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– Tú quieres saber si tengo información de primera mano. Pues la respuesta es que no.

– ¿Y qué pasa con la Bundeskriminalamt o la Bundesnach no sé qué hostias, o como se pronuncie la Seguridad alemana?

Remmer miró hacia atrás.

– ¿Se han encontrado pruebas tangibles sobre un movimiento pronazi organizado lo bastante grande como para tener influencias? -preguntó.

– Tú me dirás.

– La respuesta es la misma. No. Al menos no por lo que sabemos mis superiores y yo, porque se suele hablar de ese tipo de cosas en los cuerpos de policía. La política del gobierno es estar jewachsam, lo cual significa siempre alerta y vigilante.

McVey lo miró fijamente un momento.

– Pero personalmente, ¿tú qué opinas, Manny? ¿Que la cosa es madura?

Remmer vaciló y luego asintió con la cabeza.

– No se hablará de ello. Cuando suceda, no se pronunciará la palabra nazi. Pero tendrán el poder, eso sí. Les doy dos o tres años, cinco a lo más.

Con esa profecía, los cuatro ocupantes del coche guardaron silencio y Osborn pensó en lo que Vera le había dicho sobre la dimisión de François Christian y la nueva Europa, cuando le habló de los recuerdos recurrentes de su abuela sobre la ocupación de Francia por los nazis, de la gente que era detenida y que nadie volvía a ver, de los vecinos que se espiaban unos a otros, lo mismo que las familias y, en todas partes, hombres armados. «Siento esa misma sombra ahora.» El sonido de su voz era tan claro como si estuviese sentada a su lado y el miedo que transmitía le heló los huesos.

Los coches disminuyeron la velocidad al llegar a las afueras de una pequeña ciudad. Osborn miró por la ventana y vio el sol de la mañana sobre los tejados. Las hojas de otoño cubrían las calles de rojos y dorados. Un grupo de chicos esperaba para cruzar una esquina y una pareja de viejos caminaba por la acera, la anciana apoyada en un bastón y con el otro brazo enfundado en el de su marido. Cerca de una intersección, un agente de tráfico discutía con un camionero y en todas partes los tenderos comenzaban a colocar sus mercancías en la acera.

Era difícil calcular el tamaño de la ciudad. Tal vez dos mil o tres mil habitantes que uno adivinaba en las calles laterales y en otros barrios que no se veían. ¿Cuántos otros pueblos como ése despertaban esa mañana en toda Alemania? ¿Cientos, miles? En los pueblos, las aldeas y las pequeñas ciudades la gente seguía ocupada en las cosas de todos los días, viviendo en algún punto entre el nacimiento y la muerte. ¿Acaso era posible pensar que esa gente añorara en secreto los desfiles a paso de ganso de las tropas de asalto vistiendo camisas ceñidas y brazaletes con esvásticas? ¿Acaso echaban en falta los golpes de las lustrosas botas y polainas pasando frente a todas las ventanas y puertas del país?

¿Cómo era posible? Esa terrible época llevaba medio siglo sepultada. El bien y el mal de la moral del nazismo era un objeto en desuso, un lugar común. La culpa y la vergüenza colectivas aún pesaban sobre las generaciones nacidas décadas después de que la conflagración hubiera llegado a su fin. El Tercer Reich y todo lo que representaba estaba muerto. Tal vez el resto del mundo querría recordar siempre, pero Alemania quería olvidar. De eso Osborn estaba seguro. Remmer tenía que estar equivocado.

– Tengo otro nombre para ti -dijo Remmer rompiendo el silencio-. Es el hombre que se ocupaba de que Klass y Halder gozaran de una posición solvente dentro de Interpol. Es su actual director de misiones, un antiguo inspector de la Prefectura de Policía de París. Creo que lo conoces.

– ¿Cadoux? ¡No, no puede ser! Lo conozco desde hace años.

Noble no cabía en sí de asombro. -Así es -dijo Remmer. Relajó la mano en el volante y encendió otro cigarrillo-. Cadoux.

