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– Desde luego -aceptó Hannah-. Lo que pasa es que tus amigos han subido a buscar los abrigos hace ya como diez minutos.

– Aquí estamos -anunció Crabtree, que bajaba por las escaleras detrás de la señorita Sloviak, a la que llevaba cogida de la mano. Descendía tanteando los escalones, y la ayuda de Crabtree no parecía ser una mera galantería. Los tobillos le temblaban sobre los zapatos negros de tacón alto, y pensé que no debía de resultar nada fácil ser un travestí borracho. En el traje verde metálico de Crabtree no se vislumbraba ni una sola arruga, y su rostro mostraba el rictus inexpresivo y autosuficiente habitual en él cuando suponía que estaba provocando un escándalo. Pero, en cuanto vio a James Leer, puso los ojos en blanco y soltó la mano de la señorita Sloviak. Ésta bajó, sin pretenderlo, los últimos tres peldaños de un golpe, se abalanzó sobre mí y me rodeó con sus largos y suaves brazos al tiempo que me envolvía el perturbador aroma de Cristalle, ahora mezclado con un olor rancio y picante.

– Lo siento -se disculpó con una sonrisa trágica.

– ¡Hola! -saludó Crabtree, y le tendió la mano a James Leer.

– James -intervine yo-, éste es mi mejor y más viejo amigo, Terry Crabtree, y ésta su amiga, la señorita Sloviak. También es mi editor. Seguro que te he hablado de James, ¿verdad, Terry?

– ¿Tú crees? -dijo Crabtree, sin soltar la mano de James-. Estoy convencido de que, de ser así, lo recordaría.

– ¡Oh, vamos, Terry! -intervino Hannah Green, que cogió a Crabtree del codo como si lo conociese de toda la vida-. Es James Leer, el chico del que te he hablado. Pregúntale algo sobre George Sanders, lo sabe todo de él.

– ¿Que me pregunte sobre qué? -dijo James, que consiguió por fin liberar su pálida mano de la de Crabtree. Le temblaba un poco la voz, y me pregunté si también había visto los destellos de conquistador enloquecido que vislumbraba yo en los ojos de Crabtree, quien lo contemplaba con una mirada salvajemente atormentada por la duda-. Salía en El hijo de la furia.

– Terry me ha explicado que George Sanders se suicidó, James, pero no recordaba cómo. Le he dicho que tú lo sabrías.

– Con pastillas -aclaró James Leer-. En 1972.

– ¡Magnífico! ¡Sabe hasta la fecha! -Crabtree le alcanzó a la señorita Sloviak su abrigo-. Toma -le dijo.

– ¡Oh, James es asombroso! -aseguró Hannah-. ¿Verdad que sí, James? No, en serio, prestad atención. -Se volvió hacia James Leer y lo contempló con la admiración de una hermana pequeña que lo creyese capaz de realizar ilimitadas y sorprendentes hazañas. El deseo de complacerla del aludido se evidenciaba en la tensión de todos los músculos de su rostro-. James, ¿quién más se suicidó? Qué otras estrellas de cine, quiero decir.

– ¿Quieres que te las cite todas? Son demasiadas.

– Bueno, pues sólo algunas de las más importantes.

No se mostró agobiado, ni levantó los ojos al cielo, ni se rascó pensativo la barbilla. Simplemente, abrió la boca y empezó a enumerarlas contando con los dedos.

– Pier Angeli, en 1971 o 1972, también con pastillas. Charles Boyer, en 1978, otra vez pastillas. Charles Butterworth, en 1946, creo. Con un coche. Supuestamente fue un accidente, pero bueno… -Ladeó la cabeza con pesar-. Estaba perturbado. -Había un rastro de ironía en su tono, pero tuve la sensación de que iba dirigido a nosotros. Era evidente que se tomaba sus suicidios hollywoodienses y la petición de Hannah absolutamente en serio-. Dorothy Dandridge, se tragó un frasco de pastillas en…, creo que en 1965. Albert Dekker, en 1968; se ahorcó. Dejó una nota póstuma escrita con lápiz de labios sobre su vientre. Ya sé que resulta extraño. Alan Ladd, en 1964, pastillas de nuevo. Carole Landis, más pastillas; no recuerdo la fecha. George Reeves, que interpretó a Supermán en televisión, se pegó un tiro. Jean Seberg, pastillas, por supuesto, en 1979. Everett Sloane, que por cierto, era extraordinario, pastillas. Margaret Sullavan, pastillas. Lupe Vélez, un montón de pastillas. Gig Young, le pegó un tiro a su esposa y después se voló los sesos en 1978. Quedan más, pero no sé si los conoceréis. ¿Ross Alexander? ¿Clara Blandick? ¿Maggie McNamara? ¿Gia Scala?

