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Levanté la muñeca buscando alguna fuente de luz para consultar el reloj. Eran las ocho menos veinticinco.

– Tienes razón -admití-. Vamos.

– Es que… bueno… -dijo-. Creo que me voy a casa. Me parece que todavía estoy a tiempo de tomar el setenta y cuatro.

– ¡Oh, vamos, no digas tonterías! -protesté-. Entra a tomar una copa y después ven a la conferencia. Te va a gustar. Y, además, ¿has estado alguna vez en casa de la rectora? Es realmente bonita, James. Vamos, te presentaré a la gente.

Le mencioné los nombres de los dos escritores que aquel año eran los invitados de honor.

– Ya los conozco -dijo fríamente-. Y, por cierto, ¿qué son todos esos programas de partidos de béisbol?

– El doctor Gaskell los colecciona. Tiene una infinidad de recuer… ¡Oh!

De pronto, ante mis ojos el aire se llenó de lentejuelas y noté que mis rodillas entrechocaban. Para mantener el equilibrio me agarré al brazo de James, que me pareció ligero y delgado como un tubo de cartón.

– ¡Profesor! ¿Se encuentra bien?

– Estoy bien, James. Sólo un poco colocado.

– Esta tarde en clase, no tenía usted muy buen aspecto. A Hannah también se lo ha parecido.

– Últimamente no duermo bien -le expliqué. De hecho, durante todo el mes pasado había padecido súbitos brotes de vértigos y aturdimiento, que me sobrevenían en los momentos más impensados y me llenaban el cráneo de estrellitas, como si acabara de recibir un mazazo-. Ya se me pasará. Pero será mejor que vuelva a meter ahí dentro mi viejo y gordo cuerpo.

– Muy bien, de acuerdo -dijo, y liberó su brazo de la presión de mi mano-. Le veré el lunes.

– ¿No piensas ir a ninguno de los seminarios?

Negó con la cabeza y dijo:

– No creo. Tengo…, tengo muchos trabajos atrasados.

Se mordisqueó el labio, dio media vuelta y se marchó por el jardín en dirección a la casa, con las manos de nuevo metidas en los bolsillos. Imaginé que con la derecha asiría la lisa empuñadura nacarada de su pistola de juguete. Mientras se alejaba, la mochila golpeteaba contra su espalda y las suelas de sus zapatos rechinaban. No sé por qué, pero sentí lástima al verlo marcharse. Tenía la impresión de que era la única persona cuya compañía me habría resultado grata en aquel momento, precisamente porque era arisco y solitario y estaba desesperado, presa del desasosiego y el aturdimiento causado por los múltiples síntomas del mal de la medianoche. Porque, sin duda, lo padecía. Antes de doblar la esquina, James alzó la vista hacia las ventanas de la parte trasera de la casa y permaneció muy quieto, con la cara levantada e iluminada por las luces de la fiesta. Miraba a Hannah Green, que estaba junto a la ventana del comedor, dándonos la espalda. Su melena pajiza estaba despeinada y se desparramaba en todas direcciones. Explicaba alguna cosa gesticulando ostensiblemente con las manos. Todos los que la escuchaban se reían a carcajadas.

Al cabo de unos instantes, James Leer desvió la mirada y se marchó. Su cabeza fue absorbida por la sombra que proyectaba la casa.

– ¡Espera un momento, James! -dije-, ¡No te vayas todavía!

Se volvió y su rostro emergió de la sombra. Me acerqué a él balanceando la colilla del porro.

– Entra un minuto -le propuse, con un susurro que sonó tan siniestro y poco amistoso que me sentí avergonzado-. En el piso de arriba hay algo que creo que deberías ver.

Cuando volvimos a la cocina, la fiesta estaba tocando a su fin. Walter Gaskell ya había conducido al auditorio a un amplio grupo de invitados, entre ellos al pequeño elfo con jersey de cuello de cisne que esa noche iba a darnos una conferencia titulada «El escritor como Doppelgänger». [8] Sara, ayudada por una chica con un delantal gris, estaba muy atareada vaciando cuencos en el cubo de basura de la cocina, cubriendo con plástico platos con galletas y volviendo a poner los tapones de corcho en botellas de vino semivacías. Como el grifo del fregadero estaba abierto, no nos oyeron pasar hacia la sala, donde una brigada de estudiantes se dedicaba a recoger platos de cartón y ceniceros rebosantes de colillas. Yo seguía sintiéndome muy colocado, ligero y etéreo como un fantasma, y ya no tenía tan claro como hacía un rato qué me había impulsado a arrastrar a hurtadillas a James Leer hasta el dormitorio de los Gaskell para enseñarle lo que pendía de una percha plateada en el armario de Walter Gaskell.