Capítulo 87

A las siete menos cuarto de la mañana, Erwin Scholl estaba de pie junto a la ventana de la oficina de su suite en el último piso del Grand Hotel Berlín, mirando el sol que se levantaba sobre la ciudad. Cogía en brazos un gato de angora de abundante pelaje que acariciaba abstraído.

A su espalda, Von Holden hablaba por teléfono con Salettl en Anlegeplatz. A través de la puerta cerrada que daba al despacho del exterior, oía a sus secretarias ocupadas en atender las llamadas internacionales, ninguna de las cuales contestaba personalmente.

Fuera en el balcón, Viktor Shevchenko fumaba un cigarrillo y miraba hacia el sector del antiguo Berlín este esperando instrucciones. Shevchenko tenía treinta y dos años y su constitución fibrosa le daba aspecto de matón de barrio. Al igual que Bernhard Oven, Von Holden lo había reclutado en el ejército soviético para la Stasi. Después de la reunificación se había trasladado a la Organización como jefe de la sección de Berlín.

– Nein! -exclamó Von Holden tajante, y Scholl se volvió-. No, ¡no será necesario! -dijo en alemán, negando con la cabeza.

Scholl se volvió hacia la ventana sin dejar de acariciar al gato. Le bastaba con lo que había entendido en las primeras palabras de la conversación de Von Holden. Elton Lybarger descansaba tranquilamente y, tal como estaba previsto, llegaría a Berlín mañana.

En treinta y seis horas, cien ciudadanos de prestigio en Alemania viajarían desde todos los puntos del país para reunirse en el Palacio de Charlottenburg y presenciar la aparición de Lybarger. Minutos después de las nueve de la noche se abrirían las puertas del comedor privado, los congregados callarían y él haría una entrada solemne. Vestido formalmente, sin bastón, recorrería solo el pasillo engalanado del centro, cabalmente distante de quienes lo observaban. Al llegar al final de la sala, subiría los seis peldaños hasta el podio y, una vez arriba, en medio de una ovación atronadora se volvería para saludarlos. Finalmente alzaría un brazo pidiendo silencio y pronunciaría el discurso más decisivo y brillante de toda su vida.

Cuando oyó que Von Holden colgaba el teléfono, se desvaneció su ensueño. Dejó al gato en la silla roja bien mullida y se sentó ante su mesa de trabajo.

– El señor Lybarger encontró el vídeo por casualidad y se lo enseñó a Joanna -dijo Von Holden-. Esta mañana apenas se acuerda de ello. Pero ella está causando problemas. Salettl se encargará.

– Quería que fueras tú a calmar todo el asunto. ¿No era eso lo que quería?

– Sí, pero no hace falta.

– Pascal, el doctor Salettl tiene razón. Si la chica sigue molesta, se notará en la conducta de Lybarger, lo cual es totalmente inaceptable. Salettl puede tranquilizarla pero no como podrías hacerlo tú. Es la diferencia que existe entre la razón y los sentimientos. Piensa que resulta mucho más difícil cambiar una emoción que una idea. Aunque Salettl la convenza, puede cambiar de opinión y eso causaría perturbaciones que no podemos tolerar. Pero si alguien la suaviza y la acaricia, terminará ronroneando como la gatita que duerme ahora plácidamente sobre la silla.

– Puede que así sea, señor Scholl, pero en este momento yo debo estar en Berlín -dijo Von Holden, y lo miró fijamente-. A usted le preocupaba que nuestro sistema no fuera tan eficaz como pensábamos. Pues bien, resulta que lo es y no lo es. La sección de Londres ha encontrado al policía francés herido, Lebrun, en el Westminster Hospital de Londres. Tiene protección de la policía veinticuatro horas al día. La sección de Londres y la de París rastrearon una llamada de Osborn, el americano, desde Londres a una granja en las afueras de Nancy. Vera Monneray está en esa granja bajo la custodia de agentes del servicio secreto francés.

Scholl conservaba su postura hierática y escuchaba con las manos tensas apoyadas sobre la mesa de trabajo.