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– Me alegro de verte, McVey. Me alegro de verte en forma y de que hayas venido -dijo Remmer mientras conducía a toda velocidad un Mercedes Benz camuflado. Salieron del bosque hacia un camino de tierra-. Me he enterado de ciertas cosas a propósito de tus amigos en Interpol, Herr Klass y Halder. No ha sido fácil pillarlos. Prefería decírtelo en persona y no por teléfono… ¿Podemos hablar? -preguntó mirando por encima del hombro a Osborn, sentado atrás junto a Noble.

– Sí, se puede -dijo McVey guiñándole un ojo a Osborn. Ya no había necesidad de seguir manteniéndolo al margen de lo que estaba sucediendo.

– Herr Hugo Klass nació en Munich en 1937. Después de la guerra viajó con su madre a Ciudad de México. Luego emigraron a Brasil, Río de Janeiro y Sao Paulo. -Remmer hizo botar el coche al pasar sobre un enrejado de desagüe y aceleró al llegar al tramo pavimentado. El cielo comenzaba a despejarse y brillaba suavemente sobre el perfil barroco de los edificios de Havelberg.

– En 1958 -continuó-, Klass volvió a Alemania para ingresar en la fuerza aérea y más tarde en la Bundesnachrichtendienst, los Servicios de Inteligencia de Alemania Federal, donde adquirió su reputación como experto en huellas dactilares. Luego…

– Empezó a trabajar en el cuartel general de Interpol. Es exactamente lo mismo que nos dijo el MI6 -dijo Noble inclinándose sobre el asiento delantero.

– Muy bien -sonrió Remmer-. Ahora cuéntenos el resto.

– ¿El resto? Si eso es todo lo que hay.

– No hay más información. ¿No tiene historia familiar?

– Lo siento -dijo Noble tajante, y volvió a reclinarse en el asiento-. Es todo lo que sé.

– No nos deje en ascuas -dijo McVey, y se puso las gafas oscuras cuando aparecieron los primeros destellos de sol en el horizonte.

En la distancia, Osborn vio un Mercedes sedán gris que salía de un camino lateral hacia la carretera en el mismo sentido que ellos. Iba más lento que el coche de Remmer, pero cuando éste se acercó, aceleró y Remmer mantuvo cierta distancia por detrás. Al cabo de un momento vio que los seguía un coche de las mismas características. Osborn se volvió y vio a dos hombres en el asiento delantero. Entonces, por primera vez, se percató del fusil ametrallador en la cartuchera adosada a la puerta de Remmer, junto a su codo. Era evidente que los hombres que iban delante y detrás eran de la Policía Federal. Remmer no quería correr ningún riesgo.

– No se llama Klass de nacimiento. Se llama Haussmann. Durante la guerra su padre, Erich Haussmann, pertenecía al Schutzstaffel, la SS, número de identificación 337795. También perteneció a la Sicherheitsdienst es decir, la SD, los servicios de seguridad del partido nazi. -Remmer siguió al primer Mercedes hacia el sur en dirección a la Uberregiónale Fernverkehrsstrasse, la red de autopistas regionales. Los tres coches comenzaron a correr más rápido.

– Dos meses antes de que la guerra terminara, Herr Haussmann se esfumó. La señora Bertha Haussmann recuperó su apellido de soltera, Klass. La señora Haussmann no era una mujer adinerada cuando salió con su hijo de Alemania rumbo a Ciudad de México, en el 46. Sin embargo vivió en una villa con un cocinero y una empleada que llevó consigo cuando se marchó a Brasil.

– ¿Cree que los exiliados nazis le prestaron su apoyo después de la guerra? -preguntó McVey.

– Puede que sí. Pero ¿quién podría demostrarlo? Se mató en un accidente de coche en 1966 en las afueras de Río. De todos modos, se sabe que mientras vivieron en Brasil, Erich Haussmann la visitó a ella y a su hijo en al menos veinticinco ocasiones.

– Dice que el padre se «esfumó» antes de que terminara la guerra -dijo Noble volviendo a inclinarse hacia delante.