– Yo no he oído hablar de la mitad de ellos -reconoció Hannah.

– Los has citado alfabéticamente -observó Crabtree.

James se encogió de hombros y dijo:

– Bueno, así es como funciona mi cerebro.

– No te creo -terció Hannah-. Diría que tu cerebro funciona de una manera mucho más caprichosa. Venga, tenemos que irnos.

Al dirigirse hacia la puerta, Crabtree volvió a estrecharle la mano a James. Y no era difícil percatarse de que la señorita Sloviak se sentía ofendida. Era evidente que no estaba tan borracha como para haber olvidado lo que fuese que ella y Crabtree habían hecho en la habitación de arriba o para no considerar que eso le daba derecho a disfrutar de su atención al menos durante el resto de la velada. Rechazó que Crabtree la tomara del brazo y prefirió la compañía de Hannah Green, que le preguntó:

– ¿Qué perfume usas? Me resulta familiar.

– ¿Por qué no te vienes con nosotros después de la conferencia? -le propuso Crabtree a James Leer-. Podemos ir a ese sitio en Hill al que siempre logro que Tripp me lleve.

A James se le enrojecieron las orejas.

– Oh, yo no…, no…

Crabtree me dirigió una mirada suplicante y dijo:

– Quizá tu profesor pueda convencerte.

Me encogí de hombros y Terry Crabtree se marchó. Al cabo de unos instantes, la señorita Sloviak reapareció en el quicio de la puerta, con sus labios perfectamente pintados de color cereza y su larga cabellera negra, que lanzaba brillantes destellos azulados como si fuera el cañón de un revólver. Miró a James Leer con aire de reproche y dijo:

– ¿No te olvidaste de nadie, tío listo?

El día que se casó con Joe DiMaggio, el 14 de enero de 1954 -una semana después de que yo cumpliese tres años-, Marilyn llevaba, encima de un sencillo traje marrón, una chaqueta corta de satén negro con cuello de armiño. Después de su muerte, la chaqueta se convirtió en un artículo más del desordenado inventario de vestidos de cóctel, estolas de piel de zorro y medias negras con incrustaciones de perlas que dejó tras de sí. Los albaceas testamentarios le asignaron la chaqueta a una amiga de Marilyn. Ésta, que no reparó en que era la que la estrella había lucido aquella feliz tarde en San Francisco años atrás, se la solía poner para sus maratonianos y etílicos almuerzos de cada miércoles en Musso & Frank. A principios de los setenta, cuando la vieja amiga -una actriz de películas de serie B cuyo nombre ya nadie, excepto James Leer y los de su especie, recordaba- falleció, la chaqueta de cuello de armiño, a la que para entonces ya le faltaba uno de los botones de cristal y tenía los codos gastados, fue vendida, junto con el resto de las escasas posesiones de la difunta, en una subasta pública en Hollywood Este. Un perspicaz fan de Marilyn Monroe la reconoció y la adquirió. De este modo, la prenda entró en el reino de los objetos fetiche y empezó una tortuosa peregrinación por los relicarios de diversos adoradores de Marilyn hasta que escapó de las manos de sus sectarios y aterrizó en las de un tipo de Riverside, Nueva York, que poseía -entre otras cosas- diecinueve bates de Joe DiMaggio y siete de sus pasadores de corbata de diamantes, el cual, a su vez, después de ciertos reveses financieros, le vendió la errante chaqueta a Walter Gaskell, que la guardó, colgada de una percha de acero inoxidable, en un compartimiento especial, a prueba de humedad, del armario de su dormitorio, con un prudencial medio metro de separación de cualquier otro objeto que pudiese rozarla.