el pelo y se sentó frente a una pequeña mesa de madera. Encima vio la estatuilla de un burro moldeada en barro, a todas luces obra de manos infantiles. Tenía una forma curiosa y primitiva y sin embargo era pura. Vera la cogió y la miró, luego la estrechó cálidamente contra su pecho.

– Tenía miedo de la policía, Paul. No sabía qué hacer. En un momento de desesperación, llamé a François. ¿Sabes lo difícil que fue para mí después de haber roto con él? Me trajo aquí, a un lugar en el campo y luego regresó a París. Dejó a tres agentes del servicio secreto para protegerme. Nadie debe saber dónde estoy. Por eso no te lo puedo decir. En caso de que haya alguien a la escucha-De pronto, la nebulosa de Osborn se despejó y los celos desaparecieron. Sólo quedaba la grave preocupación de antes.

– ¿Estás bien protegida, Vera?

– Sí…

– Creo que deberíamos colgar -propuso Osborn-. Déjame que te vuelva a llamar mañana.

– Paul, ¿estás en París?

– No, ¿por qué?

– Sería peligroso.

– El hombre alto está muerto. McVey lo mató.

– Ya lo sé. Lo que tú no sabes es que era un miembro de la Stasi, la policía política de la ex Alemania del Este. Dicen que ha sido disuelta, pero creo que no es verdad.

– ¿Eso te contó François?

– Sí.

– ¿Y por qué habría querido la Stasi matar a Albert Merriman?

– Paul, escúchame por favor -suplicó Vera, con un dejo de urgencia en la voz. Ella también tenía miedo y estaba confundida-. François piensa dimitir. Su decisión se hará pública mañana. La ha tomado porque lo están presionando en el interior del propio partido. Está relacionado con la Comunidad Económica Europea, con la nueva política europea.

– ¿Qué insinúas? -Osborn no entendía.

– François piensa que están todos bajo el yugo de Alemania y que ésta terminará controlando la economía de toda Europa. No le gusta ese panorama y piensa que Francia está demasiado implicada en algo que no le conviene.

– ¿Me estás diciendo que lo están forzando a dimitir?

– Sí… muy en contra de su voluntad, pero no tiene alternativa. Es un asunto muy oscuro.

– Vera, ¿François teme por su vida si no dimite?

– No me ha hablado de eso.

Osborn había dado en el blanco. Puede que no lo hubieran discutido, pero ella había pensado en esa posibilidad. Probablemente no dejaba de pensar en ello. François Christian la tenía secuestrada en algún lugar en el campo bajo la custodia de tres agentes del servicio secreto. ¿Acaso había alguna conexión entre el hecho de que el hombre alto fuera un agente de la Stasi y lo que estaba sucediendo en los pasillos de la política en Francia? ¿Y que François temiera por la suerte de Vera, como si pudieran hacerle daño a ella como amenaza si él se negaba a dimitir? O finalmente, tal vez ella se había ocultado y protegido debido a su relación con Osborn y McVey, y por lo que les había sucedido a Lebrun y a su hermano en Lyón.

– Vera, me da igual que nos estén escuchando, me importa un bledo -dijo Osborn-. Quiero que pienses detenidamente. Por lo que te comentó François, ¿existe alguna conexión entre Albert Merriman, yo y la situación en que se encuentra él?

– No lo sé -contestó Vera. Miró la diminuta figura del burro y luego la dejó suavemente sobre la mesa-. Recuerdo que mi abuela me contaba cómo fueron las cosas durante la guerra en Francia. Cuando llegaron los nazis y se instalaron -dijo, con la voz quebrada-. Se sentía el miedo por todas partes. A la gente se la llevaban sin dar ningún tipo de explicaciones y no volvían más. Todos se espiaban unos a otros, hasta en la propia familia, y contaban todo lo que veían a las autoridades. Había hombres armados por todas partes. Paul… -balbuceó vacilante, y Osborn notaba que se había puesto muy nerviosa-, siento esa misma sombra ahora…

De pronto Osborn oyó un ruido a su espalda. Se volvió bruscamente. McVey estaba junto a la cabina. Lo acompañaba Noble. McVey abrió la puerta de un tirón.

– ¡Cuelgue! -dijo-. ¡Ahora mismo!

Capítulo 84

McVey cogió a Osborn por el brazo y lo obligó a salir a la calle.

Osborn intentó despedirse de Vera, pero McVey se había interpuesto y cortado la comunicación.

– Era la chica, ¿no? Vera Monneray -dijo McVey, y abrió la puerta de un Rover camuflado junto a la acera.

– Sí -contestó Osborn. McVey se metía en su vida privada y eso no le gustaba.

– ¿Trabaja para la policía de París?

– No. Para el servicio secreto.

Las puertas se cerraron de golpe y el chófer de Noble se introdujo en el tráfico.

Al cabo de cinco minutos giraban en torno a Piccadilly Circus y salían por Haymarket rumbo a Trafalgar Square.

– Es un número no registrado -dijo McVey sin inflexión en la voz, mirando los números que Osborn se había escrito en la mano.

– ¿Qué está insinuando? -preguntó Osborn a la defensiva, y escondió las manos bajo las axilas.

McVey lo miraba fijamente.

– Espero que no la haya matado -dijo.

Noble, que iba delante junto al chófer, se volvió.

– ¿Le dio alguien el número al que llamó o lo encontró usted solo?

Osborn dejó de mirar a McVey.

– ¿Qué importa eso?

– ¿Le dio alguien el número al que llamó o lo encontró usted solo? -insistió Noble.

– Los teléfonos de la recepción estaban ocupados. Pregunté si había otros.

– Y se lo indicó alguien.

– Evidente.

– ¿Lo vio llamar alguien? ¿Lo vieron entrar en una cabina? -McVey dejó que siguiera Noble.

– No -dijo Osborn tajante, y de pronto recordó-. Había una empleada del hotel, una vieja negra. Estaba pasando la aspiradora.

– No cuesta nada seguir la pista de una llamada desde un teléfono público -advirtió Noble-. Sobre todo si se sabe de qué teléfono se trata y a qué hora. Esté o no registrado, cincuenta libras bastarán para averiguar el número, la ciudad, la dirección y hasta puede que informen del menú de la cena. En un abrir y cerrar de ojos.

Osborn permaneció callado un rato largo viendo desfilar las luces nocturnas de Londres. No le gustaba lo que había oído, pero Noble tenía razón. Se había portado como un imbécil. Pero no estaba acostumbrado a ese mundo, un mundo donde cada idea tenía que ser calculada y donde todos eran sospechosos, sin importar quiénes fueran.

Al final, decidió recurrir a McVey.

– ¿Quién está detrás de todo esto? ¿Quiénes son?

McVey negó con la cabeza.

– ¿Sabía que el hombre que usted mató era un antiguo miembro de la Stasi?

– ¿Se lo ha dicho ella?

– Sí.

– Pues tiene razón.

– ¿Ya lo sabía? -Osborn no podía creerlo.

McVey no respondió. Noble tampoco.

– Permítame que le diga algo que tal vez no sepa. El primer ministro de Francia ha dimitido. Harán pública la noticia mañana. Lo han obligado a dimitir desde su propio partido debido a sus reservas frente al papel de Francia en la Comunidad Europea. Él piensa que los alemanes tienen demasiado poder y ellos no están de acuerdo.

– Eso no es nuevo -dijo Noble encogiéndose de hombros, y se volvió para darle instrucciones al chófer.