– Y viajó directo a América del Sur con el padre y el hermano mayor de Rudolf Halder, vuestro hombre en Interpol, Viena. Halder es el experto que ayudó a reconstruir las huellas dactilares de Albert Merriman a partir del cristal que se encontró en el piso del detective privado, Jean Packard. -Remmer sacó un paquete de tabaco de encima del tablero, lo sacudió, sacó un cigarrillo y lo encendió.

– EÍ verdadero nombre de Halder era Otto -dijo, y exhaló el humo-. Su padre y su hermano mayor pertenecían a la SS y a la SD, igual que el padre de Klass. Halder y Klass tienen la misma edad, cincuenta y cinco años. Vivieron sus años de formación en la Alemania nazi y además en el hogar de auténticos fanáticos del partido. Pasaron su adolescencia en América del Sur donde fueron educados, vigilados y financiados por exiliados nazis.

– ¿No me dirá que estamos ante una conspiración neonazi? -preguntó Noble, mirando hacia McVey.

– Es una idea interesante si se atan todos los cabos. A Merriman lo mata un agente de la Stasi un día después de que un hombre que ocupa un cargo estratégico, donde todos los días se revisan cientos de investigaciones policiales, descubre que está vivo. Luego viene la caza de la amiga de Merriman y la matanza de su mujer y toda su familia en Marsella. Intentan liquidar a Lebrun y a su hermano el día que comienzan a indagar en las actividades de Klass, que había solicitado la información sobre Merriman a la policía de Nueva York utilizando antiguos códigos de Interpol que mucha gente ni sabe que existen. Luego sabotean el tren en que viajábamos Osborn y yo. Matan a Benny Grossman en su propia casa en Queens el día después de que recopila y le transmite a Noble información sobre las personas que Erwin Scholl habría supuestamente matado hace treinta años. Tiene usted razón, Ian. Si atamos todos los cabos, parece obra de una unidad de espionaje, como una operación del KGB -resumió McVey, y miró a Remmer-. ¿Qué piensas tú, Manny? ¿Acaso la conexión de Klass nos indica que se trata de una historia de neonazis?

– ¿Qué diablos quieres decir con neonazis? -Inquirió bruscamente Remmer-. Andan por ahí rompiendo cráneos, los cabezas rapadas, y llevan patatas llenas de clavos en los bolsillos. Unos imbéciles que golpean a los inmigrantes y luego les queman los albergues y salen en todos los telediarios…

Remmer miró de McVey a Noble, y luego a Osborn. Estaba picado.

– Merriman, Lebrun, el tren de París-Meaux -dijo Remmer-, y Benny Grossman. Recuerdo que cuando llamé a Benny para preguntarle dónde me podía quedar cuando fui a Nueva York con mis hijas, me dijo «¡quédate en mi casa»! Tú dices KGB, pero yo debería decir que no se trata de neonazis ¡sino de neonazis que trabajan con antiguos nazis! Esto es una continuación del poder que asesinó a seis millones de judíos y destruyó Europa. Los neonazis son como el pezón de la teta, son una mierda. Por el momento son un fastidio, nada más. Pero debajo de la superficie, el mal aún está vivo en la cara de los empleados bancarios y de las camareras en los bares y ellos ni siquiera se enteran, como una semilla que espera el tiempo propicio, la mezcla propicia de elementos para volver a brotar. Si estuvieras como yo, en la calle y en los pasillos de la Alemania de hoy, ya lo sabrías. Nadie hablará de ello, pero está ahí, como el viento. -Remmer miró a McVey enfurecido, apagó el cigarrillo de golpe y volvió a mirar el camino.

– Manny -dijo McVey, tranquilo-. Me estoy dando cuenta de que estás empeñado en una guerra privada. La culpa y la vergüenza y todo lo que te ha echado encima otra generación. Lo que sucedió fue cosa de ellos, no tuya, pero de todos modos has caído en la trampa. Tal vez tenías que caer. Y no te discuto nada de lo que dices. Pero las emociones no son hechos.