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– ¿Usted no lo sabía? -preguntó ella-. ¿No tenía idea de que esto hubiera sucedido?

– ¿Y usted tampoco?

– No, señor Lybarger. Le puedo asegurar que no tenía ni idea.

De pronto se escuchó un toque seco en la puerta. Inmediatamente después se abrió y entró Frieda Vossler, de unos veinticinco años, una mujer de mentón cuadrado, miembro de las fuerzas de seguridad de Anlegeplatz.

Minutos más tarde, Salettl y el jefe de seguridad Springer entraban en la habitación de Joanna. Encontraron a un Lybarger indignado que hacía chocar una y otra vez el vídeo en la palma de la mano mientras increpaba a Frieda Vossler, exigiendo que le explicaran qué significaba semejante atropello.

Salettl le quitó tranquilamente el vídeo y le pidió que se relajara, advirtiéndole que su reacción podía costarle un segundo infarto. Dejó a Joanna con los agentes de seguridad y acompañó a Lybarger a su habitación. Le tomó la presión y lo metió en la cama después de administrarle una fuerte dosis de somnífero mezclada con una droga psicodélica. Lybarger dormiría y su sueño estaría habitado por imágenes irreales y fantásticas. Salettl confiaba en que confundiría los sueños con el incidente del vídeo y la visita a la habitación de Joanna.

La terapeuta, por el contrario, se había mostrado menos comprensiva, y cuando Salettl volvió a su habitación, pensó que debería despedirla inmediatamente y enviarla a Estados Unidos en el primer vuelo. Después pensó que su ausencia sería aún más perturbadora. Lybarger se había acostumbrado a Joanna y dependía de ella para su bienestar físico. Era ella quien lo había hecho progresar de tal manera que había logrado hacerlo caminar sin ayuda del bastón. Era imposible predecir su reacción si no la encontraba a su lado. No, Salettl decidió que no podía despedirla. Era de una importancia vital que ella acompañara a Lybarger a Berlín y permaneciera junto a él hasta el momento del discurso. Con una actitud sumamente discreta, Salettl la convenció, por el bien de Lybarger, de que volviera a la cama.

Le aseguró que por la mañana le darían una explicación de lo que había visto.

Asustada, irritada y emocionalmente agotada, Joanna había tenido la entereza suficiente para no presionar demasiado.

– Sólo quiero que me diga -exigió-, quién sabía de esto además de Pascal. ¿Quién filmó la maldita escena?

– No lo sé, Joanna. Desde luego, yo no la he visto, de modo que ni siquiera sé de qué se trata. Por eso te pido que esperes hasta mañana y te podré dar una respuesta clara.

– Bien -dijo ella, y esperó a que todos salieran para cerrar la puerta con llave.

Salettl no dudó en dejar a la agente Frieda Vossler custodiando la puerta y dio instrucciones para que nadie entrara ni saliera sin su permiso.

Cinco minutos más tarde estaba sentado ante su mesa de escritorio. Era la madrugada del jueves. En menos de treinta y seis horas, Lybarger estaría en Berlín preparándose para su presentación en el Palacio de Charlottenburg. Después de todo el tiempo transcurrido y en vísperas del gran momento, no se podía considerar la posibilidad de que algo fallara en Anlegeplatz. Cogió el teléfono y llamó a Uta Baur, en Berlín, sabiendo que la despertaría. Uta cogió la llamada en su estudio.

– Guten Morgen -dijo con voz cortante y despierta. Eran las cuatro de la mañana y ya había empezado a trabajar.

– Creo que debe saber… que se ha producido cierta confusión en Anlegeplatz.

Capítulo 86

El reloj de Osborn marcaba casi las dos y media de la madrugada, hora de Londres, jueves 13 de octubre. Eran las cuatro y media en Berlín.

Junto a él, en la oscuridad, veía a Clarkson vigilando el tablero de mandos de luces rojas y verdes del Beechcraft Baron y manteniendo la velocidad fija a poco más de trescientos kilómetros por hora. Atrás, McVey y Noble dormitaban cómodos, más parecidos a un par de abuelos que a unos inveterados inspectores de Homicidios. Más abajo, el Mar del Norte brillaba a la luz de la media luna, embravecido con la marea alta que azotaba la costa holandesa.

