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– ¿James? -dije-. ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo?

Bajé del porche, con el canuto en la mano, y crucé el jardín hacia donde estaba.

– Es de mentira -dijo James Leer, y me mostró la palma de su mano, sobre la que descansaba una pequeña pistola plateada, un «modelo para señoras» con empuñadura nacarada, no más grande que una baraja de naipes-. ¡Hola, profesor Tripp!

– ¡Hola, James! -respondí-. Me preguntaba qué estabas haciendo.

– Es de mi madre -me explicó-. La ganó en un local de tragaperras en Baltimore, en una de esas máquinas con un gancho para coger obsequios. Fue cuando estudiaba en la escuela católica. La pistola disparaba unas bolitas de papel, pero ya no se encuentran en ninguna parte.

– ¿Y por qué la llevas encima? -le pregunté, y alargué el brazo para cogerla.

– No lo sé -respondió. Cerró el puño sobre la pistolita y se la guardó en el bolsillo del abrigo-. La encontré en un cajón en casa y empecé a llevarla encima. Supongo que para que me dé buena suerte.

Su abrigo constituía una seña de identidad inconfundible. Era una prenda impermeable comprada de saldo, con un forro de franela a cuadros, amplias solapas y aspecto de haber cumplido durante muchos años la misión de proteger de la lluvia las cargadas espaldas de una larga serie de casos perdidos, vagos y vagabundos. Desprendía un olor a estación de autobuses tan desolador que, con sólo acercarte a él, podías sentir que la mala suerte se te echaba encima.

– No estoy invitado. Lo digo por si se pregunta qué hago aquí -comentó. Se reacomodó con un gesto brusco la pequeña mochila que llevaba a la espalda y me miró a los ojos por primera vez. Era un muchacho bien parecido, de ojos grandes y oscuros que siempre parecían brillantes y humedecidos por las lágrimas, nariz recta, labios colorados y cutis limpio; pero había algo difuso e indeterminado en sus rasgos, como si todavía estuviese en pleno proceso de decidir qué rostro quería tener. Iluminado por la pálida luz proveniente de la casa parecía terriblemente joven-. La verdad es que me he colado. He venido con Hannah Green.

– No importa -dije. Hannah Green era la alumna más prometedora de todo el departamento. Tenía veinte años, era muy guapa y ya había publicado un par de cuentos en el Paris Review. Su estilo era sencillo y poético como la lluvia sobre una margarita; estaba particularmente dotada para las descripciones de campos vacíos y de caballos. Vivía en el sótano de mi casa por un alquiler de cien dólares al mes, y yo estaba perdidamente enamorado de ella-. Puedes decir que te he invitado yo. Es más, debería haberlo hecho.

– ¿Qué hace aquí fuera?

– Pues la verdad es que me iba a fumar un canuto. ¿Te apetece?

– No, gracias -respondió con cierta incomodidad. Se desabrochó el abrigo y vi que todavía llevaba el ceñido traje negro y la escuálida corbata que había lucido por la tarde durante el debate sobre su relato, con una camisa a cuadros de tonos pálidos-. No me gusta perder el control de mis emociones.

Al oírle decir eso se me ocurrió que acababa de hacer un perfecto diagnóstico del gran problema de su vida, pero no dije nada y di una larga calada al canuto. Era agradable estar al aire libre a oscuras, rodeado de hierba húmeda, sintiendo la llegada de la primavera y la inminencia de alguna catástrofe. Supuse que James no se sentía cómodo estando allí de pie junto a mí, pero sabía que se habría sentido mucho peor dentro, sentado en un sofá, con un canapé en la mano. James Leer era un alma furtiva y escurridiza. No encajaba en ningún sitio y estaba mucho mejor lejos de los demás.

– ¿Hannah y tú salís juntos? -le pregunté al cabo de un rato. Sabía que últimamente se habían visto y habían ido al cine juntos, al Playhouse y al Filmmakers'-. ¿Estáis enrollados?

– ¡No! -respondió sin vacilar. Estaba demasiado oscuro para comprobar si se había puesto colorado, pero lo que sí pude observar fue que había desviado la mirada-. Venimos de ver El hijo de la furia en el Playhouse. -Volvió a levantar la vista y se le animó la cara, tal como solía suceder cuando tenía la oportunidad de hablar de su tema preferido-. Con Tyrone Power y Frances Farmer.

– No la he visto.

– En mi opinión, Hannah se parece a Frances Farmer. Por eso quería que viese la película.

– Frances Farmer se volvió loca.

– Igual que Gene Tierney. También sale en la película.

– Parece interesante.

– No está mal. -Sonrió. Al hacerlo torcía la boca y mostraba toda la dentadura, lo cual le hacía parecer todavía más joven-. Creo que necesitaba animarme un poco.

– Supongo que sí -dije-. Hoy han sido muy duros.

Se encogió de hombros y volvió a desviar la mirada. Aquella tarde, al comentar el cuento de James, sólo uno de los alumnos dijo algo positivo sobre éclass="underline" Hannah Green. Pero incluso su comentario se basaba en una magistral combinación de ambigüedad y tacto. En la medida en que era posible descifrar la trama del relato entre la maraña de frases fragmentarias y la insólita puntuación que caracterizaban el estilo de James Leer, éste narraba la historia de un chico víctima de abusos sexuales por parte de un sacerdote y al que, cuando empezaba a mostrar signos de desequilibrio emocional con un raro y destructivo comportamiento, su madre llevaba a confesarse con ese mismo sacerdote. El relato terminaba con el chico mirando a través de la rejilla del confesionario mientras su madre salía de la iglesia y desaparecía en el soleado exterior; las palabras finales eran: «Rayo. De luz.» Se titulaba, de forma incomprensible, Sangre y arena. Como los de todos sus cuentos, el título había sido tomado de una película de Hollywood; otros relatos suyos llevaban títulos como: Swing Time, La llama de Nueva Orleans, Avaricia o A todo gas. Todos ellos eran piezas opacas y fragmentarias, centradas en las trágicas fisuras que se producían en las relaciones entre niños y adultos. Ninguno de los títulos parecía tener la más mínima conexión con la historia que se narraba. Otro tema recurrente era su visión tremendamente negativa del catolicismo. Los restantes alumnos tenían serios problemas para sacar conclusiones sobre lo que escribía James Leer. Se daban cuenta de que sabía lo que se hacía y tenía un talento innato para llevarlo a cabo; pero los resultados eran tan incomprensibles y poco gratos para el lector, que solían producir irritación, como la que había aflorado aquella tarde en el aula.

– Les ha parecido detestable -dijo-. Creo que les ha indignado más que cualquiera de los otros.

– Lo sé -admití-. Siento haber permitido que las cosas se salieran de madre.

– No se preocupe por eso -respondió, y movió los hombros para reacomodar las correas de su mochila-. Supongo que a usted tampoco le ha gustado el cuento.

– Bueno, James, no, yo…

– No tiene importancia -dijo-. Lo escribí en sólo una hora.

– ¿Una hora? Pues tiene mérito. -A pesar de sus terribles defectos, era un denso e intenso ejercicio de escritura-. Me cuesta creerlo.

– Antes de redactarlos, los escribo mentalmente. Me cuesta conciliar el sueño, así que lo hago mientras estoy echado en la cama. -Suspiró y añadió-: Bueno, supongo que tiene que volver dentro. La conferencia debe de estar a punto de empezar.