– Grady -dijo al verme una de las estudiantes, llamada Carrie McWhirty. Había sido una de las detractoras más crueles de James Leer aquella tarde, y eso que como escritora era pésima. Sin embargo, despertaba en mí cierta ternura y lástima, porque estaba trabajando en una novela titulada Liza y los hombres pantera desde que tenía nueve años; casi la mitad de su vida, más tiempo del que yo llevaba dedicado a Chicos prodigiosos-. Hannah te estaba buscando. Hola, James.

– ¡Hola! -saludó James, sin demasiado entusiasmo.

– ¿Hannah? -pregunté. La sola idea de que me hubiese estado buscando provocó que me invadiera una confusa sensación de pánico o placer-. ¿Adónde ha ido?

– Estoy aquí, Grady -dijo Hannah desde el recibidor, asomando la cabeza en la sala-. Me preguntaba dónde os habíais metido.

– Uh, estábamos en el jardín -aclaré-. Teníamos que hablar de algunas cosas.

– No lo pongo en duda -dijo Hannah, que estaba leyendo la caligrafía rosácea escrita en el blanco de mis ojos por la marihuana.

Llevaba una camisa de franela a cuadros, de hombre, embutida con descuido en unos Levi's muy holgados, y las ajadas botas de vaquero rojas sin las que no la había visto nunca, ni siquiera cuando deambulaba por casa en albornoz, pantalones de chándal o pantaloncitos deportivos. En los momentos ociosos me gustaba evocar la imagen de sus pies desnudos, largos e inteligentes, relucientes, con un poco de vello finísimo y las uñas pintadas del mismo rojo que el del cuero de las botas. Más allá de la despeinada melena pajiza y cierta rotundidad de la mandíbula -Hannah era oriunda de Provo, Utah, y tenía el rostro amplio y testarudo de las chicas del Oeste-, resultaba difícil encontrarle algún parecido con Frances Farmer; pero Hannah Green también era muy guapa, y además lo sabía, así que diría que ponía todo su empeño en no permitir que eso la jodiese. Tal vez fuese esa lucha contra el destino lo que hacía pensar a James Leer que habría cierta semejanza entre ellas.

– No, en serio -añadió Hannah-. James, ¿quieres que te acompañe a casa? Ya me marcho. Pensaba acompañar también a tus amigos, Grady. A Terry y su amiga. Por cierto, ¿quién es…? Eh, Grady, ¿qué te pasa? Pareces hecho polvo.

Me cogió del brazo -era de esas personas a las que les encanta tocar a la gente- y di un paso atrás. Siempre me escabullía de Hannah Green -aplastándome contra la pared cuando nos cruzábamos por un pasillo vacío, o escondiéndome detrás de un periódico cuando nos encontrábamos a solas en la cocina-, con una sorprendente e incomprensible tenacidad que me resultaba difícil explicarme. Supongo que sentía cierto alivio por el hecho de que mi relación con la joven Hannah Green siguiese siendo un desastre en perspectiva y no, como sería lo normal a aquellas alturas, un desastre consumado.

– Estoy bien -dije-. Creo que estoy incubando una gripe o algo por el estilo. ¿Dónde se han metido esos dos?

– Están arriba. Han ido a buscar los abrigos.

– Estupendo. -Los llamé, pero entonces recordé que le había prometido a James Leer enseñarle una pieza de la colección de Walter. James estaba apoyado contra el quicio de la puerta de la calle, con la mirada perdida en la neblina iluminada por las luces de los automóviles, y su mano derecha jugueteaba dentro del bolsillo del abrigo-. Eh…, Hannah, ¿puedes llevarlos tú? Yo acompañaré a James; todavía tenemos que… uh, hacer una cosa.

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[8] «Doble», «sosia», en alemán. (N. del T.)