Al cabo de un rato viraron a la derecha y entraron en el espacio aéreo holandés. Cruzaron por encima del oscuro reflejo del Ijsselmeer y poco después giraron hacia el este por encima de los campos hacia la frontera alemana.

Osborn intentaba imaginarse a Vera encerrada en una casa de la campiña francesa. Pensó en una granja con una larga entrada de manera que los guardias armados podían divisar a una persona mucho antes de que se acercara. O tal vez no. Tal vez se trataba de una casa moderna de dos pisos junto a la vía del ferrocarril en un pueblo pequeño que veía pasar una docena de trenes al día. Una casa cualquiera, como miles de otras en toda Francia, de aspecto corriente, con un coche de cinco años aparcado a la entrada. Sería el último lugar donde se le ocurriría buscar a un agente de la Stasi.

Osborn también debió de haberse adormecido, porque lo primero que vio fue la luz lejana del amanecer en el momento en que Clarkson comenzaba a penetrar en un ligero manto de nubes. Vio el río Elba directamente abajo, oscuro y liso, como un faro dándoles la bienvenida, extendiéndose hacia delante hasta perderse de vista.

Siguieron el descenso bordeando la orilla sur a lo largo de otros treinta kilómetros hasta que en la distancia aparecieron las luces del poblado rural de Havelberg.

McVey y Noble se habían despertado y miraron el paisaje mientras Clarkson inclinaba el ala izquierda y bajaba abruptamente. Girando en redondo, redujo y bajó en un vuelo rasante casi silencioso sobre los campos envueltos en la penumbra. En ese momento, una señal en tierra parpadeó dos veces y luego se apagó.

– Bajemos -dijo Noble.

Clarkson asintió con la cabeza y enfiló el morro del aparato. Aceleró brevemente los motores de trescientos caballos y describió una abrupta curva a la derecha, volvió a reducir y bajó. Se oyó un ruido sordo cuando cayó el tren de aterrizaje, Clarkson estabilizó el aparato y sobrevoló las copas de los árboles. Delante de ellos apareció una franja de luces azules flanqueando una pista de césped. Al cabo de un minuto, las ruedas tocaron tierra, el morro del aparato bajó y la rueda delantera rozó el suelo. Las luces de aterrizaje se apagaron inmediatamente y se oyó un potente rugido del motor cuando Clarkson revirtió la potencia. Unos cien metros más allá, el Barón se detuvo.

– ¡McVey!

Al nombre, pronunciado con un marcado acento alemán, siguió una risa sonora cuando McVey bajó y pisó la hierba mojada de rocío de los bosques del Elba, unos cien kilómetros al noroeste de Berlín. McVey sintió el abrazo poderoso de un hombre descomunal vestido con vaqueros y cazadora de cuero.

El teniente Manfred Remmer, de la Bundeskriminalamt, la policía federal alemana, medía más de metro noventa y pesaba más de cien kilos. Remmer era un tipo franco y extrovertido, y con diez años menos podría haber jugado de defensa lateral en cualquier equipo de liga profesional de rugby. Aún era un hombre sólido y de gran destreza física. Estaba casado y tenía cuatro hijas. A sus treinta y siete años, conocía a McVey desde hacía doce cuando, aún inspector novel, fue enviado al departamento de policía de Los Ángeles en el marco de un programa de intercambio internacional.

En Los Ángeles lo asignaron a una patrulla durante tres semanas en la sección de robos y homicidios y durante ese período tuvo a McVey como compañero. En esas tres semanas, el recluta Manfred Remmer estuvo presente en seis sesiones judiciales, nueve autopsias, siete detenciones y veintidós sesiones de interrogatorios. Trabajó seis días a la semana y quince horas al día. Siete de esos días no estaban pagados y tuvo que dormir en un sofá del apartamento de McVey en lugar de la habitación de hotel de que disponían para casos urgentes. En los dieciséis días que trabajaron él y McVey, detuvieron a cinco narcotraficantes con órdenes de captura por asesinato y siguieron la pista, detuvieron y obtuvieron una confesión completa de un hombre acusado de matar a ocho mujeres jóvenes. Hoy día, ese hombre, Richard Homer, espera el día de su ejecución en la quinta galería de la prisión de San Quintín, después de haber agotado a lo largo de una década todos los recursos de apelación posibles.